Si alguien se dedica a fabricar detergente para lavavajillas y no vende ni para pagar la hipoteca de la fábrica, se verá obligado a revisar de arriba abajo su actividad. Tendrá que estudiar si el producto es malo, o si está mal promocionado, o si mal exhibido, o si mal distribuido, o si es demasiado caro. O si todo a la vez. Pero, si uno descubre y defiende, por ejemplo, la ley de la isocronía de los péndulos, como Galileo Galilei, lo hará con independencia de que el poder establecido y las masas lo ovacionen o lo tomen por majara, porque lo suyo no es vender nada: se dedica a pensar, a proponer y a fomentar el avance de la racionalidad. Aunque lo quemen en la hoguera, como a Giordano Bruno.
Trato de ilustrar con estos dos ejemplos, deliberadamente extremos, dos actitudes aplicables a la política profesional. Hay políticos que modelan su pensamiento en función de la demanda del mercado electoral y que, si ven que sus propuestas no tienen éxito, proceden a formular otras diferentes, a ver si hay suerte. Como vendedores de detergente. Y hay otros –poquísimos, me temo– que, cuando constatan que sus convicciones no encuentran el mínimo eco electoral debido, aceptan la triste realidad y, o bien siguen insistiendo, o se retiran, sin más. Porque su pensamiento es ése, y no tienen otro.
En estas últimas elecciones autonómicas vasco-galaicas hemos tenido personajes para todos los gustos y para todos los disgustos. Las más patéticas han sido las de quienes han adoptado actitudes de vendedores de detergente, a pesar de lo cual se han pegado un bofetón de mil pares.
Hay quien nunca entenderá que fracasar con principios tiene al menos la recompensa de la dignidad.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (4 de marzo de 2009). También publicó apunte ese día: ¿Cambios laborales?