He esperado unos días para hacer recuento de las reacciones suscitadas por la concesión del Premio Nobel de la Paz a Al Gore (ex æquo con el Grupo Intergubernamental para el Cambio Climático de la ONU, del que apenas se habla). Es deprimente comprobar cómo la mayoría de las organizaciones y personalidades tenidas por progresistas han considerado que, aunque el personaje presenta “ciertas sombras”, la decisión del Comité Nobel Noruego puede considerarse positiva, porque la popularidad del galardonado contribuye “a difundir la conciencia del peligro del cambio climático”.
No seré yo quien diga que el Nobel de la Paz se ha degradado al distinguir a Gore. Un premio que ya recayó en el pasado en gente como Anwar el-Sadat, Menahem Begin y Henry Kissinger (¡ésa sí que fue buena!) tampoco puede presumir de mucho. Pero me deja de piedra que sean tan escasas las voces que se elevan para decir que un político que se negó en su día a firmar el Protocolo de Kyoto no debería en ningún caso recibir reconocimiento universal como defensor de la causa que él mismo boicoteó. Súmese su defensa de las terribles fumigaciones masivas del Plan Colombia, tan dañinas para los campos como para los campesinos.
Cuando Gore habla del medio ambiente, siempre insiste en “la responsabilidad de todos”, difuminando quiénes son los grandes agentes contaminantes y quiénes no tienen ni para contaminar.
Como número dos de Clinton, Gore se negó a aceptar la autoridad del Tribunal Penal Internacional y aprobó acciones militares en Sudán, Afganistán, Irak, Haití, Zaire y Liberia, amén de todas las de la ex Yugoslavia.
Es un ecologista de salón y un pacifista de pega. Muy adecuado para un Premio de la Paz que lleva el nombre del inventor de la dinamita.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (18 de octubre de 2007). Javier lo publicó como apunte (Al Gore, ecologista de salón). Lo mantenemos allí porque tiene coda y unos cuantos comentarios. Subido a "Desde Jamaica" el 2 de julio de 2018.