Mucha gente que vive en el campo está armada. En la zona de Alicante donde tengo mi casa, debo de ser uno de los pocos lugareños que no cuenta con una buena escopeta de dos cañones.
Me refiero a los que habitamos fuera del núcleo urbano, en casones alejados y aislados.
Hace años salió a relucir ese asunto en una conversación con un vecino. «¿Cómo es que no tienes una escopeta? ¿No temes que te entren ladrones?», se extrañó. «Olvídalo. Si tuviera un arma, podría llegar a usarla. Eso es lo que más miedo me da. ¡Imagínate que hiero o mato a alguien! Prefiero que me roben. Tengo un buen seguro», le respondí.
Mi posición es bastante razonable, creo, pero lo cierto es que casi todos los paisanos que me rodean están armados y, que yo sepa, nunca ha habido en nuestro entorno ningún incidente en el que hayan mediado disparos. No, por lo menos, en los 16 años que llevo por la zona. Se oyen tiros, sí, pero en la temporada de caza, y sólo las liebres y las perdices tienen motivos para andarse con ojo. Se deduce de esto que vivo rodeado de gente juiciosa, que sabe para qué hay que usar las escopetas y para qué no. Supongo que, si alguna vez alguno de mis vecinos descubriera a algún ladrón en plena faena, dispararía al aire, para asustarlo y obligarlo a huir. Yo, la verdad, no haría ni eso, no fuera a ser que el ladrón estuviera armado y decidiera repeler el ataque.
Tal vez sea por culpa de mi inmoderado espíritu de contradicción, pero el caso es que no veo tan claro lo que todo el mundo por aquí dice que tiene clarísimo en relación al derecho de posesión de armas de fuego en los Estados Unidos de América. Se establece una relación de causa-efecto: allí la tenencia de armas de fuego es legal, ergo es muy fácil que la gente mate (o se mate). Sin embargo, las leyes reguladoras de la tenencia de armas en Canadá son muy similares a las estadounidenses –no se trata de un derecho constitucional, pero como si lo fuera–, pese a lo cual los canadienses no padecen matanzas indiscriminadas como las de Columbine (1999), Pensilvania (2006) o Virginia, ni en centros escolares ni fuera de ellos.
Resulta de rigor examinar el asunto a partir de la distinción entre causas externas (condiciones) y causas internas (predisposición). Por retomar una vez más el ejemplo clásico: el calor hace que los huevos se conviertan en pollos, pero no hay calor en el mundo que sea capaz de convertir las piedras en pollos. Si legislaciones similares producen resultados cualitativamente distintos en sociedades diferentes, la causa última de los problemas no habrá que buscarla en las leyes, sino en la disposición más o menos favorable (o desfavorable) de las sociedades concernidas. Lo cual nos obliga a deducir que la legislación estadounidense sobre las armas de fuego no es la causa de los crímenes, sino un factor exterior –todo lo importante que se quiera, pero exterior, no esencial– que facilita su realización.
O, dicho de otro modo: de lo que estamos hablando, en último término, es de una sociedad que produce con facilidad individuos desquiciados, que en muchos casos han sido previamente educados en el culto a las armas de fuego, a su belleza… y a su capacidad para liquidar los problemas por la vía rápida. No es esta ley o la otra la que no funciona. Es esa sociedad en su conjunto la que está enferma.
Pienso en mis deudas con Canadá y no me viene a la cabeza ni un solo nombre que evoque violencia. Muy al contrario: me sale recordar a Leonard Cohen, a Neil Young, a Joni Mitchell, a Jamie Robbie Robertson… Todos pacifistas.
En cambio, pienso en los USA y los nombres asociados a la violencia me asaltan desde el principio. Desde muchísimo antes de recordar el cine de Sam Peckinpah.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Un arma en el alma.