La conclusión a la que llegué ayer tras oír el discurso en el que Rodríguez Zapatero expuso sus propósitos presidenciales es que él tiene la certeza de que su gobierno va a conducir a España por la senda de la perfección pero que, por las razones que sea, o no puede o no quiere revelarnos cómo lo va a hacer. Ni con qué programa, ni con qué aliados, ni haciendo qué, cuándo y cómo.
Examinada en su literalidad, la exhibición de intenciones que hizo ante el Congreso de los Diputados no puede ser tildada de nada: ni de derechas ni de izquierdas, ni de frente ni de revés. ¿Cómo puede nadie negarse a que lo conviertan en próspero, en solidario, en sano, en educado, en informatizado, en europeo, en ecológico, en respetuoso de todo lo respetable, en no víctima de accidente, en igualitarista, en perfeccionador de la Justicia, en superpotencia mundial? Sólo un tonto del bote podría rechazar esa perspectiva.
Mi problema es que no me lo creo. Porque la vida es como la ruleta: no pueden salir a la vez el rojo y el negro.
No es posible defender la educación igualitaria y respetar sin rechistar los privilegios de la Iglesia Católica.
No cabe ayudar a que se impongan implacables los intereses de la Banca y pretender que se respalda a quienes soportan hipotecas cuyo principal no empiezan a amortizar hasta el décimo año de sangría, y eso con suerte.
Es una burla pensar que cabe ayudar a los miserables del Tercer Mundo cuando uno respalda las opciones del FMI y, ya de paso, a los gobiernos corruptos del Tercer Mundo.
Es de coña decir que se defiende la ecología y andar comprando derechos de contaminación a los estados deficitarios.
Es infame pretenderse adalid de la paz universal y ser uno de los principales vendedores de armas en el mercado mundial de armas, negro o blanco.
Los socialistas de viejo cuño (si Zapatero conoce a alguno puede preguntárselo y le confirmará que no miento) solían hablar de una cosa a la que llamaban “lucha de clases”. Su lógica era la lógica: los explotados contra los explotadores; la gente oprimida contra la gente opresora.
Quienes fingen que defienden a todos, sin distinción, defienden a los que ya están instalados.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (9 de abril de 2008). También publicó apunte ese día: Sin comentarios.