Todos los periódicos de hoy que he ojeado por internet se refieren a los Reyes Magos de Oriente como si existieran, y escriben con perfecto aplomo sobre su visita, sobre los regalos que han dejado a los niños, etcétera. Hacen todo lo que pueden para que ningún chavalín o chavalita se entere de la verdad por la prensa.
Recuerdo que, hace años, escribí una columna en la que hablé a favor del mito de los Reyes Magos. Creo que lo hice por oposición a lo de Papá Noel, esa promoción de la Coca-Cola que demuestra lo astutas que pueden ser las multinacionales (las criaturas, lógicamente, prefieren recibir regalos al comienzo de las vacaciones; no al final).
El caso es que mi hija Ane se agarró un rebote de mucho cuidado: me puso de vuelta y media acusándome de incoherente, porque de niña nunca traté de engañarla ni con la historia de los Reyes Magos, ni con la de Papá Noel (y eso que estábamos en Francia) ni, todavía menos, con la de Santa Claus, o sea, San Nicolás. ¡De pronto, treinta años después, me descolgaba añorando el engaño de los Reyes Magos!
Tenía razón, como casi siempre. Pero mi error no estaba en lo que hice de joven, sino en las tonterías bobaliconas que escribí de mayor.
No hay mentiras bonitas. Es infinitamente preferible ilusionar y enamorar con la verdad. A los niños y a los mayores.
Claro que también cuesta más. No en dinero, sino en imaginación, en cariño, en interés, en dedicación.
¿Los Reyes, los padres? Lo que tienen que ser los padres es republicanos.
En cuanto a los medios de comunicación que se ponen de acuerdo para mentir... En fin, sin palabras. La conclusión es demasiado evidente.