Ya sólo me queda por saber si las centrales térmicas, las siderúrgicas, las empresas productoras y distribuidoras de combustibles fósiles y los fabricantes de automóviles se adhirieron ayer también al apagón de cinco minutos «contra el cambio climático».
Supongo que sí. Por qué no. ¡Maquillémonos todos en la farsa final!
La idea inicial de la ONG francesa Alliance pour le Progrès no estaba mal, incluso considerando su aire un tanto ñoño. Pero estaba mal concebida. Supongo que no a propósito.
Fallaba por lo abstracto de la denuncia que le servía de lema central.
«Contra el cambio climático». Contra el cambio climático está todo el mundo; incluso los que promueven las actividades que lo provocan. Si ellos pudieran seguir con sus negocios sin causar la menor alteración climática, estarían encantados.
«Para concienciar a la sociedad sobre el papel del consumo de energía». Pero «la sociedad» –sus integrantes individuales, en este caso, porque no se llama a la movilización de la colectividad: apelan a una suma de respuestas privadas– no actúa como actúa por libre decisión propia. Quienes integran la inmensa mayoría se atienen a las pautas de comportamiento a las que son inducidos.
Por poner un ejemplo concreto y oportuno: si alguien tiene que desplazarse al centro de su ciudad y el centro de su ciudad está lleno de aparcamientos, es muy posible que decida ir en coche. Que los mismos altos responsables municipales que han permitido –cuando no animado– la proliferación de aparcamientos en los centro urbanos decidieran ayer apagar durante cinco minutos el alumbrado de algunos monumentos para hacer ver que están «contra el cambio climático» resultó una broma de mal gusto. Pero una broma factible, porque nadie los había señalado como objetivos directos y explícitos de la protesta.
No es lícito derivar la responsabilidad de este problema a cada ciudadano aislado. La culpa no la tiene «el hombre», como dicen sin parar algunos científicos y casi todos los medios de comunicación. La tienen, muy en especial, algunos hombres, que defienden beneficios nada colectivos.
Pondré otro ejemplo: se construyen sin parar más y más zonas de segunda residencia con el beneplácito de unas autoridades que se jactan de ello y que afirman que la construcción es uno de los principales motores del crecimiento económico de España. Supongo que nadie me negará que con ello se fomenta que cada fin de semana las carreteras rebosen de coches. A la vez, viajar, moverse, ponerse en marcha a hacer kilómetros a la primera oportunidad que se presenta, se ha erigido (¡y cuidado que han invertido propaganda para lograrlo!) en un signo inequívoco de calidad de vida. ¿Resultado? Miles, cientos de miles, millones de pequeñas contribuciones al cambio climático.
Pero ese modelo de vida no se lo ha inventado ninguno de los particulares que viaja en su coche, ni ninguno de los que con sangre, sudor y lágrimas se ha comprado un adosado a 100 kilómetros de su casa en la ciudad, tratando de escapar del ruido y los humos.
Prosigo. ¿Se le puede pedir a alguien que, teniendo modo de evitarlo, pase frío en invierno y calor en verano? Las calefacciones y los acondicionadores de aire contribuirán infinitamente menos al cambio climático cuando funcionen gracias a sistemas de generación de energía renovable y no contaminante. Pero eso no es algo que la gran mayoría de los ciudadanos pueda costearse por su cuenta.
Tan mal o peor lo tenemos con las industrias contaminantes. Ahora la moda es sentenciar: «Quien contamina, paga», como si ésa fuera una medida de rigor extremo. Lo cierto es que, en la mayor parte de los casos, al que contamina le sale rentable pagar la multa y seguir en las mismas. Y eso, cuando le multan. Sólo si se adoptaran medidas punitivas que convirtieran en literalmente ruinosas las actividades industriales contaminantes, se pondría freno real a las emisiones nocivas a la atmósfera. Pero, ay, es la economía la que está en juego. Y miles de puestos de trabajo.
Doy por hecho que la iniciativa del apagón de cinco minutos «contra el cambio climático» era bienintencionada, ya digo, pero ofrecía las mayores facilidades para que las autoridades políticas y los directivos de toda suerte de organismos –unos contaminados, otros contaminantes, todos ellos colaboradores necesarios del cambio climático– decidieran camuflar sus responsabilidades y quedar bien de cara al público por el muy resultón sistema de apuntarse al cortecillo eléctrico. Que es lo que han hecho.
En medio del enfado que tenía ayer, hubo al menos una cosa que me hizo reír. Fueron las declaraciones de un representante de Adena que dijo que la acción de los cinco minutos debía ser considerada como una llamada de atención para que los gobiernos «se pongan las pilas». ¡Se pongan las pilas! ¡La cosa es consumir energía!
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Los cinco minutos.