Hace ya unos cuantos años, cuando Isabel Tocino era ministra de Aznar, un compañero de trabajo me dijo: “Pues a mí esa mujer me parece guapa. ¿A ti no?” Le respondí que me era imposible pronunciarme sobre tal particular, porque no sabía qué podía haber debajo de los tres kilos de maquillaje que la ministra llevaba a cuestas. “Habría que pasarle una espátula y verla lavada”, concluí.
Ya sé que todo el mundo tiene derecho a la coquetería. Los hombres también la exhibimos, aunque no siempre –y no todos– seamos conscientes de ello: nos afeitamos (o no), nos dejamos bigote o barba (o ambas cosas), nos cortamos el pelo así o asao (bueno, eso los que lo tienen, que ya casi no es mi caso), tratamos de vestirnos con cierto gusto (salvo quienes, como Machado, hace tiempo que no prestamos atención a nuestro “torpe aliño indumentario”), nos aplicamos alguna colonia… Cosas de ésas.
Es más que razonable que también las mujeres que lo deseen (que no son todas, como veo en mi entorno familiar y amistoso) se den algunos retoques llamativos para mejorar su prestancia. Pero hacer los trabajos de ingeniería cosmética que algunas realizan a diario, cual Penélopes de su propia cara, dedicando todas las mañanas una eternidad a disimular al máximo con toda suerte de potingues y artificios que son como realmente son, me deja perplejo.
Me ha venido esta idea ahora que hemos abandonado el tiempo de Carnaval. Me he dicho que, en realidad, hay algunas mujeres que van disfrazadas todo el año. Llevan puesta una máscara permanente. Al menos en público.
Claro que acto seguido he pensado que muchos hombres también, sólo que a su modo. Porque hay maquillajes superficiales y hay disfraces de interior.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (1 de marzo de 2009). También publicó apunte ese día: Elecciones.