2006/05/05 09:00:00 GMT+2
El presidente
del PNV, Josu Jon Imaz, que se entrevistó ayer con Rodríguez Zapatero durante
dos horas y media, declaró al término de la reunión que su partido apoyará al
jefe del Gobierno español, con el que el dijo tener «una magnífica relación».
El lehendakari Ibarretxe, aunque en
términos algo menos entusiastas, también ha manifestado en nombre del
tripartito que hará todo lo que esté en su mano para facilitarle las cosas. Lo
mismo que Gaspar Llamazares en representación de IU, sin que en este punto
ninguna de las diversas corrientes internas de la coalición se haya rebelado.
CiU y Esquerra en Cataluña, el Bloque en Galicia, Coalición Canaria, la Chunta
Aragonesista –aunque el apoyo de Labordeta al Gobierno central sea ya cualquier
cosa menos sorprendente– y hasta la diputada de Nafarroa Bai, Uxue Barkos, que
no suele ser propicia a la complacencia (cosa que se le agradece), han
declarado que puede contar con su anuencia. Puestos a apoyar las gestiones de
Zapatero de cara al proceso de paz, hasta Mariano Rajoy ha dicho que las respalda,
aunque a nadie se le escape el nulo entusiasmo y la fragilidad de ese apoyo.
No es el caso
de Batasuna, lo cual también es comprensible. Todos sabemos que Batasuna no
apoya ahora mismo a Zapatero, pero le apoyará en cuanto pase de las palabras a
los hechos y haga algo concreto en los campos en los que debe actuar y en los
que, de momento, con la excusa de la «verificación», no está haciendo nada
constatable. (Y digo «constatable» con toda la intención, porque, aunque no me
conste que sean gran cosa, algunas gestiones parece que sí está haciendo de
cara a preparar el futuro.)
Digo todo esto
para resaltar que Rodríguez Zapatero lleva todas las trazas de acabar
convirtiéndose en un personaje de ésos a los que, al final y por mucho que
repelan los adjetivos tópicos, se vuelve obligado calificar de «históricos».
Siempre que no conduzca al naufragio todo lo que lleva avanzado, cosa que, sin
ser imposible, no parece probable, de creer a sus interlocutores.
He hablado con
algunos periodistas que conocieron a Zapatero en sus tiempos de diputado raso. Me cuentan que era un político
gris y dócil dentro de su grupo; que jamás se distinguió por nada en especial.
Uno, puesto a buscarle algún rasgo singular, me ha subrayado que fue de los
poquísimos diputados socialistas que no acudió a Guadalajara a homenajear a
Barrionuevo y Vera cuando ingresaron en prisión. Adujo alguna excusa, con o sin
certificado médico. No parece demasiado.
Siempre me han
fascinado los políticos a los que las circunstancias colocan en una situación
especial, que tienen la oportunidad de hacer algo realmente importante, que se
aventuran a hacerlo, que se ganan el aplauso colectivo y que acaban por creerse
su propio personaje, con independencia de que hubiera poco o nada en su persona
que los predestinara a tan altas misiones. España tiene algunos ejemplos
curiosos, como el de Francisco Largo Caballero, que llegó a ser miembro del
Consejo de Estado durante la dictadura de Primo de Rivera –ejemplo de pasteleo
y colaboracionismo donde los haya– y que acabó de izquierdista radical, hasta
el punto de ser llamado «el Lenin español».
A su modo y en
otra órbita política, a Adolfo Suárez le sucedió algo similar.
Ya, para estas
alturas, me da igual que Zapatero sea un genio que se mantenía oculto a la
espera de su ocasión histórica o un mediocre al que un conjunto de casualidades
ha colocado ante una oportunidad histórica. Lo que importa realmente es que acabe
de hacer lo que se supone que se dispone a hacer. Y cuando termine de hacerlo,
ya le someteremos a todos los test que haga falta.
__________
Tres
notas.– 1ª) El apunte de hoy
se ha retrasado. No pude escribirlo de adelanto ayer y hoy he dormido a pierna
suelta hasta las 8:00. Y lo que es más grave: no me arrepiento nada. 2ª) Debo
pedir disculpas, una vez más, a las muchas personas que me escriben pidiéndome
aclaraciones, opiniones, datos... y a las que no estoy en condiciones de
responder. Lo cual me enoja mucho, pero no tiene remedio, porque no cuento con
nadie que me ayude en esas tareas y estoy obligado a dedicar lo esencial de mi
tiempo a la realización de labores productivas, por el aquel de ganarme el
sustento, cosa que no hago con nada de esto. De verdad: disculpadme. Y 3ª) Este mes la media de visitas a esta
página está subiendo mucho. Gracias a todos (¡y a todas!).
Escrito por: ortiz.2006/05/05 09:00:00 GMT+2
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2006/05/04 06:00:00 GMT+2
Leo en El País de hoy: «El
tercer informe de verificación del alto el fuego permanente de ETA, elaborado
por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, será entregado hoy al
presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero. El documento constatará
que la banda ha "paralizado" su actividad en España y la ha
"ralentizado" en Francia, donde, no obstante, se han detectado
operaciones de transporte.»
Me quedo de una pieza. ¡El
País recibe los informes de la Policía antes
que el presidente del Gobierno! Repaso el texto de la noticia para ver a qué
fuente atribuye el periódico la información. A ninguna. Lo cual quiere decir
que no es que alguien les haya contado lo que contiene el informe, sino que obra
en su poder, directamente y sin más protocolo.
No quisiera dármelas de ingenuo. Sé muy bien que entre los más
altos responsables políticos y los principales medios de comunicación hay un constante
trajín de información que se supone reservada. Siempre lo ha habido. Los
ministros y los consejeros de turno suelen conceder un trato de favor a los
medios que les tratan mejor (a ellos; no necesariamente al resto del gabinete
del que forman parte). Los más astutos también conceden de vez en cuando alguna
exclusiva a la Prensa hostil, más que nada para que no sea demasiado hostil y,
de paso, para implicarla en el tejemaneje.
A lo largo de mi larga carrera como periodista me ha tocado ver
casi de todo. Alguna vez creo haber mencionado en estos Apuntes alguna historia de ésas. Siempre me acordaré de la tarde en
la que un ministro de Aznar nos llamaba histérico para ver si ya había llegado
el motorista que nos había enviado con unos documentos confidenciales, hasta
que le confirmamos que sí, y con qué rotundidad declaró al día siguiente que
era una vergüenza que documentos como ésos llegaran «impunemente» a los medios
de comunicación.
En eso no pintan nada las siglas. El tráfico de información confidencial
ha funcionado en España con todos los gobiernos: con la UCD, con el PSOE y con
el PP en Madrid, y en todas y cada una de las comunidades autónomas, con
quienes fueran quienes las gobernaran. He visto a ministros tan dedicados a cotillear
supuestos secretos que resultaba obligado preguntarse si les quedaría tiempo
para trabajar en los asuntos de su departamento (aunque, en casi todos los
casos, cuanto menos trabajaran, mejor). El paso de Jaime Mayor Oreja por el
Ministerio del Interior, por ejemplo, fue de chiste. Aquel hombre era incapaz
de guardar ni un solo secreto. (Supongo que seguirá igual, pero dudo que ahora
conozca ningún secreto. Político, quiero decir.)
Así que ya digo que, en esto de las «filtraciones» a la Prensa,
estoy de vuelta y media, como quien dice. Pero me faltaba la otra media vuelta,
que es la que he dado hoy al comprobar que puede haber informes destinados al
presidente del Gobierno que llegan antes a los lectores de un periódico que al
propio presidente del Gobierno.
Por decirlo en plan científico: s’han pasao.
Escrito por: ortiz.2006/05/04 06:00:00 GMT+2
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2006/05/03 04:30:00 GMT+2
Cuando la culpa del incremento del precio de los carburantes no la tiene el programa nuclear iraní, le corresponde a la nacionalización de los hidrocarburos decretada por el Gobierno boliviano. No se esfuerce usted en averiguar qué relación de causa y efecto hay entre nada de eso y el encarecimiento del barril de crudo, porque no la hay. Tampoco se tome el trabajo de calcular el aumento del coste de las gasolinas en función de la carestía del barril de petróleo: sobre el total del dinero que usted paga cuando llena el depósito de su coche, la parte correspondiente a la materia prima es mínima.
Estamos ante una campaña monumental de intoxicación informativa destinada a presentar como resultado de un cúmulo de fatalidades lo que en la práctica es, en lo esencial, un movimiento especulativo como las copas de mil pinos. Con el agravante de que los poderes teóricamente públicos no tienen ninguna gana de cortar por lo sano con esa escalada porque, cuanto más sube el precio de los combustibles, mayor es la tajada fiscal que ellos obtienen. Así que los ministros de Economía y Hacienda occidentales ponen cara de gran pena y lamentan lo mal que le va al IPC, pero para su coleto no paran de contar la pasta gansa que se llevan con ello.
De entre las muchas reacciones irritantes que ha producido la nacionalización de los hidrocarburos bolivianos, quizá la más cabreante de todas sea la manifestada por Javier Solana, representante de la Política Exterior de la UE, que ha hablado de la «inseguridad jurídica» creada y de lo mal que lo puede pasar Bolivia si pierde inversiones extranjeras. Ignoro si Solana se tomará el trabajo de leer informes sobre la situación económica y social boliviana. De hacerlo, se enteraría de que hasta ahora la presencia de multinacionales en Bolivia no ha contribuido gran cosa a la erradicación de la miseria. Más bien todo lo contrario. Y ya, si de paso se informara del contenido de las leyes bolivianas y de los tratados internacionales aplicables al caso –en especial el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos y el Pacto de los Derechos Económicos y Culturales, avalados por la ONU–, sabría que lo ilegal era lo que venía ocurriendo hasta ahora, que las multinacionales actuaban como si fueran dueñas de los recursos energéticos de aquel país.
Evo Morales no ha expropiado nada. Ha fijado que esos recursos son propiedad inalienable del pueblo de Bolivia y que las compañías extranjeras que quieran operar allí deberán rubricar acuerdos razonables para las dos partes.
Morales quiere seguridad jurídica. Pero para su propio pueblo, en primer lugar.
Para inseguridad jurídica, la nuestra, que no sabemos si dentro de tres meses habremos de hacer lo de Joto, aquel que vendió la moto para comprar gasolina.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Tras las huellas de Joto.
Escrito por: ortiz.2006/05/03 04:30:00 GMT+2
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2006/05/02 08:00:00 GMT+2
No sé yo qué me
ha dado este año, que me sale escribir de las fechas, los aniversarios y cosas
de ésas, olvidando la actualidad, que está jugosa, por cierto, gracias a los
inmigrantes estadounidenses, a Evo Morales... y a Enrique Múgica Herzog (¿cómo
se le puede pedir opinión sobre las negociaciones con ETA al hermano de un
asesinado por ETA? Sus respuestas son tan predecibles como un discurso de
Acebes. Más, incluso, tratándose de Enrique, al que conozco desde mi infancia y
del que me consta que, en asuntos de familia, es de una visceralidad que para
sí quisiera Bin Laden).
Decía que me da
por las fechas, y hoy es 2 de mayo, razón por la cual los vecinos de Madrid
tenemos fiesta, cosa que he de agradecer al alcalde de Móstoles, a los
fusilados de la montaña del Príncipe Pío y a Napoleón Bonaparte, que tuvo el
detalle de llevarse al asqueroso de Fernando VII dejando a cambio a su hermano
José, al que los madrileños llamaron «el Rey Plazuelas», por el esfuerzo que
hizo por urbanizar la ciudad, lo que indignó a los vecinos de la Villa y Corte,
que ya por entonces hubieran preferido ser gobernados por el PP. (También lo
apodaron «Pepe Botella», cuando todo indica que era abstemio. Un conjunto muy celtibérico.)
Fuera de la cosa
del día de fiesta, que está muy bien (a mí, si dan fiesta, me puede parecer
bien hasta la Inmaculada Concepción, incluso con ese nombrecito), lo del 2 de
Mayo y la llamada Guerra de la Independencia (de independencia de París y de
dependencia de Versalles, es decir, de independencia de los republicanos
franceses y de dependencia de la familia real francesa destronada y exportada,
o sea, de los Borbones) me parece que el personal español de ideas más
progresistas no acaba de tomárselo con el espíritu crítico que merece.
Aquello fue un
desastre.
Es cierto que la
culpa principal hay que atribuírsela a Napoleón, que fue especialista en un
crimen no por históricamente recurrente menos intolerable: disfrazar sus
ambiciones de conquista con los colores de la Revolución.
Por entonces, lo
mejor de la sociedad española suspiraba por Francia y soñaba con Francia. En la
mazmorra asfixiante que era la España de la época, la divisa del París de 1789
(«Libertad, igualdad, fraternidad») sonaba a música celestial. Pero, casi por
definición, la libertad, la igualdad y la fraternidad no pueden imponerse con
la punta de las bayonetas. Carlos Marx, que fue un hispanista de pro –poca
gente sabe que procuraba el sueño de sus hijas leyéndoles capítulos de El
Quijote–, escribió una serie de excelentes artículos sobre los avatares
españoles de la época (*) en uno de los cuales encontré una reflexión muy
pertinente: decía que el gran drama de Napoleón fue que, al tratar de imponer por la fuerza en otros países los
ideales de la Revolución Francesa, suscitó reacciones nacionalistas que, por
pura lógica, se volvieron también contra los ideales revolucionarios. Menos
fino que soy yo, resumiría la idea diciendo que a la gente no se le puede
obligar a hostias a ser libre.
Marx, que era
muy brillante, dijo muchas más cosas de interés sobre todo aquello (inolvidable
su sentencia sobre las Cortes de Cádiz: «En Cádiz estaban las ideas sin acción;
en el resto de España, la acción sin ideas»), pero para mí que su observación
sobre lo esencialmente contradictorio de la invasión napoleónica retrató a la
perfección lo que habría de ser el largo penar de la España del XIX, que cargó
sobre sus espaldas la pesada losa de haber sido heroicamente reaccionaria.
Nada más normal
que el regreso a España del tarado de Fernando VII fuera acogido al grito de
«¡Vivan las caenas!»
Tiene ahora por aquí un descendiente que está en las
mismas.
____________
(*) Los escritos
de Karl Marx sobre España, traducidos al castellano, han sido recogidos desde
comienzos del siglo XX en muy numerosas ediciones bajo el título de Guerra y
Revolución en España. No lo he comprobado, pero doy por hecho que estarán
en Internet. Recomiendo su lectura a la gente más curiosa.
Escrito por: ortiz.2006/05/02 08:00:00 GMT+2
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2006/05/01 09:30:00 GMT+2
1º de Mayo. «Día internacional de la clase obrera». Dos puntos que reclaman reflexión en estos tiempos de ahora: la entidad actual del concepto de «clase obrera», primero, y segundo, su dimensión internacional.
De lo primero se ha hablado y escrito bastante, y a veces con rigor. Es verdad que el sistema capitalista ha experimentado en los países comparativamente más desarrollados bastantes cambios de importancia que han provocado, entre otras consecuencias, que las diversas categorías de trabajadores existentes –y de parados– no se identifiquen entre sí como solidarias.
En tiempos, algunos hacíamos bromas con el arranque de la Constitución de 1931, que definía España como una «República democrática de trabajadores de toda clase», y decíamos que, si realmente era una República «de trabajadores» –que no: había muchos gorrones–, no serían «de toda clase», sino sólo de una: la clase obrera. Éramos conscientes, por supuesto, de que nuestra broma se basaba en un equívoco: nosotros estábamos usando el término «clase» en su sentido social, en tanto los redactores de la Constitución lo habían hecho como sinónimo de «categoría» o «tipo». Pero lo curioso del asunto es que en la actualidad sí podría formularse esa afirmación en todos los sentidos, porque entre las gentes asalariadas de hoy en día existen diferencias sociales de tal calibre que se justifica sobradamente considerarlas como integrantes de clases diferentes.
Tienen diferentes intereses de clase, y se les nota mucho.
Pero si el concepto clásico de proletariado está muy en el alero a escala local, no lo está menos su consideración como clase internacional. Se suele recordar que, en el Manifiesto Comunista, Marx y Engels escribieron que la lucha de la clase obrera es «en principio nacional, por su forma, aunque no por su contenido». Pero casi nunca se añade la explicación que ellos daban a renglón seguido del sentido de su afirmación: «Es lógico que el proletariado de cada país empiece por ajustar las cuentas a su propia burguesía.» En la actualidad, el problema no es que la actividad de las principales organizaciones que son tomadas como representativas de la clase obrera dentro de nuestro Primer Mundo sea «nacional» tanto por su forma como por su contenido, sino que es directamente chauvinista: se solidariza con el capitalismo local y trata de reforzarlo en su contienda con los intereses de los capitalismos (¡y de las clases obreras!) foráneas.
¡«Ajustar las cuentas a su propia burguesía»!
Más allá de los buenos deseos y el espíritu de principios de algunos –¿cómo no recordar al pobre Jaurès (*)?–, el internacionalismo nunca ha tenido demasiado éxito entre los trabajadores, excepción hecha de algunos discursos y de un puñado de manifestaciones resultonas. El ejemplo más brutal lo dieron los integrantes de la Segunda Internacional durante la Gran Guerra de 1914-1918. Tras haber jurado que declararían la «guerra a la guerra» y que se levantarían en armas contra sus propios gobiernos reaccionarios si éstos se declaraban la guerra entre sí, se apuntaron a sus respectivas «causas nacionales» así que se iniciaron las hostilidades.
Votaron los créditos de guerra y se pusieron a sueldo de las grandes burguesías de sus países.
Fueron unos grandes precursores.
_____________
(*) Jean Jaurès (Castres 1859 – París 1914) fue un socialista moderado, pero nada inclinado al nacionalismo. Fue uno de los más firmes defensores de la revisión del caso Dreyfus (1899). En vísperas de la Guerra del 14-18, se erigió en máximo partidario de que Francia y Alemania resolvieran sus diferencias por vía negociada. El 23 de julio de 1914 pronunció en Lyon un discurso en el que, entre otras cosas, dijo: «La política colonial de Francia, la política hipócrita de Rusia y la brutal voluntad de Austria han contribuido a crear la situación terrible en la que nos encontramos. Europa se debate en una gran pesadilla (...) ¡Ciudadanos! A pesar de todo, y os digo esto como un grito de desesperación, no hay más que una posibilidad de mantener la paz y de salvar la civilización, desde el momento en que estamos amenazados de muerte y salvajismo: que el proletariado reúna todas sus fuerzas, y que todos los proletarios, franceses, ingleses, alemanes, italianos, rusos, pidamos a esos millones de hombres que se junten para que el latido unánime de sus corazones aleje la horrible pesadilla.» Estas posiciones de Jaurès la ganaron el odio de los ultranacionalistas franceses, uno de los cuales lo asesinó pocos días después.
Escrito por: ortiz.2006/05/01 09:30:00 GMT+2
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2006/04/30 07:00:00 GMT+2
El cierre de la
central de Zorita y el aniversario del terrible accidente de Chernobyl –¡vaya
par de asuntos tan dispares!– han puesto de actualidad por aquí las discusiones
sobre «lo nuclear». Echaré yo también mi cuarto a espadas, empezando por avisar
de que lo que sigue no pretende ser un análisis técnico –que malamente podría
hacer: soy un perfecto ignorante en la materia–, sino tan sólo un recuento de
algunas reflexiones que me he ido haciendo a lo largo del tiempo en relación a
este complejo asunto.
Lo primero de lo
que debo dejar constancia es de la diferente estima que me han merecido siempre
(bueno, sin exagerar: desde los 16 años) la industria nuclear, como fuente
generadora de energía, de un lado, y el armamento nuclear, del otro.
Mi punto de
vista sobre el armamento nuclear estuvo desde mi primera juventud muy
condicionado por dos influencias: de un lado, la francesa; del otro, la china.
Cuando empecé a interesarme por este asunto, me enteré de que los EUA, por su
cuenta, y la URSS, por la suya, estaban tratando de establecer un oligopolio
del armamento atómico, dificultando por todos los medios que otros estados
pudieran acceder al estatus de intangibilidad que confiere el poderío nuclear.
Fue por aquel entonces cuando los EUA y la URSS patrocinaron la prohibición
internacional de las pruebas nucleares atmosféricas. Me pareció una perfecta
muestra de cinismo: promovieron esa prohibición justo a partir del momento en
el que su desarrollo tecnológico les permitió seguir con sus programas de
armamento nuclear recurriendo exclusivamente a pruebas subterráneas. Tanto la
Francia de Charles de Gaulle como la China de Mao Zedong denunciaron la
complicidad de las dos superpotencias y se negaron a suscribir el Tratado de No
Proliferación de Armas Nucleares. Excuso decir que la existencia de bombas
atómicas me producía verdadero horror pero, puesto que existían, consideré
preferible que no fueran patrimonio exclusivo de las dos superpotencias, que
por entonces rivalizaban en ganarse zonas de influencia en el mundo a costa de
boicotear, cada una a su modo, los movimientos de emancipación nacional y
social.
Esa reflexión
–que en realidad es también, y no sé si sobre todo, un sentimiento– ha
pervivido subrepticiamente por algún
rincón de mis entretelas hasta hoy. Me lo he descubierto, no sin cierta
sorpresa, cuando ha surgido la crisis sobre los proyectos nucleares de Irán.
Haciendo un poco
de introspección psicológica barata, he llegado a la conclusión de que acabé
interiorizando las teóricas ventajas de lo que en los años 60 se llamó «el
equilibrio del terror», es decir, la idea de que la paz, si no hay modo de que
resulte de convicciones más elevadas, puede derivarse de un sistema de miedos
mutuos, en el que nadie se atreve a hacer la guerra en serio por miedo a
que el enemigo lo borre del mapa con media docena de bombazos.
Extrañamente,
mis sentimientos hacia la industria nuclear pacífica no han tenido nunca
tantos matices, cuando lo cierto es que podían haber seguido una vía de
razonamiento similar: a fin de cuentas, cuando un Estado carece de otras
fuentes energéticas poderosas, la puesta en marcha de una red importante de
centrales nucleares puede ser un recurso para asegurar su autoabastecimiento y,
por ende, su independencia. Ésa fue la coartada que manejaron los gaullistas
franceses para desarrollar a tope su programa de centrales nucleares. Y ésa fue
también, por curioso que pueda resultar ahora, la razón que adujo el PNV para apoyar
la construcción de la central nuclear de Lemoiz: estaba con el runrún de
asegurar la «independencia energética» de Euskadi. (Un argumento que ETA
también llegó a manejar durante un cierto tiempo y que abandonó cuando vio el
filón político que podía suponer el movimiento antinuclear.)
Quizá la
diferencia mayor que hay entre las bombas atómicas y las centrales nucleares
estribe en que las primeras son terribles en potencia, en tanto que las
segundas son peligrosas ya, en acto. Dicen los defensores de la industria
nuclear, y supongo que algo habrá de cierto en ello, que en los últimos años se
ha avanzado mucho en la mejora de los mecanismos de seguridad. Pero no niegan
que el problema de los residuos continúa sin tener una solución aceptable. Y que
el margen de error que ofrece la torpeza humana sigue siendo aterrador. En 1983
pude acceder a información de primera mano, con pruebas fotográficas incluidas,
que demostraba que la aún inactiva central nuclear extremeña de Valdecaballeros
2 –me parece recordar que se llamaba así– tenía tal cantidad de fallos de
construcción que, si aquello se ponía en marcha, era fácil que acabara en
catástrofe. Publiqué varios artículos, con el resplado irrefutable de las
fotografías, y aquella central nunca llegó a ponerse en marcha, entre otras
cosas porque el Gobierno de Felipe González decretó una moratoria nuclear. Pero
varios técnicos de la central nuclear fueron a juicio acusados de haberme
pasado la información y de haber incurrido en algunos delitos rarísimos. Los
técnicos que sentaron en el banquillo no eran los que me habían hecho llegar la
información, y así lo declaré en el juicio, pero me pareció aberrante que la
justicia pudiera acusar a alguien de algo que, de haberlo hecho, habría sido un
servicio público digno de encomio. Pero el poder de las eléctricas y el
servicio público caminan por caminos divergentes.
Bueno, ya sé que
nada de todo esto que he escrito conduce a conclusiones demasiado claras. Pero
son reflexiones, ideas y recuerdos que me rondaban por la cabeza y que a lo mejor
os pueden ser de alguna utilidad.
Escrito por: ortiz.2006/04/30 07:00:00 GMT+2
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2006/04/29 06:00:00 GMT+2
Miguel Sanz exige a Rodríguez Zapatero que declare que no aceptará que se forme ningún tipo de organismo de coordinación vasco-navarro, ni en un futuro cercano ni nunca. Dice el presidente de la Comunidad Foral de Navarra que eso le tranquilizaría.
A mí no me tranquilizaría nada, porque lo que Sanz reclama de Zapatero es un perfecto dislate.
Dejemos de lado que el jefe del Ejecutivo español podría asegurar eso ahora y hacer en el futuro lo que más conviniera a sus intereses, del mismo modo que afirmó que aceptaría el nuevo Estatut catalán tal como saliera del Parlamento de Cataluña y luego hizo lo que todo el mundo sabe.
Eso es secundario. Lo principal es que Zapatero no podría en ningún caso prometer lo que le reclama Sanz, porque es algo sobre lo que él no tiene atribuciones. Los gobiernos de Vitoria y Pamplona no necesitan autorización del Gobierno central para establecer convenios de cooperación entre las dos comunidades, si el ámbito concernido se ciñe a materias que son de su competencia. La Ley Orgánica de Reintegración y Amejoramiento del Régimen Foral de Navarra (su Estatuto de autonomía) prevé incluso, en su artículo 70.3, la posibilidad de que Navarra establezca acuerdos especiales de cooperación con el País Vasco. La mencionada Ley fija que, de decidirse tal cosa, el Gobierno de Navarra habrá de comunicárselo a las Cortes para su aprobación. Pero son las Cortes, no el jefe del Ejecutivo central, las encargadas de ratificar o de rechazar, en su caso, el acuerdo en cuestión. Dicho de otro modo: lo que Sanz está pidiendo a Zapatero es que prometa que impedirá la aplicación de una norma fijada en el propio Estatuto de Navarra, y que lo hará, además, atribuyéndose unas funciones que son prerrogativa de las Cortes.
Este hombre practica como nadie el atolondramiento argumental. Lo mismo dice que «el futuro de Navarra debe ser decidido por los navarros» que, acto seguido, busca fórmulas para que los navarros sólo puedan hacer lo que a él le peta. Y hasta reclama ayudas foráneas para impedir que la ciudadanía navarra pueda salirse de la vía trazada por él. (Cierto es que esto de ahora no representa ninguna novedad: su partido ya logró que la propia Ley de Amejoramiento entrara en vigor sin previo referéndum.)
En realidad, la idea de crear un cauce de coordinación y cooperación entre la Comunidad Autónoma Vasca y la Comunidad Foral de Navarra es de una sensatez apabullante. Es bien sabido que la CAV y Navarra comparten bastantes comarcas que, aunque administrativamente estén divididas, en otros muchos planos se encuentran perfectamente unificadas. Ya en la Navarra interior, sin punto de limítrofe, hay muy amplias zonas cuya identidad vasca –por lengua, por cultura, por gastronomía, por ritos, por tradiciones, por todo– sería tonto negar. ¿Qué tiene de malo considerar esa realidad, de la que no hay por qué deducir ninguna consecuencia política automática, y alcanzar formas de cooperación que hagan más fácil, más natural y más agradable la vida a la gente?
Sanz es un obseso. En su afán por extirpar «lo vasco» de Navarra, no duda en violar las normas del propio ordenamiento estatutario. Por ejemplo, lo establecido en el artículo 9.2 de la Ley Orgánica mencionada, que dice: «El vascuence tendrá también carácter de lengua oficial en las zonas vascoparlantes de Navarra. Una ley foral determinará dichas zonas, regulará el uso oficial del vascuence y, en el marco de la legislación general del Estado, ordenará la enseñanza de esta lengua.» Un sanzista de pro llegó a decir, ofreciendo una muestra de perfecta identificación entre el culo y las témporas: «Mientras haya terrorismo, no daremos ni un duro para el euskera». En sintonía con esa idea –o lo que sea–, el Gobierno de Navarra se ha dedicado a retirar las indicaciones bilingües de las carreteras navarras, gastándose un pastón en sufragar su fanatismo, ilegal para más inri.
Reconozcámosle que en estas habilidades se parece mucho a su socio Mariano Rajoy, que lleva ya algunos meses defendiendo la singular tesis de que «el pueblo vasco no existe» y de que «Euskal Herria no existe», a la vez que reivindica con entusiasmo el Estatuto de Gernika, cuyo artículo 1 dice: «El Pueblo Vasco o Euskal Herria, como expresión de su nacionalidad...».
Claro que ese mismo Estatuto que tanto entusiasma a Rajoy afirma en su artículo 2: «Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, así como Navarra, tienen derecho a formar parte de la Comunidad Autónoma del País Vasco».
En fin, que para qué seguir.
Nota de edición: Javier publicó una columna de parecido título en El Mundo: Sanz, rey de Navarra.
Escrito por: ortiz.2006/04/29 06:00:00 GMT+2
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2006/04/28 05:00:00 GMT+2
Algunos lectores
me escriben de tanto en vez para pedirme que no sea tan monotemático;
que hable menos de Euskal Herria y más de los problemas de otros pueblos.
Podría responder
–y en parte respondo– diciendo que la cuestión vasca no es, en el fondo,
sino una de las diversas formas que adopta la cuestión española, y no la
menor. Que lo que hoy en día se está debatiendo y perfilando, proceso
vasco mediante –una vez terminado en semi-fracaso el debate sobre el nuevo
Estatut de Catalunya, que se lo han «cepillado» en Madrid, según la finísima
expresión de Alfonso Guerra–, es, en el fondo, el modelo de organización
territorial que va a tener el Estado español. Se trata de dilucidar si éste
acabará de tirar por un camino asimilable al federalismo o si vamos a seguir en
la aburrida, antinatural y caótica
mezcla de centralismo y descentralización que llamaron «Estado de las
autonomías». Eso afecta a todo el mundo, sea sevillano, vigués, cartagenero, canarión,
ibicenco o del quinto pino, que es donde está asentada mi casa mediterránea.
Podría responder
eso, porque tiene mucho de verdad, pero debo responder otra cosa, que es aún
más verdadera: no hablo casi nunca de lo que está sucediendo en otros lugares
porque me faltan los conocimientos que se necesitan para expresar opiniones
fundadas sobre ello. Persona relativamente informada, por curiosidad y por
necesidad profesional, sé algo de casi todas las comunidades autónomas
españolas, pero, por lo común, muchísimo menos de lo que saben los lectores de
estos Apuntes que viven en cada una de ellas. Los hay que me preguntan:
«¿Qué opinas de esto o de lo otro que ha ocurrido por aquí?». A lo que respondo
casi siempre: «No opino nada, porque no conozco lo suficiente del asunto».
Hay veces que me
pasa eso mismo en relación a asuntos concretos de la política vasca. No sé lo
suficiente sobre ellos y, si me aventuro a opinar, corro el riesgo de meter la
pata. Hace unos meses expresé un punto de vista sobre la llamada Y griega
vasca –la comunicación por tren de alta velocidad entre Bilbao, Vitoria y
San Sebastián– y me gané un chorreo de mil pares, por ignorante y por
superficial. Calladito habría estado, si no más guapo, en todo caso menos feo.
De entre las
críticas que recibo por mi insistencia en hablar de la cuestión vasca,
la que menos me convence es la de aquellos que me dicen que les aburro con ese
rollo, porque ellos no tienen el menor interés en las diferencias nacionales,
las fronteras, etc. En mis tiempos de entusiasta leninista aprendí tanto a
apreciar el internacionalismo como a no fiarme ni un pelo del cosmopolitismo.
No he conocido ni a un solo «ciudadano del mundo» que lo fuera realmente y
cuyas proclamas despectivas sobre «los pequeños nacionalismos» no actuaran en
la práctica como defensa implícita de lo existente, caracterizado por el
predominio de los grandes nacionalismos. Un verdadero internacionalista se
rebela obligatoriamente contra las opresiones nacionales. Durante algunos años
me tocó convivir con un acendrado cosmopolita que, así que le rascabas un poco
la superficie, mostraba ser una curiosa mezcla de terco españolista y agresivo
sionista. Son cosas que ocurren.
Por lo común, el
desdén ante las reivindicaciones nacionales minoritarias es muestra de
indiferencia, cuando no de conformidad, con las patentes injusticias y discriminaciones que denuncian los
nacionalistas sin Estado.
Dicho lo cual,
confío en que la feliz evolución de los acontecimientos vaya permitiéndome poco
a poco diversificar mis centros de interés, animándome a escribir, no
necesariamente sobre otros sitios, pero por lo menos sí sobre otras cosas.
Escrito por: ortiz.2006/04/28 05:00:00 GMT+2
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2006/04/27 06:50:00 GMT+2
He pasado un par
de días en Euskadi –no por Euskadi,
como hago con demasiada frecuencia, sino en Euskadi– y eso me ha dado la
oportunidad de charlar con algunas personas que me han proporcionado
información de primera mano sobre las entretelas de la situación que se ha
creado tras el anuncio del «alto el fuego permanente» de ETA. Una parte de esa
información privilegiada me ha servido para elaborar la columna que hoy
me publica El Mundo y que cabe leer en la sección aneja correspondiente
(ver "Dificultades de digestión"). (*)
Un primer dato
al que he dado importancia, puesto que he comprobado que en él coinciden
personas de planteamientos ideológicos y políticos diferentes, es que el «alto
el fuego» de ETA debe considerarse no ya «permanente», sino definitivo,
irreversible. He preguntado a mis interlocutores si no consideran siquiera la
posibilidad de que, pasado el tiempo y en el caso de que ETA comprobara que el
Gobierno no satisface ni siquiera mínimamente sus expectativas con respecto a
sus presos, a sus militantes y a sus exiliados, pudiera retomar las armas. «No;
eso está descartado. No los miembros de ETA de esta generación. Su decisión de
retirarse es firme. Serían otros, y no a corto o medio plazo», me han
respondido, con éstas u otras palabras similares. He insistido –porque he de
precisar que yo no lo veo tan claro– poniendo algunas objeciones (v. gr.: ¿no
disminuye la capacidad de presión de ETA sobre el Gobierno si desaparece la
amenaza de una ruptura del «alto el fuego»? V. gr: ¿cómo pueden descartar que
el PSOE pierda las próximas elecciones y el PP vuelva a gobernar?), pero ellos,
los unos y los otros, responden una y otra vez lo mismo: «Es irreversible».
Un segundo
aspecto que me parece del mayor interés es que todos –y cuando digo «todos»
estoy incluyendo a Batasuna y, si he de creer lo que me cuentan, también a la
propia ETA– dan por hecho que la evolución de los acontecimientos va a ser
lenta. Francamente lenta. Están resignados a la idea de que algunos aspectos
fundamentales del «proceso» sólo podrán ponerse en marcha una vez que Zapatero
vea revalidada su presencia en La Moncloa. Y, en el caso de Navarra, cuando UPN
pierda las elecciones. En parte, por las razones que expongo en mi columna de
hoy en El Mundo; en parte, por otras razones, de tipo operativo. Siendo
consciente de ello, la izquierda abertzale –por diversas razones, incluidas las
de tipo interno– precisa también de determinados gestos de buena voluntad del
Gobierno central, que permitan constatar de manera pública que efectivamente se
está «en el buen camino». De todos modos, también me han insistido en que no
haga demasiado caso de las proclamas enfáticas del Gobierno central. Según
ellos, hay que tomárselas al modo del difunto Francisco Fernández Ordóñez,
cínico de pro, que afirmaba: «En política, cuando alguien dice “nunca” hay que
entender que está diciendo “por ahora”».
Tercer aspecto
(y último del que voy a dejar constancia hoy): todos los protagonistas
principales del drama son conscientes de que, para llevar las cosas adelante,
debe haber entendimiento entre ellos en lo esencial, aunque se sacudan de lo
lindo en el día a día de la politiquería concreta. «Ellos», a estos efectos,
son: a) la izquierda abertzale; b) los socialistas (tanto los vascos como los
de Ferraz y, sobre todo, el de La Moncloa), y c) el tripartito que gobierna en
Vitoria (y no sólo el PNV). A partir de ahí, entienden que es lógico que
Zapatero trate de proporcionar al PP de Rajoy la posibilidad de recolocarse,
aunque sus esperanzas, particularmente en lo que se refiere al PP vasco, no
sean muchas.
__________________
(*)
Naturalmente, no he identificado a mis fuentes en la columna que he escrito
para El Mundo –ni siquiera he
citado su existencia–, y tampoco las identificaré en este Apunte: cuando
acepto tener conversaciones off the record, me atengo a las normas de
rigor.
Escrito por: ortiz.2006/04/27 06:50:00 GMT+2
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2006/04/26 05:00:00 GMT+2
Muchos
comentaristas de medios de comunicación españoles se han indignado ante el
hecho de que Batasuna haya mostrado a la vez su repulsa por los actos de
Barañain y Getxo y su crítica a determinadas acciones represivas del Estado
dirigidas contra la izquierda abertzale. Los ha habido incluso que, al referirse
a esa equiparación, han optado por entrecomillar la palabra «violencia» cuando
aparecía asociada a tales o cuales acciones del Estado.
Leí ayer las
crónicas sobre las declaraciones de los portavoces de Batasuna y no vi
que se refirieran en ningún momento a la necesidad de que cese la violencia del
Estado, en general, sino tan sólo algunas de sus expresiones concretas. Lo que
dijeron es que la presión policial y judicial sobre la izquierda abertzale no
ha disminuido en lo más mínimo en las últimas semanas y que eso no ayuda a la
distensión política, sino todo lo contrario.
Son
afirmaciones muy diferentes. Con independencia de que el Gobierno central no
pueda en algunos casos rebajar la presión sobre la izquierda abertzale por unas
u otras razones, no parece estrafalario que los dirigentes de Batasuna reclamen
la activación de un cierto do ut des y
pidan que se produzcan algunos gestos de buena voluntad del Gobierno de Madrid (entre
otras cosas, para reforzar su posición ante aquellos sectores de la izquierda
abertzale que consideran que, de momento, están cediendo mucho a cambio de
nada.)
Batasuna no ha reclamado que cese la
violencia del Estado, en general, y hace bien. El Estado no puede dejar de ser
violento. No es posible un Estado que no practique la coacción, respaldada por
la violencia, en potencia o en acto. El Estado es, de manera muy principal, una
organización que se sirve de su capacidad coercitiva para imponer la
prevalencia de sus leyes y su orden económico y social. Reconocer ese hecho no
es ninguna marxistada: lo sabe hasta
el más principiante estudioso de teoría del Estado.
A lo que aspira el Estado no es a
que no exista violencia, sino a tener él el monopolio de la violencia.
Sin embargo, se ha ido instaurando
en nuestras sociedades occidentales la falsa conciencia de que sólo hay una
forma de verdadera violencia, que es la que se ejerce desde fuera de los
estados. No creo que ninguno de los que proclaman que están «en contra de toda
violencia, venga de donde venga», pretendan reclamar la inmediata disolución de
todas las policías y todos los ejércitos, la abolición de todas las cárceles,
la supresión de todos los tribunales y todos los códigos, etc. Lo que sucede es
que no identifican la acción del Estado con la violencia.
Pero las realidades hay que
asumirlas en toda su crudeza. Cuando se exige a ETA que abandone las armas y a
los jóvenes abertzales que prescindan de la kale
borroka, no se está preconizando que desaparezca la violencia, sino que
quede en las exclusivas manos del Estado.
Sé que en este momento ha de ser
así, porque lo contrario no conduce a nada que aporte beneficios reales al
pueblo. Pero me parece importante que no perdamos de vista que es así.
Escrito por: ortiz.2006/04/26 05:00:00 GMT+2
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