Ignorante como soy de los arcanos de la economía, llevo varios días repasando las secciones correspondientes de un buen puñado de publicaciones serias a la búsqueda de análisis también serios sobre las últimas grandes operaciones de adquisición de acciones que se han producido en el sector energético español y que han tenido como protagonistas a importantes empresas constructoras. Me he topado varias veces con la misma explicación, expresada de diferentes modos: todas llaman la atención sobre el hecho de que las grandes constructoras españolas disponen en estos momentos de una enorme capacidad financiera que no quieren circunscribir a su sector, al que atribuyen un futuro problemático, lo cual les ha llevado a buscar posiciones en el mercado eléctrico, que tiene perspectivas de crecimiento menos acelerado, pero mucho más apacible y constante.
Lo que me llama más la atención de todo cuanto he leído en relación con este asunto es la escasísima -la casi nula- atención que demuestran los gurús de la cosa por un extremo que, sin embargo, a mí me parece del máximo interés. Me refiero al hecho de que esas grandes empresas constructoras españolas hayan conseguido, a veces en un lapso de tiempo muy breve, hacerse con el astronómico potencial financiero del que ahora están dando prueba. Es la evidencia misma de los gigantescos márgenes de beneficio de los que han estado disfrutando en las últimas décadas, sin que ninguna autoridad, central o local, haya hecho nada para ponerles coto. Más bien todo lo contrario.
Para nadie es un secreto la procedencia de esos ríos de capital. Todos sabemos cómo funciona el gremio de las obras públicas y la construcción: la desvergonzada especulación del suelo, unida a la disposición de las administraciones públicas a contratar obras gigantescas a precios elevadísimos, rentabilizados todavía más gracias a las condiciones laborales del sector (empleo precario, subcontratas en todo y para todo, superexplotación de la mano de obra inmigrante, siniestralidad laboral récord en Europa...).
Con el negocio de la construcción de pisos, en el que también están presentes, ocurre tres cuartos de lo mismo. Por culpa de ello, la adquisición de una vivienda se ha convertido en el peor de los infiernos para las magras economías del ciudadano español medio.
De modo que la gente trabajadora paga, sea por vía directa o a través del fisco, y ellos se forran. Dicho así, suena a demagógico, pero los hechos son los que son. Me recuerdan una coplilla andaluza que se cantaba en los años 60: «Es la virtud del trabajo / la desdicha del obrero, / que quien trabaja no tiene / tiempo de ganar dinero».
Entre tanto, ellos pasan por inteligentísimos y muy probos empresarios que han logrado, gracias a su astucia, que su dinero se multiplique solo.
Javier Ortiz. El Mundo (5 de octubre de 2006). Hay también un apunte que trata el mismo asunto: Ladrillos de oro. Subido a "Desde Jamaica" el 16 de junio de 2018.
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