Se ha cumplido el centenario del nacimiento de Edgar Allan Poe y, a fuerza de oír hablar sobre él y su fantástica obra, me ha venido a la memoria un episodio, entre cómico y surrealista, que me tocó vivir más o menos por estas mismas fechas, sólo que hace 40 años.
Había sido detenido en aquellos días por la policía política de Franco –para variar– y pasaba las horas dormitando en el calabozo del Gobierno Civil de Guipúzcoa, entre interrogatorio e interrogatorio, bofetón y bofetón.
Una noche, y para mi estupor, se me presentó un agente que, en tono muy amable, me dijo que sabía que yo tenía conocimientos de poesía y que estaría encantado si echaba un vistazo a unos poemas suyos.
Me pasó como a los bancos de ahora: no daba crédito.
Le pedí que me dejara leerlos. Sus poemas, todos dedicados a su novia, eran afrentosos. Le fui señalando con mucho tacto los errores de métrica, de ritmo y de rima en los que había incurrido, y le animé a que estudiara algo de preceptiva literaria. Admitió las críticas de buen grado y, al acabar, se ofreció: “¿Puedo hacer algo por ti?”. “Tráeme un libro”, le contesté. Al cabo de un par de horas, volvió a bajar al calabozo y me pasó un pequeño volumen. “Es lo único que he encontrado”, me dijo. Eran los “Cuentos extraordinarios” de Poe. ¡Relatos de terror para leer en una mazmorra!
Los devoré. Y me quedé fascinado. Los recuerdo como si los acabara de leer. “El péndulo de la muerte”, con la Inquisición Española como protagonista, me conmovió de modo muy particular, dadas las circunstancias en las que me encontraba.
Descubrí a Poe. Seguí leyéndolo luego, ya medio libre, con pasión.
Está claro que Dios escribe derecho con líneas torcidas.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (26 de enero de 2009). También publicó apunte ese día: El vendaval.