25 de abril. Grândola, vila morena, la pieza-himno de Zeca Afonso. Ya lo conté. Metí en el apunte del día una referencia a la versión que tuvo la habilidad –o el descaro, que cada cual se lo tome como quiera– de realizar Amália Rodrigues.
Dos o tres días después, escribí la reseña de un disco de Mariza, la fadista oscura, para colgarla en nuestra sección de música recomendada (ésa que con tanta paciencia y buen sentido lleva María Zaloña).
Mariza, con sentimiento y con comprensible lógica personal, suele cantar una pieza hermosísima de Zeca Afonso: Menino do Bairro Negro.
Deambulando por ese universo mental, revisé mi colección de vinilos. Descubrí que tenía la canción en un vetusto disco de la época de en que Afonso escribió fados de Coimbra. Es un disco que supongo que compré en Porto (u Oporto, como queráis) hace algo así como un cuarto de siglo, pero que se conserva en buen estado. Sin embargo, la voz de Afonso en el disco me resultaba excesivamente joven. Me gustaba más madura. (Es algo que me suele pasar con otros autores: con Leonard Cohen, por ejemplo, al que prefiero de mayor; o con Lluís Llach.)
El caso es que me puse a bucear en internet, a ver si encontraba una versión menos antigua –menos juvenil– de esa canción pero, eso sí, también en la voz de Afonso.
Y me pareció encontrarla en una extraña grabación que figuraba en E-Mule.
Me la bajé, a ver qué era.
Ayer comprobé qué era lo que me había traído desde ese extraño espacio de la Red.
Resultó que no era ningún disco, sino la filmación, hecha por la Radiotelevisión Portuguesa, de un concierto que se realizó en 1983 en el Coliseu dos Recreios de Lisboa. Una joya de coleccionista, desde todos los puntos de vista. Con Otelo Saraiva de Carvalho en una de las primeras filas, por cierto. Con un Otelo jovencísimo, claro, adornado con un clavel en la solapa.
Zeca Afonso estaba ya muy enfermo, aunque llevaba su esclerosis con una dignísima, con una terrible dignidad. No era todavía anciano, ni mucho menos –estaba entrando en la cincuentena–, y su enfermedad sólo se traslucía en que le costaba aguantar mucho rato de pie y en que la voz, como deja caer en uno de sus lacónicos parlamentos con una soberbia admirable, ya no tenía los mismos matices que algunos años antes.
Afonso era un tipo reconocidamente antipático, por lo que me cayó simpático desde que lo conocí, en un recital político de la época de la transición española, cuando vino a echarnos una mano de la mano de Luis Pastor. Envidié su capacidad para no hacer ninguna concesión a la diplomacia boba: si alguien no le interesaba, se le notaba a un kilómetro. Yo siempre he sido más pastelero, y me lo he reprochado mil veces (aunque, la verdad, también puedo ser borde, si me lo propongo.)
Aquel recital de Zeca Afonso fue fantástico. Como lo fue él. En una época en la que todo rojo que se preciara tenía que demostrar que era rojo a más no poder, él podía cantar canciones de letra perfectamente surrealista (lo correcto sería decir superrealista, pero dejemos eso para otra ocasión), o aparentemente disparatada, o bucólica, o personalísima, indescifrable. En una época en la que lo folk lo inundaba todo –y más si uno era rojo–, él se empeñaba en descubrir las raras corrientes subterráneas que puede haber entre una pieza tradicional de la zona del Miño y otra salida de la selva de Angola. Por ejemplo.
Y todo con una sensibilidad que no veas. Y todo con una cara de mala hostia que no veas. (¿De qué coño se iba a reír, si sabía que se estaba muriendo a marchas forzadas?)
Un hombre sin concesiones.
Qué envidia. Quisiera haber sido como él. En todos los sentidos.
Para empezar, porque me habría gustado ser músico, en lugar de juntaletras.
Eso habría propiciado, sin ir más lejos, que veinte años después de mi muerte hubiera gente que se emocionara con mi obra, como yo me emocioné ayer –hondamente, hasta el llanto– con la de Zeca Afonso.