2006/10/12 10:40:00 GMT+2
Las consignas –no todas, pero
casi– me producen un sentimiento de prevención casi instintivo. Me incomodan tanto su rotundidad y sus
pretensiones de inapelación, características tan vecinas del dogmatismo, como
su inevitable simplismo. «El deber de todo revolucionario es hacer la
revolución», decía el Che Guevara, y muchos lo repetían, embelesados. Pero, si
el hecho de luchar en pro de una revolución es lo que define al revolucionario
–otra cosa sería si habláramos no de revolucionarios, sino de aspirantes a
revolucionarios–, entonces la frase se convierte en una pura tautología, si es
que no un absurdo. Equivale a decir: «El deber de todo cinéfilo es ver
cine». Pero la frasecita tiene otro inconveniente,
todavía más problemático. Me refiero a su referencia a «la revolución»,
como si sólo hubiera una, de la que las eventuales revoluciones concretas no
fueran luego sino su concreción más o menos fiel o aproximada. En
alguna ocasión me he detenido a examinar en detalle el carácter
idealista-platónico de esa celebrada consigna de Guevara. Aquí me limito a
apuntar la amplia trastienda que tiene.
Lo dicho sobre ella puede ser
aplicado con los debidos cambios a otras muchas consignas. Por seguir en Cuba:
la de «¡Patria o muerte!». ETA la adoptó, traduciéndola al euskara. Cada vez
que oía que la gritaban, me daban ganas de responder: «¿Patria o muerte? ¿Hay
que elegir? Bueno, pues patria».
La consigna que me tiene más
mosqueado en los últimos tiempos es la muy altermundista «Otro mundo es
posible». Se me ocurren un montón de objeciones. La primera me parece
elemental: ¿qué se pretende decir realmente? ¿Que otro mundo es concebible, imaginable? Imposible negarlo: la imaginación da para muchísimo y no tiene por qué desenvolverse dentro de los límites de la realidad.
Pero si lo que se pretende es afirmar que realmente otro mundo es factible, resulta
obligado preguntar a quien lo afirma cómo lo sabe, esto es, con qué indicios
materiales y concretos cuenta para sostener tan ambiciosa tesis.
No es ésa la única duda que me
suscita la consigna en cuestión. Me deja pensativo también el uso del adjetivo
«otro». ¿Cómo cuánto tiene que cambiar este mundo –en cuánta de su superficie y
con qué profundidad– para que quepa diagnosticar que ya se trata de otro mundo,
cualitativamente diferente al actual?
Y en fin, pero no menos
importante: ¿por qué los amigos de la consigna de marras dan por supuesto que
ese hipotético otro mundo sería obligatoriamente mejor que éste? La
experiencia del llamado «progreso» conduce muy razonablemente a dudar de que
los cambios que se van produciendo con el discurrir de la Historia sean siempre
positivos. Hay en esa consigna un trasfondo del progresismo ingenuo típico de
los pensadores más avanzados de la segunda mitad del siglo XIX y de la primera
del XX, que la experiencia ha dejado más que maltrecho. El supuesto «progreso»
se ha revelado muchas veces tan positivo como negativo y, en no pocas
ocasiones, más negativo que positivo. Como dijo muy certeramente el Juan de
Mairena machadiano: «No hay nada que sea absolutamente inempeorable».
De hecho, cada vez que leo u
oigo eso de «Otro mundo es posible» me pregunto si no será una amenaza.
Escrito por: ortiz.2006/10/12 10:40:00 GMT+2
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2006/10/11 08:10:00 GMT+2
Una trampa urdida por unos periodistas ingeniosos y con no demasiados escrúpulos ha permitido establecer que un tercio de los diputados italianos –diputado más, diputada menos– consume productos estupefacientes, verosímilmente de manera habitual. Los periodistas fingieron que entrevistaban a un grupo considerable de diputados, uno por uno, en un espacio televisivo y, durante las entrevistas, con la excusa de retocar el maquillaje, les hicieron pruebas cutáneas que permitieron poner en evidencia esa práctica de una parte de ellos, aficionados al cannabis los unos, a la cocaína los otros.
El resultado de estos análisis, conseguidos con tan discutible astucia, ha escandalizado a la opinión pública italiana, que sabe que el Parlamento de su país está a punto de aprobar una ley que coloca al consumidor de cualquier droga, incluido el cannabis y excluidos el alcohol y el tabaco, ante el riesgo de ser castigado con muy severas penas de cárcel.
A mí, el amplio recurso de los parlamentarios italianos a determinadas drogas no me ha sorprendido en absoluto. Me llama la atención, si acaso, la baja proporción de los que han sido cogidos en falta. La explicación puede estar en que, como han precisado los responsables de la celada seudotelevisiva, el sistema de análisis que han utilizado permite rastrear sólo el consumo de drogas que se ha efectuado en las últimas horas. De ser anterior, no lo detecta.
He oído muchas veces que son bastantes los políticos que se meten de todo tanto para estar en guardia durante muchas horas como para relajarse intensamente cuando tienen la oportunidad. No puedo certificarlo porque no lo he visto con mis propios ojos, salvo en algún caso concreto no necesariamente representativo. Pero no me cuesta nada imaginarlo. Porque es verdad que hay algunos que no dan palo al agua, pero los hay que no paran y que despliegan una actividad tan continuada y frenética que sólo cabe calificar de sobrehumana, esto es, de impropia de las capacidades humanas naturales.
Desde el punto de vista de la estricta racionalidad, resulta absurdo que haya determinadas profesiones –la de ciclista, por ejemplo– cuyo ejercicio está sometido a un implacable control anti-dopaje, pese a que no tenga mayores consecuencias sociales que sus practicantes se hayan tomado o inyectado lo que sea, en tanto otras actividades humanas, de las que dependen la vida y la hacienda de muchas personas –la de los responsables políticos, pongo por caso–, quedan al margen de cualquier vigilancia y supervisión médicas. Tal diferencia sólo se explica por el escaso interés que tienen los legisladores en que se les controle.
Estoy seguro de que un control anti-dopaje llevado a cabo por sorpresa a última hora de la tarde a la salida del Congreso de los Diputados en un día en el que se haya celebrado un debate importante daría unos resultados muy clarificadores. Y no digamos nada si los controles se realizaran durante las campañas electorales. Quedaría muy bien ilustrado el viejo refrán castellano: «Consejos vendo y para mí no tengo».
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Controles para todos.
Escrito por: ortiz.2006/10/11 08:10:00 GMT+2
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2006/10/10 08:00:00 GMT+2
Publicaba ayer El País una entrevista con José Ángel
Iribar, el célebre futbolista de Zarautz que fue reputado guardameta del
Athletic de Bilbao y ejerce ahora en horas libres de seleccionador de la
formación nacional vasca de fútbol. La entrevista me pareció interesante. Me
sirvió para enterarme, entre otras cosas, de cómo un abertzale se las arregló
en su día, en pleno franquismo furibundo, para lograr que coexistieran sus
convicciones políticas y su encuadramiento en un equipo que representaba a
España y que se revestía de los signos externos del españolismo, incluso los
más ultramontanos.
Francamente menos interesante me
resultó, en cambio, lo que respondió cuando le preguntaron por los sentimientos
que le produce el hecho de que el Athletic de Bilbao esté presidido en estos
momentos por una mujer, Ana Urkijo. Dijo Iribar: «Euskadi es un matriarcado.
Así que es en cierta parte lógico tener una presidenta. En mi país mandan
ellas, ya lo sabe».
No valdría la pena salir al paso de semejante
argumento si no fuera ésa una idea muy extendida. Son muchos, en efecto, los
que dicen, como si fuera algo bien establecido, que Euskadi es un matriarcado.
El matriarcado es un tipo
teórico de organización social en el que las mujeres predominan en los órdenes
más variados, incluyendo el político y el económico, y en el que la herencia
–punto clave–sigue la línea femenina. El negativo de la sociedad patriarcal, en
suma. Según los estudiosos del asunto, no ha existido nunca ninguna sociedad
que haya tenido una estructura realmente matriarcal.
En todo caso, está fuera de toda duda que Euskal Herria
jamás ha funcionado así. En tierra vasca, la riqueza y el linaje familiar se
han transmitido siempre de los padres (hombres) a los hijos varones. La nuestra
ha sido siempre una sociedad patriarcal.
Lo que sí es cierto es que en
Euskal Herria ha sido cosa frecuente, desde antaño, que las mujeres tuvieran un
papel en la gobernación de la familia mucho más importante que el que se les
reservaba en las sociedades vecinas. Particularmente en la administración –que
no en la titularidad– de las disponibilidades económicas. Por lo que tengo
leído y en parte visto, la institucionalización de esa práctica tuvo bastante
que ver con el hecho de que eran ellas las que se encargaban de vender la
producción agrícola del caserío, de efectuar las compras de abastecimiento y de
relacionarse con la autoridad, cosa que hacían en castellano, idioma que casi
ninguno de sus respectivos maridos e hijos conocía. (Todavía a mí me ha tocado
conocer a chavales a los que les tocaba ir a la mili sin saber una jota de
castellano.)
Pero lo fundamental, es decir,
el ejercicio último y decisivo del poder y su transmisión a la generación
siguiente, era cosa de hombres. Diga lo que diga Iribar y se apunten al tópico
cuantos quieran, en Euskal Herria ni han mandado nunca ni mandan ahora las
mujeres.
La existencia del mito del
matriarcado vasco demuestra hasta qué punto se tiende a considerar las pautas
patriarcales como naturales y lógicas. La estructura patriarcal está
tan acendrada que, así que la regla encuentra algunas excepciones, aunque sean
secundarias, en seguida aparece alguien que considera que el sistema entero ha
sido subvertido, puesto patas arriba o vuelto del revés. En cuanto las mujeres
mandan algo más, los hay que
dictaminan que ya se han hecho las dueñas.
Puede parecer paradójico, pero
no lo es: que se hable de la existencia de matriarcado es otra prueba más del
enorme predominio del sistema patriarcal.
Escrito por: ortiz.2006/10/10 08:00:00 GMT+2
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2006/10/09 08:10:00 GMT+2
Se cachondean. «¿Y qué clase de
Liga jugarían los equipos vascos? Si ya los de Primera División
están tan mal que su juego aburre a las vacas, ¿quién narices iría a los
estadios a ver partidos entre equipos aún peores? ¿Y contra quién jugaría el
Barça? ¿Contra el Sant Boi?»
Empecemos por decir que, que yo
sepa, tener selecciones deportivas nacionales propias no obliga a jugar
campeonatos de Liga separados. Me parece recordar que, por ejemplo, en la Liga
de Baloncesto Profesional de EEUU participan equipos canadienses. Otra
situación peculiar: las Islas Feroe, pertenecientes a la corona danesa, cuentan
con selección nacional de fútbol propia. No son independientes, pero juegan por
su cuenta en los campeonatos internacionales. Pese a lo cual, las islas no se
han hundido en el océano víctimas de ningún ridículo sísmico.
Es curioso cuán a pecho se toman
algunos las cosas del deporte, y sobre todo del fútbol. El Gobierno navarro de
Sanz, siempre en pie de guerra contra la Euskadi «anexionista», se guarda mucho
de poner en la picota a los futbolistas navarros que juegan en la selección de
Euskadi. UPN se inventó una selección navarra, pero los jugadores navarros
tienen libertad de jugar con la selección que requiera sus servicios. Todo un
ejemplo de autodeterminación personal consentida.
Lo único que a mí me llama la
atención de toda esta escandalera sobre las selecciones nacionales vasca,
catalana y/o española es lo mucho que les cuesta a algunos entender que no es posible obligar a nadie a tener relaciones voluntarias. Si hay
jugadores vascos y catalanes, de fútbol, de hockey, de pelota mano o de lo que
sea, que no quieren jugar a escala internacional en representación de España,
sino vistiendo los colores de su comunidad autónoma –porque ambas cosas a la
vez no puede ser–, es su decisión. En tal caso, sólo les quedará conseguir que
los organismos deportivos internacionales lo acepten. A juzgar por algunas de
las cosas que admiten (ahora se están planteando la posibilidad de incluir a
Gibraltar como entidad nacional diferenciada), no sería imposible.
Pero no. Hay en España mucha gente
que es capaz de no tragar a los nacionalistas vascos y catalanes –e incluso a
los vascos y catalanes en general, por extensión– y, a la vez, de ponerse en
guerra para impedir que los unos y los otros, a los que no aguanta, se le
quiten de delante de las narices. Son neuróticos «de libro», que diría un
cronista deportivo.
Me planteo, yo que no deseo
ningún mal a España, sino todo lo contrario, si no será buena idea acudir a las
contiendas internacionales futboleras con tres selecciones nacionales, en lugar
de una. Con una ya está visto que no se consigue nada. Nada positivo, quiero decir. Quizá,
atacando en orden disperso...
Escrito por: ortiz.2006/10/09 08:10:00 GMT+2
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2006/10/08 09:00:00 GMT+2
Hipocresías aparte, todo el mundo sabe que Iñaki de Juana Chaos –ahora en huelga de hambre, aunque alimentado por la fuerza– sigue en la cárcel porque jueces y políticos se pusieron de acuerdo para «construirle una nueva imputación», según expresión del ministro de Justicia, Juan Fernando López Aguilar. El ministro dejó claro que la cuestión de fondo era impedir a toda costa que pudiera ser puesto en libertad alguien «que no [había] demostrado ninguna actitud de resocialización» y que seguía representando «una amenaza». Para ello, y a instancias del Ministerio Fiscal, instruido al efecto por el Gobierno, la Audiencia Nacional se sirvió de dos artículos de prensa escritos por De Juana y publicados por el diario Gara, en los que tomó pie para «construir» una doble imputación de pertenencia a banda armada y de amenazas terroristas, pese a que el juez de la propia Audiencia Nacional Santiago Pedraz había estudiado previamente ambos escritos sin encontrar nada delictivo en ellos.
Dejo de lado el debate jurídico sobre la «construcción» de ese nuevo sumario, que pretende la condena de De Juana a otros 96 años de cárcel por la autoría de dos artículos de prensa. Tampoco voy a discutir en esta ocasión el problemático principio enunciado por López Aguilar, según el cual es inaceptable excarcelar a un condenado por terrorismo que no haya demostrado «una actitud de resocialización», es decir, de arrepentimiento, aunque haya cumplido su condena. Me abstendré igualmente de indagar en las razones por las que estos criterios resultan aplicables a De Juana, pero no a quienes secuestran, torturan, asesinan y entierran en cal viva a sus víctimas. Son, todos ellos, asuntos que ya han sido mencionados en uno u otro momento dentro de la polémica suscitada por este caso.
De lo que no he visto que se haya hablado es de otro aspecto que me parece, sin embargo, muy digno de reflexión. Me refiero a la exigencia de proporcionalidad entre la pena de cárcel cumplida por el reo y la gravedad de sus crímenes, a la que con tanta frecuencia suele aludirse. Se recordará que fueron muchos, en efecto, los que mostraron el año pasado su indignación ante la posibilidad de que De Juana quedara en libertad tras haber pasado menos de 19 años en la cárcel. Les parecía escandaloso que alguien condenado por el asesinato de 25 personas pudiera salir libre en tan corto plazo. Sin embargo, es lo que le correspondía según lo dispuesto por el Código Penal de 1973. De haberle aplicado el nuevo Código Penal –que es lo que finalmente van a hacer tras «construirle una nueva imputación»–, De Juana cumpliría 40 años de cárcel. ¿Compensaría ese tiempo de prisión el horror de 25 asesinatos? ¿Guardaría proporción? Por lo demás, ¿qué hacer, si al cabo de ese tiempo siguiera sin mostrar «una actitud de resocialización» (por otro lado imposible, tras cuatro décadas de reclusión)?
La exigencia de proporcionalidad entre el castigo y el crimen, que tantos consideran «de sentido común», sólo tiene una desembocadura lógica: la instauración del encarcelamiento a perpetuidad. Ni 20, ni 30, ni 40 años: hasta la muerte del recluso. «Que se pudran en la cárcel», como ya propuso Felipe González. Por debajo de eso no hay ni sombra de equivalencia, puesto que una sola vida –la de un criminal, para más inri– jamás podrá compensar la muerte de 25 inocentes.
Ahora bien: ¿qué sentido tiene mantener a alguien en la cárcel hasta que se muera? Dado el efecto de aniquilación psicológica del reo que eso produciría y los costes de todo tipo que impondría a la sociedad, procedería plantearse, como medida más práctica e incluso menos cruel, la aplicación de la pena de muerte.
En el fondo, no se está hablando de otra cosa.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Pena de muerte.
Escrito por: ortiz.2006/10/08 09:00:00 GMT+2
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2006/10/07 08:45:00 GMT+2
Mantengo una de mis frecuentes
conversaciones telefónicas con mi buen amigo Gervasio Guzmán. Gervasio me suele
someter a interrogatorios tremendos. Es
como si quisiera examinar hasta qué punto soy riguroso en mi seguimiento de la
actualidad política.
–¿Has visto que el PP va a
presentar cien propuestas sobre emigración? ¡Cien propuestas! –se ríe–. ¡Su
seguidismo con respecto a El Mundo no
tiene límites! Porque eso de enumerar las propuestas es muy de El Mundo, ¿no?
–Algo sé de eso, sí. El Mundo se estrenó en esa práctica allá
por 1994. Su primer proyecto «cifrado» se llamó 100 propuestas para la regeneración de España y fui yo el encargado
de coordinarlo y darle redacción definitiva. De todos modos, no fue un invento
de El Mundo. Una iniciativa previa
muy similar lanzada por un semanario francés ya desaparecido, L’Événement du Jeudi, nos dio la idea.
Ya sabes que, en periodismo, todo lo que no es plagio es copia. Aunque
me da que las propuestas que se numeran ahora tienen más bien poco que ver con
aquellas...
Aprovecho que Gervasio se queda
momentáneamente en silencio para hacerle una pregunta con trampa.
–Por cierto, ¿has oído la última
del nuevo régimen de Tailandia? ¡Es increíble!
Gervasio no sabe a qué me
refiero.
–Pues te cuento. Está a punto de
celebrarse allí un juicio ante un tribunal especial en el que el fiscal pide
más de 90 años de cárcel para un tipo al que le acusan de terrorista por dos
artículos de prensa. ¿Qué te parece?
–¡Monstruoso! ¿Castigan
opiniones con cadena perpetua? Pero, bueno, ¡qué se puede esperar de un
Gobierno militar golpista como el que se ha impuesto en Tailandia!
–Ay, no, Gervasio, perdona, que
me he equivocado. No es en Tailandia. Es en España. El acusado es Iñaki de
Juana Chaos y va a ser juzgado por dos artículos que escribió en Gara. El fiscal pide que se le condene a
96 años de cárcel por dos delitos, uno de pertenencia a banda armada y otro de
amenazas terroristas, que deduce del contenido de esos dos artículos. Si
quieres te los paso para que los leas. En ninguno de los dos De Juana se
identifica como miembro de ETA y en ninguno de los dos amenaza a nadie con
nada. Habla de su determinación de luchar contra «el enemigo», pero ni apela a
la lucha armada, en concreto, ni señala a nadie por su nombre. Tan es así que,
en un primer momento, el juez Santiago Pedraz, de la Audiencia Nacional, dijo
que él no veía que de la lectura de los dos artículos se desprendieran indicios
de pertenencia a banda armada y de amenazas terroristas. Pero el caso es que De
Juana había cumplido la condena que le mantenía en la cárcel e iba a quedar en
libertad, cosa que provocó tal escandalera que el ministro de Justicia se creyó
en la obligación de intervenir directamente para impedirlo. «Construiremos
nuevas imputaciones», dijo. Y las construyeron.
Se las inventaron, para ser exactos.
–Vale, vale, Javier... ¡Pero tú
sabes de qué clase de individuo se trata! De Juana Chaos fue condenado por
haber matado a 25 personas. ¡El angelito!
Es uno de los etarras más sanguinarios de la ya de por sí sanguinaria
historia de la organización terrorista. ¿No te parece que resultaba hiriente
que un tipo así pudiera salir a la calle tras haber cumplido sólo 18 años y
medio de cárcel?
–No. A mí no me resulta hiriente
que se cumpla la ley. De Juana fue condenado al máximo de pena que autorizaba
el Código Penal cuando fue juzgado –o sea, a 30 años– y se le aplicaron las
normas legales sobre redención de pena que estaban en vigor en aquel momento. El
fiscal miró con lupa el modo en el que se le habían aplicado y tuvo que acabar
reconociendo que no le habían dado nada a lo que no tuviera derecho. Como
supongo te imaginas, los crímenes de De Juana distan de dejarme indiferente. Su
bienestar personal me interesa menos que nada. Lo que sí me interesa, y mucho,
es que la ley sea igual para todos. Un Estado que se dice «de Derecho» no puede
burlarse de su propia ley y fabricarse imputaciones a la medida para saltársela
cuando tiene efectos que le parecen indeseados. No puede tratar con guante de
seda al condenado por asesinar y enterrar en cal viva a dos personas y reservar
su ferocidad sólo para los criminales ideológicamente opuestos. El dicho latino Dura lex, sed lex («La ley es dura,
pero es la ley») no vale sólo para el delincuente. Se aplica también al que lo
castiga.
Gervasio se muestra práctico:
–No creo que vayas a sacar
ningún provecho diciendo esas cosas.
–Ya. En eso estamos
completamente de acuerdo.
Escrito por: ortiz.2006/10/07 08:45:00 GMT+2
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2006/10/06 08:00:00 GMT+2
Acabo de terminar la corrección
de las pruebas de imprenta de mi libro sobre el matrimonio. Para quien no sepa
de qué va la cosa, se la cuento. Hace 20 años, más o menos, me puse a escribir
un artículo sobre el matrimonio y las relaciones de pareja (que no tienen por
qué ser exactamente de pareja, en realidad). Según fui escribiéndolo, comprobé
que con el espacio de un artículo no tenía ni para empezar, de modo que decidí
convertirlo en una serie de artículos. Pero, a medida que fui avanzando en la
tarea, me resultó evidente que aquello superaba ya ampliamente lo previsto y
que se había convertido, de hecho, en un libro. Un libro no muy extenso –de
unas 150 páginas–, pero un libro, a fin de cuentas. Acabé de redactarlo y lo
metí en un cajón, prometiéndome que, cuando tuviera tiempo, vería qué salida
podría dar a aquello. Pasaron un par de años y ya casi me había olvidado del
librito cuando un buen día, hablando con un amigo que se dedicaba a asuntos
editoriales, salió a relucir. Mi amigo se ofreció a leerlo. Se lo pasé.
Transcurrió más tiempo todavía. Meses después, mi amigo me telefoneó para
decirme que por fin había tenido tiempo de leérselo, que le había parecido
agudo y divertido y que, si yo quería, podía gestionar su publicación. Estuve de acuerdo,
cómo no, y él hizo las gestiones correspondientes. Con éxito. A partir de ahí,
pasó otro buen pedazo de tiempo hasta que la editorial (Ediciones B) le dio
salida. El libro salió publicado, no a mi entera satisfacción –la experiencia
me ha permitido comprobar que ningún autor está jamás por completo satisfecho
de cómo tratan sus libros las editoriales–, pero salió, y no se vendió mal,
aunque, según es costumbre, fue retirado al cabo de pocos meses de las
librerías y descatalogado visto y no visto.
Ahora, ya vueltos a mi propiedad
los derechos de la obra por el paso del tiempo, Ramón Akal, a quien el libro
cayó en gracia, me habló de la posibilidad de reeditarlo. Hube de revisarlo
para actualizar sus referencias coyunturales y hacerle algunos pequeños
retoques más, aprovechando para añadirle un prólogo explicativo y para
recuperar el título original: la editorial no lo consideró comercial y lo
cambió por Matrimonio, maldito matrimonio. Ahora se llamará, como cuando
lo escribí, Cómo superar el matrimonio en 15 días y vivir con la obsesión
eternamente.
Cuando repasé el texto del libro para actualizarlo,
sentí una poderosa sensación de distanciamiento con respecto a lo que escribí
hace dos décadas. La atribuí al hecho de que, de entonces a aquí, he acumulado
más experiencia de la vida, lo que me ha vuelto aún más escéptico e inseguro,
en estas materias más que en otras. En el prólogo digo algo así como que por
entonces tenía muy pocas ideas claras sobre estos asuntos de amores y desamores
y que ahora, tras examinarlos con más bagaje reflexivo, ya prácticamente no
tengo ninguna. Comprobé de hecho que un buen puñado de afirmaciones tajantes de
las que dejé constancia por entonces, incluso descontándoles la dosis de
petulancia impostada que recorre el libro para darle tono de broma, no sería
capaz de sustentarlas ahora, ni con tanto ni con mucho menos aplomo.
La idea que me ha asaltado
ahora, mientras he repasado las pruebas de imprenta a la caza de alguna errata
recalcitrante, ha sido distinta. Me he dado cuenta de que el asunto no es que
sepa más de estas cuestiones que hace 20 años, sino que, bien mirado el
conjunto de la situación, ahora soy otra persona. Continúo llamándome
Javier Ortiz, es cierto, y tengo una visión de la sociedad y del mundo muy
similar a la que asumía por entonces, pero mi modo de encarar las relaciones
sentimentales y mis centros de interés con respecto a ellas han
experimentado una transformación decisiva.
Una transformación que tiene aspectos positivos y aspectos negativos,
según para qué, pero indiscutible, en cualquier caso.
La clave de esa transformación
está, por supuesto, en el paso del tiempo. En que ese libro fue escrito por un
hombre que tenía treintaitantos años y en que quien lo lee ahora tiene
cincuentaimuchos. El asunto no es tanto que mis razonamientos se hayan vuelto
más multifacéticos –que también puede ser– como que la maquinaria interna que
se encarga de producir mis ideas y mis estados de ánimo ha visto alterarse poco
a poco la materia prima con la que trabaja. A fin de cuentas, no tenemos un
alma distinta del cuerpo. Los cambios físicos –y químicos– remodelan nuestras
necesidades, ergo también nuestros centros de interés. En este caso es
evidente: el autor de ese libro sentía verdadera pasión por los asuntos de ligues,
amores varios, etc. El lector que soy hoy no menosprecia esas cuestiones, ni
mucho menos, pero las tiene mucho más relativizadas y controladas. Y no le
obsesionan, desde luego. Por decirlo aún más claro: hoy en día no perdería un
mes escribiendo un libro no ya como ése, sino sobre esas cuestiones. Pero
no porque crea que no tienen interés. Al contrario, estoy seguro de que habrá
decenas de miles de personas (no ya de menos de 50 años, sino incluso de más,
pero distintas de este Ortiz que soy ahora) que seguirán dándoles vueltas y más
vueltas. Que seguirán, como yo mismo escribí en el título, «viviendo con la
obsesión eternamente».
A lo mejor a ellas este librito,
aparte de hacerles sonreír de vez en cuando, les suscita alguna reflexión de
interés. Confío en ello.
Escrito por: ortiz.2006/10/06 08:00:00 GMT+2
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2006/10/05 09:00:00 GMT+2
El término más utilizado en las
crónicas políticas de las últimas semanas es «bloqueo». Se mire hacia el asunto
que se mire, dentro de los que resultan de importancia capital para el
desarrollo de la gobernación, se constata la existencia de algún «bloqueo». El
proceso vasco –aceptemos llamarlo así, para entendernos, aunque yo preferiría
que por lo menos se utilizara el plural, porque no se trata de un solo proceso,
sino de dos, como poco– está bloqueado. Las iniciativas legislativas y políticas
destinadas a afrontar el problema de la inmigración ilegal están bloqueadas. La
reforma constitucional, necesaria para encajar sin total bochorno el nacimiento
de un hijo varón de los príncipes de Asturias, está bloqueada. La disputa sobre
el eterno asunto de lo-que-verdaderamente-sucedió-el-11-M no está bloqueada,
pero gira sin parar sobre sí misma, lo que viene a ser igual. Los desplantes
descaradamente antigubernamentales de los órganos de la Justicia –sobre todo
los de los abiertamente políticos: el Consejo General del Poder y el Tribunal
Supremo– son constantes. A veces las situaciones institucionales se instalan
directamente en lo grotesco, como se encarga de demostrar el Defensor del
Pueblo, Enrique Múgica, cada dos por tres. En realidad, ni uno solo de los
asuntos que los políticos del establishment califican como «de Estado»
avanza normalmente por la dirección prevista.
Hay algunos bloqueos de los que
no tiene toda la culpa el PP –el del «proceso vasco» puede tomarse por buena
muestra–, pero sí cabe responsabilizar a ese partido de la casi totalidad de los demás.
El PP tiene decidido que no va a colaborar en nada y para nada con el Gobierno.
Le da igual de qué se trate y lo políticamente inocuo que sea el asunto: lo
suyo es decir no, y del no no se apea jamás, pase lo que pase. Es una actitud
que pone de los nervios al Gobierno, que parte del sobreentendido de que los
«asuntos de Estado» precisan de un cierto consenso entre los dos principales
partidos del Parlamento español.
Pero, por mucho que al Gobierno le deprima o enfurezca, las cosas
están así, y no tienen ninguna pinta de ir a cambiar en los próximos meses (en
el año y pico que queda de legislatura). Ante lo cual Zapatero tiene dos
posibles salidas.
Una pasa por echar el cierre a
la legislatura, disolver el Parlamento y convocar elecciones. Supone, en buena
medida, tirar una moneda al aire, y a ver qué pasa. Por cómo veo yo la
situación, tiendo a pensar que el PSOE saldría victorioso del envite. Podría
pormenorizar mis razones, pero cabría resumirlas muy esquemáticamente en dos.
Primera: el actual PP, hipercrispado y sediento de venganza, da miedo,
literalmente hablando, a amplios sectores de las clases medias españolas,
que son las que acaban inclinando la balanza electoral, y podría volver a movilizar
en alguna medida a la izquierda abstencionista, que tan decisiva fue en
las elecciones de marzo de 2004. La segunda: la gestión económica –y la marcha
de la economía, por sí sola–, lo mismo que las reformas sociales apadrinadas
por el Gobierno de Zapatero –aunque tampoco sean gran cosa–, han calado en
buena parte del electorado español, que también se siente relativamente
tranquilizado por las expectativas de paz en Euskadi. Es fácil que un
electorado tan poco amigo de grandes vuelcos –tan cobarde, si se quiere– como
el español optara, en caso de celebrarse elecciones inmediatas, por quedarse
como está, desechando cualquier aventura.
La otra posibilidad que tiene
Zapatero por delante es dejarse de remilgos y tirar para adelante en todos los
frentes, excepto en aquellos que requieren del aval de una mayoría
parlamentaria cualificada. Prescindir del PP. No contar con él para nada.
Asumir su posición de negativa universal y darla por hecha, no consultándole
nada ni invitándole a nada. Y si se enfada, y si se enfadan con él también
muchísimo los integrantes de su coro mediático, como si no. Eso tendría un
coste para el Gobierno, sin duda, pero es muy posible que lo tuviera en medida
harto superior para el PP, que perdería bastantes enteros en su imagen de
«alternativa creíble».
Cualquiera de estas dos
posibilidades me parece que daría más réditos al Gobierno que la actual, que
ofrece un aspecto deplorable de impasse y de falta de ideas e
iniciativas.
Pero, claro, si Zapatero no
obrara como obra Zapatero no sería Zapatero. Incluso es posible que, de ser
así, ni siquiera estuviera en el Gobierno.
Escrito por: ortiz.2006/10/05 09:00:00 GMT+2
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2006/10/04 06:00:00 GMT+2
Hay general acuerdo en que el
peculiar vídeo de promoción de la Campaña del Milenio contra el hambre en el
mundo, auspiciada por las Naciones Unidas (la campaña, no el hambre) y
realizada por la agencia de publicidad Tiempo BBDO, podrá ser todo lo
discutible que se quiera por los métodos de los que se ha servido, pero merece
un 10 por la eficacia que ha logrado.
Yo creo que depende.
Si lo que se pretendía era
llamar la atención sobre el gravísimo problema que supone el hambre en el mundo,
me parece obvio que el vídeo en cuestión ha resultado más bien un fracaso. Se
ha hablado muchísimo sobre el propio vídeo y sobre las circunstancias en las
que se realizó, pero apenas sobre el hambre en la Tierra, y menos todavía sobre
las condiciones internacionales que provocan que haya tanta gente que muere o
sufre enfermedades por culpa del hambre en un mundo en el que hay suficientes
alimentos para todos.
Estaríamos, en esas condiciones,
ante el caso típico, tan estudiado por los publicitarios, del anuncio que
resulta tan brillante, tan ingenioso y tan espectacular que todo el mundo
repara en el propio anuncio, pero no en el producto que anuncia. Lo que lo
convierte en un fiasco. En un fiasco brillante, etc., etc... pero fiasco al fin
y a la postre.
Ahora bien: podría ser que lo
que la agencia Tiempo BBDO pretendiera en realidad es hacer publicidad de ella
misma y de sus habilidades, y que para ello se haya servido de la iniciativa
ingenua de un grupo de intenciones altruistas, rentabilizándolo para sus
propios fines.
En tal caso, sí habría que
concederle un sobresaliente en eficacia.
Yo no sé cuál de las dos
intenciones era la suya. Lo que sí sé es que ha obrado como si fuera la
segunda.
Escrito por: ortiz.2006/10/04 06:00:00 GMT+2
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2006/10/03 05:00:00 GMT+2
Mis conocimientos de los arcanos de la economía se acercan peligrosamente a la nada. Por no entender de economía, ni siquiera entiendo la mía personal. Menos todavía desde la implantación del euro, cuyo verdadero valor de cambio sigo sin interiorizar (*).
Mi incapacidad para entender los asuntos económicos bien puede deberse, en parte, a lo mucho que me cuesta manejarme con abstracciones, pero para mí que también es deudora de los denodados esfuerzos que hacen no pocos economistas para disfrazar de complejísimos muchos asuntos que, cuando te los explica un buen experto sin ganas de darse ínfulas, resulta que son pasmosamente simples.
Llevo varios días repasando las secciones de Economía de un buen puñado de publicaciones serias a la búsqueda de análisis también serios sobre las últimas grandes operaciones de adquisición de acciones que se han producido en el sector energético español y que han tenido como protagonistas a importantes empresas constructoras. He leído varias veces la misma explicación, aunque con diferentes presentaciones: todas llaman la atención sobre el hecho de que las grandes constructoras españolas disponen en estos momentos de una enorme capacidad financiera que no quieren mantener volcada en su sector, al que atribuyen un futuro problemático, lo cual les ha llevado a buscar posiciones en el mercado eléctrico, que tiene perspectivas de crecimiento menos acelerado, pero mucho más seguro y constante.
Hay quien cree ver en las maniobras accionariales que han puesto en marcha los constructores también la larga mano del Gobierno de Zapatero, que estaría estimulando la entrada de los reyes del ladrillo en las grandes empresas energéticas españolas por razones de estrategia política global. Más en concreto, para tratar de evitar que el control de las fuentes de abastecimiento energético de España lo monopolicen empresas extranjeras.
Lo que me llama más la atención de todo cuanto he leído en relación a este asunto es la escasísima –la casi nula– atención que demuestran los gurús de la cosa por un extremo que, sin embargo, a mí me parece del máximo interés. Me refiero al hecho de que esas grandes empresas constructoras españolas hayan conseguido, a veces en un lapso de tiempo muy breve, hacerse con el astronómico potencial financiero que están mostrando ahora. Es la evidencia misma de los disparatados márgenes de beneficio, de auténtico vértigo, de los que han estado disfrutando en las últimas décadas, sin que ninguna autoridad, central o local, haya hecho nada para ponerles coto. O todo lo contrario: ayudándoles a obrar a su antojo a cambio de compensaciones más o menos confesables.
Todos sabemos cómo funciona el gremio de la construcción. De un lado, la desvergonzada especulación del suelo, que encarece ya de entrada las viviendas hasta el agotamiento de las posibilidades de las economías familiares. Del otro, la edificación propiamente dicha, en la que reinan el empleo precario, las subcontratas en todo y para todo, el ahorro en la calidad de los materiales hasta el límite de lo permitido –o más allá–, la superexplotación de la mano de obra inmigrante, la tasa más alta de siniestralidad laboral en Europa... Todo lo cual desemboca, de manera inevitable, en la colocación en el mercado de pisos mediocres a precios astronómicos.
Es un escándalo. Me recuerda una coplilla andaluza que se cantaba en los años sesenta: «Es la virtud del trabajo / la desdicha del obrero, / que quien trabaja no tiene / tiempo de ganar dinero».
Claro que lo más probable es que a mí se me ocurran estas cosas porque no soy sino un pobre ignorante que no tiene ni idea de economía. De ninguna: ni siquiera de la suya propia.
___________
(*) No hay modo de que me entre en la cabeza que 15 euros –pongamos por caso– equivalen a la muy estimable cantidad de 2.500 pesetas, por más que los billetes que los representan sean pequeños y cochambrosos. Pese a mis esfuerzos por modernizarme, no puedo evitar que, si veo en una tienda un disco de segunda mano que cuesta 15 euros –digo, a modo de ejemplo–, me parezca barato, cosa que no me sucedería si su precio fuera de 2.500 pesetas. Ya, ya sé que eso de «las antiguas pesetas» es una entelequia tramposa, porque nos remite al tiempo en el que las pesetas tenían curso legal, y de entonces a aquí la inflación ha hecho de las suyas. Pero, incluso contando con eso, lo mío es un desastre.
Nota de edición: Javier publicó una columna que trata el mismo asunto en El Mundo: Cemento de oro.
Escrito por: ortiz.2006/10/03 05:00:00 GMT+2
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