Está muy bien que el Estado trate de paliar la crisis del gremio de la construcción promoviendo infraestructuras.
En principio, está muy bien todo. Para empezar, es una buena noticia que se modere la elefantiasis del sector de la construcción, aunque haya tenido que ser por su cuenta. Muchos habitantes de las grandes urbes y de las costas la veíamos ya con verdadera angustia, unos por los precios inalcanzables a los que se les ponía encontrar un techo de cobijo, otros por los estragos que estaba sufriendo la escasa Naturaleza aún disponible.
También es buena cosa que el dinero público se dedique a la creación de nuevas infraestructuras de uso común, porque eso genera empleo y porque el resultado puede ser de utilidad social.
Ahí está la cosa: que puede. No es obligatorio que lo sea.
Resulta preocupante la obsesión que muestra el Gobierno por dos objetivos: la construcción de más y más autopistas y los trenes de alta velocidad.
Ni lo uno ni lo otro es intrínsecamente perverso. Pero hay que fijar las debidas proporciones.
El automovilismo es como la burocracia: tiende a ocupar todo el espacio disponible. Tantas más autopistas se construyan, tantos más automóviles las ocuparán. No formulo una teoría: establezco una simple constatación empírica. ¿Es un acierto incitar al uso generalizado del transporte individual, con el coste medioambiental que tiene y la sangría en vidas que supone?
Lo de los trenes de alta velocidad es también harto discutible. No me opongo a que existan, válgame el cielo: me parece estupendo que te lleven al quinto pino en un plisplás mientras vas leyendo una novela. El problema se plantea cuando uno no va al quinto pino, sino a una población intermedia, en la que ya casi ningún tren se detiene, y si te incrementan las tarifas del tren en un 20%, como medida disuasoria.
Si un Gobierno tiene inquietudes sociales efectivas, está obligado a preocuparse por las necesidades del conjunto, centrando su atención preferente en aquello que facilita la vida a la gente de menos posibles. En cambio, si se obsesiona por satisfacer antes que nada las necesidades de los ejecutivos y pudientes, se retrata.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (17 de mayo de 2008). También publicó apunte ese día: Demasiada doble moral.