Ayer me enteré de que hay un premio de Derechos Humanos que lleva el nombre de Juan María Bandrés. Me chocó. Bandrés ha sido siempre hombre de maneras suaves y de habla pausada, pero yo, al menos, nunca lo he tenido como alguien que se haya distinguido por su defensa intransigente de los Derechos Humanos. De todos los Derechos Humanos, quiero decir. Me chocó menos la naturalidad con la que en su día se abstuvo de condenar el asesinato del anciano Ybarra por los poli-milis –un acto de una crueldad repugnante– que la desenvoltura con la que se apuntó al PSOE en momentos en que los crímenes de los GAL se hallaban en el centro mismo del escenario político.
Sé que habrá bastante gente que considerará de mal gusto este comentario. Lo hago precisamente por eso. «Hombre, Ortiz, déjalo en paz, que bastante tiene». ¡Pero si estoy totalmente de acuerdo en dejarlo en paz! Pero dejarlo en paz implica una actitud neutra por parte de todos. Que no me lo pongan como modelo de comportamiento y yo no me veré en la obligación de objetar nada.
No trato de centrarme en la persona de Bandrés, hacia el que no siento ningún rencor particular. Podría referirme a muchos otros personajes públicos. Por ejemplo, a Mario Onaindia, su íntimo compañero (no diré «de armas», porque Bandrés nunca las empuñó). Y a tantos otros.
Se diría que cuando alguien sale de la escena política, por una u otra vía, ya sólo cabe decir maravillas de su persona.
En cierta ocasión cité en un acto público el hecho de que Francisco Tomás y Valiente, asesinado por ETA, escribió un texto en el que, por decirlo suavemente, no demostró demasiada hostilidad hacia la acción de los GAL. ¡Casi me linchan! Pero, vamos a ver: ¿lo escribió o no? Nadie me discutió eso. Al parecer, el hecho de que ETA lo hubiera matado excluía cualquier posibilidad de reconsideración crítica de su obra. Pues, bueno: ¡no me lo pongan ustedes como ejemplo de perfección y no me forzarán a decir que hizo cosas muy discutibles!
Algo semejante me sucedió tras el asesinato de Ernest Lluch. Decidieron subirlo de inmediato a los altares. ¡Que no se te ocurriera recordar sus falsos pasos en el Gobierno de González, o su permanencia abusiva al frente de la Universidad Menéndez Pelayo, que mantuvo como «un congreso anual de felipistas en pantalón corto», según dijo un rencoroso al que por lo visto no invitó lo suficiente, o que salieras al paso de la teoría chorra que se inventó, mano a mano con Ansón, sobre la «conspiración republicana» que, según él, habíamos montado algunos –yo incluido– para acabar con Felipe González por el originalísimo sistema de destronar a Juan Carlos I!
Hablo de política, pero no hablo sólo de política. Hablo, más bien, de canonizaciones. Ahora me encuentro con que no se puede ni hacer mención, por ejemplo, de las técnicas financieras (¿o sería más educado llamarlas «de ingeniería contable»?) con las que trabajaban los encargados de los negocios de Eduardo Chillida.
–¡Por favor! ¿Quieres ensuciar su memoria? –me dicen.
–¿Yo? Para nada –respondo–. Pero tampoco creo que sea obligatorio edulcorarla. Fue como fue.
La suya y la de todos. La de Chillida, la de Lluch, la de Tomás y Valiente, la de Onaindia...
Bandrés todavía sigue ahí, peleando por sobrevivir. Me encantaría que venciera en esa pelea y que algún día pudiéramos retomar una larga discusión que tuvimos una tarde de primavera de 1967 en la Iglesia Evangelista del barrio de Gros, en San Sebastián, cuando ya constatamos... que no estábamos de acuerdo en casi nada.
De verdad que me encantaría que pudiéramos debatir sanamente –dicho sea en este caso con plena conciencia de todos los sentidos de la palabra– sobre lo que a partir de aquel año, hace ya casi cuatro décadas, decidimos el uno y el otro que era lo mejor.
Y doy por hecho que donde las dan las toman. Si alguien quiere ponerme a caldo y decir de mí perrerías, que lo haga cuando más le plazca. Ahora que estoy en vida y puedo responder, o cuando me haya muerto.
Casi mejor entonces, que ya no me hará ningún daño.
Javier Ortiz. Apuntes del Natural (6 de mayo de 2006).