1978-2006: 28 años de la Constitución Española. A la hora del referéndum convocado para su ratificación, defendí la conveniencia de no votar. Me habría abstenido de todos modos, porque por entonces yo era una especie de sin papeles –tardé años en regularizar del todo mi situación legal tras regresar del exilio: no quería que las autoridades acabaran dándose cuenta de que, entre unas cosas y otras, me había escaqueado de la mili–, pero tampoco habría votado en el caso de haber podido.
Las razones de aquella abstención consciente y muy activa me siguen pareciendo válidas, en conjunto. De un lado, admitía que la nueva ley suprema, viniendo España de donde venía, representaba un avance muy sustancial en cuanto al reconocimiento de derechos y libertades, tanto colectivas como individuales. En función de ello, me parecía inadecuado votar en contra. Pero, a la vez, el texto acordado por el nuevo Parlamento español consagraba un buen puñado de inaceptables limitaciones a la libertad y a la democracia, lo que hacía desaconsejable el voto a favor.
Fueron razones muy similares a las mías las que llevaron a varios partidos vascos con fuerte respaldo social a preconizar la abstención, lo que provocó que en Euskadi ésta alcanzara el 55,35%. En el conjunto español también fue estimable, aunque muy inferior (33%, un 10% más de la registrada en las elecciones de junio de 1977).
Algunos de los aspectos que entonces consideré «inaceptables» no han resistido muy bien el paso de los años. Por ejemplo: ahora me faltaría convencimiento para reclamar que la Constitución no refrendara la apropiación particular de los medios de producción. Tampoco me parece que sea un asunto de mayor importancia: si algún día se reunieran en España las fuerzas sociales necesarias para tratar de superar el sistema capitalista, apuesto cualquier cosa a que el texto constitucional no representaría un problema insalvable. En cambio, sigo pensando que conviene mantener, y bien a la vista, el rechazo a determinados extremos consagrados en esa Constitución, en particular la atribución a las Fuerzas Armadas del papel de garante de la «sagrada unidad de la Patria» (esto es, su conversión en policía interna al servicio de un modelo de Estado retrógrado), la instauración de una Monarquía blindada (impone tal cantidad de condiciones para su eliminación que la vuelve casi imposible, aunque la mayoría lo deseara) y la predeterminación de un sistema electoral que corrige de manera brutal los resultados de la voluntad popular tal como se expresa en las urnas.
Muchos consideran que va siendo hora de hacer algunas reformas a la Constitución. Me parece bien, aunque no vea mayor sentido a algunos de los cambios que bastantes de ellos proponen (por ejemplo, la broma ésa de mal gusto que pretende instaurar la igualdad de derechos en la herencia del trono pero mantener la preeminencia de la sangre real en la designación del Jefe del Estado). La ventaja que veo a esos afanes reformistas es que, una vez planteada una posible reforma de la Constitución, nada impedirá que se pueda hablar de otras. Aunque sea con casi tres décadas de retraso.
Nota de edición: Javier publicó una columna que trata el mismo asunto en El Mundo: La Constitución reformable.