Se atribuye a diversos filósofos –casi siempre a Hegel– la sentencia «Si los hechos me contradicen, peor para los hechos». Fuera su autor el que fuere, no mostró demasiada afición por el saber, que es la teórica y etimológica esencia de la filosofía. Los hechos no tienen culpa de nada. Ni virtud: escapan a las categorías humanas. Lo que debe hacer nuestro pensamiento es respetarlos.
A veces lo que ocurre contraría nuestras ideas previas (nuestros pre-juicios). Cuando sucede tal, vale que demos un repaso a los supuestos hechos, para comprobar si han sido debidamente constatados. Pero, una vez visto que sí, lo que procede no es discutirlos, sino interpretarlos, rindiéndonos a cuantas realidades se nos impongan y reflexionando a partir de ellas.
Es casi un lugar común por estos lares que la inmigración ilegal masiva que están recibiendo los países más ricos de la UE, España entre ellos, tiene firme asiento en dos factores que se potencian mutuamente: la ostentación que de nuestra riqueza –todo lo relativa que se quiera, pero real– hacen los medios de comunicación que nos sirven de escaparate ante el mundo pobre, de un lado, y de otro, la permisividad de nuestras leyes, contaminadas por nuestro tradicional liberalismo político. Se configura así lo que un político en feliz decadencia denominó «el efecto llamada». Por describir el mecanismo más por la brava: que empezamos por darles a entender que eso es Jauja, que luego nuestras leyes no los ponen en su sitio como Dios manda, y que se nos vienen en oleadas.
Un estudio sociológico publicado recientemente en Euskadi y realizado con todos los avales académicos constata que las tres provincias componentes de la Comunidad Autónoma Vasca registran una tasa de inmigración muy inferior a la media española, y ello pese a que la legislación existente al respecto en el territorio autónomo es, en términos generales, la menos restrictiva del Estado español.
Ahí hay algo que no encaja: se supone que, con una legislación laxa y en una zona de nivel de vida alto –todo ello en términos comparativos, se entiende–, debería generarse un efecto llamada de primera.
Pero no. Lo que nos devuelve al inicio de estas líneas: si los hechos contradicen el ideario al uso, habrá que estudiar en qué falla el ideario al uso; no los hechos.
Dicen los que han estudiado más y con menos prejuicios estas cosas que la razón de ese aparente contrasentido está en que, para que se produzca el famoso efecto llamada, no basta con que en la zona en cuestión haya un buen nivel de vida, ni con que la legislación sobre entrada de extranjeros no sea allí demasiado draconiana; que lo esencial es que, además y sobre todo, exista una atractiva demanda de empleo. Que haya corrido –por el Magreb, por el África negra, por el Este de Europa– la noticia de que en ese sitio, el que sea, contratan fácil y sin hacer demasiadas preguntas. Lo cual sucede mucho en España en dos sectores: primero y principal, la agricultura; segundo, aunque en rápido auge, la construcción.
¿Es ahí donde reside la madre del cordero? Tal vez. Porque en la Comunidad Autónoma Vasca no hay apenas propiedades agrícolas explotadas a gran escala. Y porque la Inspección de Trabajo, aunque diste de la perfección, tiene allí condiciones más adecuadas para vigilar cómo funciona el gremio del ladrillo. Ergo...
Lo que nos retrotrae a algo tan viejo y tan conocido como es la ley de la oferta y la demanda. ¿Qué vienen buscando los que vienen? Lo que les han dicho que pueden encontrar. Buscan empleo donde les han dicho que pueden encontrarlo. Si les dijeran que no hay demasiado empleo y que además no tienen nada que hacer sin papeles, no vendrían.
Volviendo el asunto por pasiva: parece confirmarse que, una vez más, la verdadera cuestión no es la pobreza del Tercer Mundo, sino la codicia del Primero.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Oferta y demanda.