Karl Marx se burlaba de Proudhon, patriarca de los que calificaba como “socialistas utópicos” (¡como si él mismo no hubiera sido otro utópico más!), diciendo que el viejo revolucionario francés, de cuyo nacimiento va a hacer ahora dos siglos, vivía sobre una permanente contradicción. Según él, Proudhon resultaba demasiado de izquierdas para la derecha y demasiado de derechas para la izquierda.
Yo suelo sentirme un tanto Proudhon cuando escribo sobre el actual régimen político cubano, que acaba de cumplir medio siglo de existencia. Los incondicionales del castrismo me tienen por demasiado crítico y los anticastristas me consideran demasiado tolerante.
No es ni lo uno ni lo otro. Lo que sucede es que todos debemos establecer una jerarquía de nuestras fobias. Si juzgamos con equidad los regímenes latinoamericanos (o americanos, en general), el puesto que debemos asignar al castrismo en el ranking de lo odioso es francamente secundario. Hay gobiernos que practican el terrorismo de Estado en masa. Hay gobernantes que se dedican a expoliar a su población y a malvender los recursos nacionales para engrosar sus cuentas corrientes. Los hay que desatienden hasta extremos escandalosos la educación, la sanidad y la nutrición de sus connacionales. Y a casi todos ellos los estados occidentales los tratan como si fueran próceres, sólo porque les hacen la rosca.
No simpatizo con el castrismo y puedo argumentar por qué. Es escandaloso el monopolio que tienen los blancos en la jerarquía del poder. No soporto las restricciones que padecen allí las libertades, tanto individuales como colectivas. Y un largo etcétera. Pero miren y comparen, y, si encuentran algo mejor, compren.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (4 de enero de 2009). También publicó apunte ese día: Informar y deformar.