Hay veces que uno lamenta acertar. Me habría gustado haber errado cuando predije hace dos meses en esta misma página que el sumario de la causa abierta por el juez Garzón sobre los crímenes del franquismo se quedaría en nada. Pero así ha sido.
No soy jurista, pero desde el principio hubo bastantes aspectos de la iniciativa procesal del magistrado de la Audiencia Nacional que me escamaron. Para empezar, no entendí que encausara sólo a 45 destacados integrantes del golpe militar de Franco contra la República. Si se trataba de enjuiciar los crímenes del franquismo, debería haber considerado toda la época abarcada por la dictadura, desde 1936 a 1976. El 18 de julio de 1936, muchos ejecutores de la barbarie franquista, que o bien torturaron y mataron o bien ordenaron matar y torturar durante los años cincuenta, sesenta y hasta entrados los setenta, estaban en pañales o aún no habían nacido. ¿Qué quería Garzón? ¿Que le informaran de que los 45 elegidos por su dedo instructor no pueden ser juzgados, básicamente porque sus restos yacen bajo tierra?
Eso sin contar con que, si bien casi todos los golpistas del 36 han muerto, el fruto de sus crímenes sigue en vigor. Los franquistas se repartieron entre ellos a escote las propiedades de sus enemigos políticos. Se adueñaron a mano armada de empresas, de fincas y de casas que ahora ocupan sus descendientes. ¿Ahí no hay ninguna justicia que restablecer? ¿Nada que devolver? La situación es tan grotesca que hasta el propio Gobierno de Zapatero ocupa ahora mismo edificios que la dictadura franquista arrebató a sus legítimos dueños.
Por resumir: que el juez Garzón se ha vuelto a lucir.
Nada sorprendente. Lucirse es lo que más le priva.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (20 de noviembre de 2008). También publicó apunte ese día: De diarios y nostalgias.