Un hombre sentado en una tapia ve cómo otro hombre golpea a lo bestia a un niño. Lo ha herido gravemente. El crío tiene un brazo roto y sangra a borbotones por la boca, pero el matón sigue pegándole. “¿Por qué le zurras con tanta saña?”, pregunta el de la tapia. Y el matón responde: “Es que me ha tirado una piedra”. “Ah, bueno; si es así… Pero ten cuidado de no pasarte”, replica el mirón. Y sigue sentado, contemplando la paliza.
El bruto es Israel. El de la tapia se hace llamar Comunidad Internacional. El niño es Gaza.
Durante años, la propaganda oficial se ha empeñado en enseñarnos a rechazar la llamada “equidistancia”. Particularmente en Euskadi. En mi tierra, cualquiera que diga que tanto el Estado como ETA han sido culpables desde hace decenios de múltiples y gravísimas tropelías (atentados, asesinatos, secuestros, GAL, torturas) se ve inmediatamente acusado de “equidistante”. Como si fuera obligatorio elegir entre dos males y todos tuviéramos que ser por fuerza bastante asquerosos para no resultar demasiado asquerosos.
Sin embargo, llega la invasión israelí de Gaza y ellos mismos se vuelven propagandistas de la equidistancia. Al parecer, como Hamás lanza cohetes contra Israel –muy poco eficaces, de lo cual me congratulo–, las fuerzas armadas sionistas tienen derecho a invadir Gaza y a matar palestinos a cientos, si es que no a miles, limpiándose el pompis con toda la legislación internacional.
Por lo visto, nuestros próceres europeos sí están autorizados a mostrar equidistancia. Sólo que ellos la pretenden ante rivales de fuerza abrumadoramente desigual.
El suyo es el discurso de la tapia: como el niño ha sido malo, tampoco es tan grave que el matón lo masacre.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (7 de enero de 2009). También publicó apunte ese día: Un año más; otro año menos.