He asistido con interés a la polémica que se ha montado con relación a la entrada violenta de un ciudadano de Lazkao en la herriko taberna de su pueblo, indignado porque una bomba puesta por ETA en un local político vecino le hizo polvo su piso.
No es mi intención comentar la actuación de una persona que es presa de una ira justa y decide desahogarse por una vía injusta. Se trata de un caso individual que los tribunales juzgarán como tal. Lo que me ha llamado más la atención es la oleada de solidaridades que su acto, obviamente ilegal, ha suscitado en la sociedad española. Un montón de políticos y opinantes mediáticos se ha aprestado a proclamar, dicho sea por resumir: “Vale, mal, pero muy bien”. Hasta un alto dirigente del PP vasco se ha ofrecido para asumir gratis total la defensa del asaltante.
Esta justificación masiva del comportamiento del violento de Lazkao es, en la práctica, y aunque no sean conscientes de ello quienes la asumen, un regreso a la vieja ley de Lynch. O sea, al linchamiento. La defensa de que la gente se tome la justicia por su mano. Por la brava.
Pasó lo mismo en los tiempos de los GAL. Si Francia se mostraba no demasiado severa con los refugiados de ETA, se miraba para otro lado cuando el Estado español mandaba policías camuflados (o pistoleros, llegado el caso) para secuestrar, matar o ametrallar bares. Y si el secuestrado era un pobre hombre ajeno al caso, como Segundo Marey, o si en el tiroteo contra la clientela de un bar morían niños, o si se torturaba, mataba y enterraba a gente en cal viva, se guardaba silencio. Eran daños colaterales.
La pregunta me parece obligada: ¿cuánta gente cree aquí de verdad en la primacía del Derecho?
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (2 de marzo de 2009). También publicó apunte ese día: Nada es tan sorprendente.