Los defensores de Basta Ya –que parece que están en trance de convertirse en partido político, de lo cual me congratulo– suelen lamentar lo difícil que les resulta defender sus ideas en tierra vasca, por la presión ambiental que padecen. Se sienten acosados.
Hace poco oí a una de sus promotoras quejarse del poquísimo público que acude a sus mítines, cosa que ella atribuía al miedo. Es difícil determinar las razones por las que sus actos públicos no tienen más éxito, pero estoy dispuesto a admitir que puede haber gente que se abstenga de acudir a ellos por miedo. Por miedo a significarse, incluso.
Lo que no puedo aceptarles es que ésa sea «una tiranía sin parangón posible en la Europa democrática», como suelen decir.
Tiene muchos parangones, aunque no sean abertzales.
A pocos kilómetros de Euskadi, en Santander, existe una realidad perfectamente equiparable, aunque de signo inverso. Manifestarse como radical de izquierda en esa ciudad –y, en desigual medida, en toda Cantabria– puede convertirse en una heroicidad.
He escrito «radical» a propósito. Como tantas veces suelo recordar, radical es palabra que apela a la raíz. Un radical no tiene por qué ser un fanático extremista. Puede ser una persona muy templada, muy educada y muy cortés. Un radical es, sencillamente, alguien al que no asusta ir al fondo de los asuntos e indagar en ellos.
Indagar en el fondo de los asuntos de Santander es peligroso, y se ha demostrado ya en no pocas ocasiones. Lo hemos podido confirmar hace bien poco, asistiendo a la labor de laminación del semanario La Realidad, intento de publicación de izquierda radical (es decir, no vendida) que la mafia local ha conseguido estrangular echándole al cuello todas las sogas imaginables, empezando por las judiciales.
He tenido ocasión de comprobar a qué extremos ha llegado esa persecución. No sé si los de Basta Ya habrán sufrido un maltrato parejo. Quizá ellos también hayan tenido que aguantar que haya gente que se cambia de acera para que no la vean saludándoles o hablando con ellos, pero ellos al menos han podido encontrar consuelo en otras partes. En Madrid nunca les han faltado altavoces. Van a Córdoba y hasta los homenajea la alcaldesa comunista (con perdón). Los de La Realidad se lo han tenido que comer todo a palo seco. Sin periódicos de postín que les pagaran los artículos como Dios manda. Sin empresarios que les organizaran simposios con los que atender todos los plazos de todas las hipotecas. Sin radios que los convirtieran en contertulios afamados.
Hay apestados de lujo y hay apestados de tercera. A uno de los principales promotores de La Realidad, Patxi Ibarrondo, han llegado a embargarle su pensión de invalidez (¡tal cual!) para cubrir las costas de un proceso en el que fue condenado no por mentir, sino porque una juez, que es de tiro fijo, entendió que cierto escrito amparado por él podía menoscabar el honor de un pluriempleado del PP y de Caja Cantabria, cuyas ejecutivas comparte. Comparado lo que La Realidad dijo de ese individuo con lo que algunos medios de Madrid dicen a diario de éste, del otro y del de más allá, es de risa, pero en Santander las cosas funcionan con otras reglas, que en Sicilia no extrañarían a nadie, pero que a mí me siguen pareciendo un auténtico escándalo.
Ya sé que las cosas funcionan así, y más en la novia del mar, que diría el otro, pero no me resigno. ¿Por qué ahí los grandes medios no amparan la fundación de un Basta Ya?
Tengo respuesta para esa pregunta, pero la dejo para otro día.
Nota de edición: Javier publicó una columna que trata el mismo asunto en El Mundo: Prohibido prohibir.