Defiendo siempre que tengo ocasión la superioridad del transporte público. En todos los planos, incluido el de la seguridad. Lo he escrito hace bien poco al referirme a lo arriesgado que resulta viajar en automóvil, y a lo difícil que es someter a los vehículos particulares y a sus conductores a los controles de idoneidad que cabe imponer a los medios públicos de transporte.
En principio, como regla general, el transporte público es el que puede ofrecer más garantías de eficacia y seguridad a los usuarios. No sólo en comparación con el transporte particular, en vehículo privado, sino también en comparación con el transporte colectivo realizado por empresas de propiedad privada. La lógica que mueve a las empresas privadas las empuja a maximizar los beneficios. Las partidas presupuestarias destinadas a acrecentar la seguridad los recortan. Esto no quiere decir que las empresas privadas de transporte se despreocupen de la seguridad de sus pasajeros, ni mucho menos. No sólo no pueden hacerlo; tampoco les conviene. Pero miran con la máxima atención, eso sí, la rúbrica de gastos correspondiente. En cambio, una empresa de titularidad pública no tiene por qué rendirse a la dictadura del beneficio económico. Puede invertir dinero para obtener rentabilidad social, aportando a la ciudadanía bienestar, comodidad, seguridad, calidad de vida.
Ése es el criterio general, expuesto a grandes trazos, que me mueve a preferir el transporte público, como opción de principio. Pero no cabe desconocer lo que el triunfo ideológico y político del llamado neoliberalismo ha supuesto también en este terreno. Desde hace años, las castas políticas dominantes vienen haciendo una labor de desprestigio constante de las empresas de titularidad pública, dando por hecho que su destino no puede ser otro que la privatización. Y, en tanto logran privatizarlas, reclaman de ellas que se sometan a los mismos criterios de rentabilidad que siguen las empresas privadas, negándose a admitir que puedan tener pérdidas. Y si, por ejemplo –y puesto que hablo del transporte–, una determinada línea de tren no puede ser privatizada porque genera pérdidas y nadie quiere hacerse cargo de ella, plantean de inmediato su cierre definitivo, sin pararse a considerar el perjuicio social que eso vaya a acarrear.
Los sindicatos, incluidos los más moderados y próximos a los poderes públicos españoles, vienen denunciando desde hace tiempo que las empresas de transporte de propiedad pública subcontratan cada vez más funciones que les son propias. También se han quejado de la sistemática reducción del número de empleados que estas empresas dedican a las tareas de seguridad y mantenimiento, al igual que su renuencia a sustituir maquinaria e instalaciones que, sin haber alcanzado límites de decadencia intolerables, sí reclaman la más pronta renovación.
No voy a emitir ningún juicio taxativo sobre el terrible accidente que sufrió ayer el metro de Valencia. No tengo suficientes elementos de juicio para hacerlo. He escuchado con pesar, eso sí, las quejas sindicales existentes en lo referente a esa línea, en general, y a la empresa, en general. Espero que merezcan la debida consideración cuando se investiguen a fondo las causas de la tragedia y se depuren las responsabilidades que deduzcan de lo sucedido, si las hay.
Lo que no puedo por menos que preguntarme es si unos gobernantes como los de la Generalitat Valenciana, devotos del neoliberalismo en boga –persuadidos, por tanto, de la superioridad de lo privado sobre lo público–, son los más aptos para gestionar seria y concienzudamente un servicio público.
Nota de edición: Javier publicó una columna de parecido título en El Mundo: Transporte público.