La tentación era demasiado fuerte y Vladímir Vladimírovich no se privó de caer en ella –o sobre ella, tal vez conviniera decir– con la rudeza propia de un entusiasta de todas las violencias, incluida la machista. «No tenéis autoridad moral para impartirme lecciones de nada», vino a decir Putin con gesto desafiante a los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea reunidos con él en Lahti, en la Finlandia ex rusa. (*)
La técnica defensiva basada en el ataque es tan vieja como la historia de las peleas humanas. Tan vieja como impresentable. La UE echa en cara a Putin (con mucha delicadeza, como para que no se diga) la deplorable situación de los derechos humanos en Rusia, la brutalidad de los métodos en los que el Kremlin asienta su dominio –no sólo en Chechenia, pero también, y muy llamativamente, en Chechenia– y el carácter corrupto del capitalismo que sus antecesores y él han creado ex nihilo con el reparto compinchado del botín de la propiedad estatal soviética. Y Putin responde argumentando que ningún Estado está libre de pecado.
No seré yo quien lo excluya. Pero las causas procesales hay que llevarlas una a una. Si Putin considera que quienes hoy le acusan tienen también culpas pendientes, presente las correspondientes hojas de cargo y proponga que se examinen mañana mismo. Pero no hoy. No a la vez.
La lógica a la que Putin apela, no por implícita menos obvia, podría formularse así: como todos somos culpables, no hay ningún culpable. O bien: puesto que el número de crímenes cometidos por todos los estados del mundo es inabarcable, más nos vale olvidarnos de ese capítulo y convenir que no hay ningún crimen.
Excuso decir que la argumentación altanera y chabacana de Putin no convenció realmente a nadie. Pero todos los jefes de Estado y Gobierno europeos, que previamente habían preferido no dar por oídas las alabanzas del presidente ruso a las habilidades violadoras de su homólogo israelí, inclinaron la cabeza consternados y se apresuraron a pedirle que no se enfadara.
Porque Putin no tendrá razón, pero, a cambio, tiene mucha energía disponible. Petróleo, gas... Es el cardenal Cisneros del siglo XXI. Abre las ventanas del auditorio Sibelius, donde se celebró el encuentro –honrado sea el compositor del Vals triste–, y señalando orgullosamente hacia el Sur, masculla a los líderes europeos con un gesto de inconfundible altanería: «¡Éstos son mis poderes!».
Y ellos murmuran: «¡Hágase su voluntad!».
Y a los derechos humanos, y a las periodistas que investigan los crímenes de guerra, y a quienes claman contra el imperio de unas relaciones económicas de tinte inequívocamente mafioso, que les den. Son daños colaterales.
La UE ya ha dicho que esas cosas no le convencen mucho, o por lo menos no del todo, y ya ha cumplido.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Daños colaterales de Putin.
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(*) Un par de curiosidades históricas. Por la hermosa ciudad de Lahti, a orillas del lago Vesijärvi, atraviesa la línea férrea por la que circuló el tren que condujo en abril de 1917 a otro Vladímir, éste de apellido Uliánov y de sobrenombre Lenin, desde Helsinki hasta la estación de Finlandia, en Petrogrado (antes San Petersburgo, más tarde Leningrado, ahora otra vez San Petersburgo) ciudad a la que llegaría el dirigente máximo de los bolcheviques para dirigir los sucesivos levantamientos populares que acabarían dando origen a la Rusia soviética. Lahti sirvió también bastantes años después, en los inicios de la II Guerra Mundial (1939-1940), de punto de asentamiento de los miles de refugiados finlandeses que huían de la invasión militar que la URSS de Stalin lanzó para tratar de protegerse del III Reich, que tenía muy buenas relaciones con el Gobierno de Finlandia (recuérdese que la propia Leningrado estaba a sólo 32 kilómetros de la frontera finesa).
Según lo previsto, entrevisté anoche a Julio Anguita (quién no sepa a cuento de qué y para qué puede ojear ahora lo que escribí de antemano ayer aquí mismo).
Como queríamos poder charlar sin demasiado ruido circundante, le propuse que nos encontráramos en mi casa. Le pareció bien. Fue una idea acertada, porque, efectivamente, eso nos permitió tener primero una conversación relajada (de dos horas y cuarto, según el contador de mi grabadora digital) y luego compartir una muy agradable cena, en la que nos acompañaron Charo, mi compañera de fatigas (y experta organizadora de toda suerte de eventos), mi hija Ane y dos buenos amigos de Cantabria, Ana y Moncho.
Mientras nosotros estábamos con lo de la entrevista, ellos condimentaron una cena que quedó estupenda y sirvió de excusa para que prosiguiera la charla, ya en plan más informal y ruidoso, hasta entrada la noche. Luego dimos un paseo nocturno y un punto más confidencial por la calle Alcalá, a modo de despedida. Puesto a poner pegas a la noche –como es bien sabido, poner pegas a todo constituye una de mis mejores especialidades–, eché en falta a Agustina Martín, la compañera de Julio, que, en tanto que rama internáutica de la pareja, me ha ayudado no poco en las tareas de coordinación del encuentro. Espero que remediemos pronto ese fallo. (En algunas tierras suele decirse que hay más días que longanizas. No lo sé, porque ignoro cuántas longanizas puede haber en este mondo porco, pero espero que algo acabaremos organizando, en Córdoba, en Madrid o en donde sea.)
De lo que fue la entrevista formal no contaré demasiado aquí y ahora. Ya transcribiré a efectos de publicación una selección de los pasajes de mayor interés.De todos modos, tampoco esperéis demasiado, porque soy un pésimo entrevistador: cuando el entrevistado me divierte, trabuco los géneros y tiendo a olvidar que una cosa es una entrevista periodística y otra una charla informal. Ayer llevaba un guión bastante elaborado, entre las preguntas que se me habían ocurrido a mí y las que me habíais hecho llegar los lectores de este blog (¡una cincuentena!). Bueno, pues me las arreglé para que nos enrolláramos de tal manera que, después de más de dos horas de conversa, que dirían en Alacant, no habíamos llegado ni al 50% del guión. Se lo comenté a Julio: «Si perpetro íntegro el guión que traía dispuesto, nos dan aquí las uvas». Pero, para su fortuna, los comensales de la cena empezaban a impacientarse y cortamos por lo sano.
Han pasado las horas.
Hoy me he levantado tarde y he estado rumiando mis impresiones de la víspera (soy de digestión lenta). Después de darle no pocas vueltas, he convenido conmigo mismo en que lo que más me impresionó del Anguita que vi ayer es lo vivo que está. Atención: no, no os equivoquéis. No estoy hablando para nada de padecimientos cardíacos ni de aires saludables. Estoy hablando de una persona que es capaz de repasar sin ninguna autocomplacencia y sin la menor conmiseración sus muchos esfuerzos fracasados, sus infinitos cabezazos contra la pared, que no se corta un pelo a la hora de ponerlos –y, en parte, ponerse– de vuelta y media, pero que, en lugar de chapotear en esa charca limitándose a señalar con el dedo acusador a los traidores y a los oportunistas para justificar con ello su hartazgo, sonríe con ingenuidad de neófito y concluye: «Bueno, pues qué se le va a hacer. ¡Habrá que intentarlo de otro modo!». Y entonces la emprende implacable contra los tópicos de la izquierda libresca, y contra los aristocraticismos de la intelectualidad que está de vuelta de todo sin haber ido a ninguna parte, y pone el acento en la capacidad creativa y en «la espontaneidad cooperativa» de la gente sencilla (apunté esa expresión: «espontaneidad cooperativa»; me dejó sorprendido), pero que no duda en decir que el pueblo español, empezando por su propio pueblo, el andaluz, ha solidificado con los años un alma insoportablemente esclava...
Tengo miedo de no estar acertando a contaros lo que vi: un espíritu inquieto, iconoclasta, rebelde y –por raro que parezca– genuinamente subversivo. Pero también, en alguna medida, un punto travieso, medio gamberro... No sé: ¿juvenil? El de alguien que ha decidido atreverse a pensar, sin evaluar las consecuencias que puede tener la libertad de pensamiento, de palabra y de obra.
Para mí, que me voy haciendo cada vez más amargado, más desengañado y más cascarrabias, sentir ayer la energía, la disposición al combate, la audacia nada solemne de Julio Anguita (se lo recordé: «¿Te acuerdas de la consigna de Danton? “¡Audacia, más audacia, siempre audacia!”») me sentó como una bocanada de aire fresco.
Hasta me acordé de Lenin: «¡Contemporizar es la muerte!».
Alguna gente que me conoce de antaño, de cuando tenía 18, 25 o 28 años, suele mostrar a veces su asombro –suelen llamarlo asombro por educación; sería más justo que lo calificaran de desagrado– porque, según ellos, sigo expresando las mismas ideas que entonces. «¡Te quedaste en el 68!», me dicen.
Es rigurosamente falso. Tengo la suficiente memoria como para recordar mis ideas de entonces. Además, como me he pasado la vida escribiendo y no poco de lo que puse por aquellos años negro sobre blanco sigue estando a mi alcance, no tengo apenas margen para ser benevolente conmigo mismo y engañarme. Les ocurre a los que me ven igual que hace 30 o 40 años algo que Manuel Vázquez Montalbán solía decir a su propósito poco antes de morir. «A mí, los intelectuales rojísimos de los años sesenta me acusaban de ser un social-demócrata blandengue. Sucede que la intelectualidad española ha dado de entonces a aquí un giro a la derecha tan impresionante que yo, sin haberme movido prácticamente de mi sitio, les parezco ahora un izquierdista total». Yo no me he mantenido para nada en el mismo sitio, pero como mi proceso de moderación, por así llamarlo, ha sido mucho más discreto que el de casi todos los que me rodeaban por entonces, a ellos les parece que no me he movido.
Una de las cosas que creo haber aprendido con la edad es a prestar menos atención a las ideas acabadas que sustenta cada cual, a juzgar a las personas menos según sus postulados políticos abstractos, y a fijarme más en el instinto que les mueve a tomar partido ante los sucesos de la vida. Cuando pienso en ello, siempre recuerdo una canción que escribió una obrera de los Estados Unidos allá por los años treinta del siglo pasado después de haber sufrido las brutales consecuencias de una razzia policial en su suburbio minero, de ésas que los esbirros de la patronal lanzaban para escarmentar a sindicalistas comunistas y anarquistas. La mujer, Florence Reece, esposa de un líder minero, escribió un estribillo para su canción en el que incluyó una pregunta cuya contundencia me sigue pareciendo definitiva: Which Side Are You On? («Y tú, ¿de qué lado estás?»)
Creo haber desarrollado con el tiempo una cierta intuición para detectar de qué lado (de la trinchera, de la barricada, de la alambrada, del Estrecho) está cada cual. Aunque el ideario que elabore a partir de esa decisión –que es en último término inequívocamente ética– esté mejor o peor acabado, tenga mayor o menor solvencia teórica (o me parezca a mí que la tiene o no la tiene, que ésa es otra).
A veces me he equivocado. Sobre todo en tiempos, cuando cabía esperar más réditos –más reconocimiento público, más fama, mejor posición social, etc.– de las alternativas de la rebeldía jurada. Es un hecho que algunos profesionales de la estafa política son habilidosos. También hay gente terriblemente torturada por dentro, que ni siquiera ella misma sabe de qué lado está y va cambiando de bando según cómo le vengan dadas las cosas. Pero, por regla general, no me quejo de mi olfato. Me funciona.
Creo que me funciona, por ejemplo, con Julio Anguita. Yo no procedo de la tradición del comunismo ortodoxo, ni mucho menos. Para mí, el comunismo que tenía su sede central en Moscú, en general, y las siglas del PCE, en particular, me han suscitado siempre sentimientos extremadamente sombríos. Lo que el PCE hizo en los años treinta, el modo en que encaró la guerra española, su política bajo el franquismo, sus planteamientos en la Transición... Sobre cada uno de esos capítulos tengo muy largas ristras de reproches, a veces muy severos. Pero hay comunistas españoles de ahora que me inspiran una buena dosis de confianza personal. Que me parece que, más allá de los meandros por los que en ocasiones navega la politiquería, tienen claro de qué lado están. Y que están con la gente que lo pasa peor, aquí y en el mundo. Que sienten asco por la injusticia y por la explotación, y que llevan mal las tristezas y los sufrimientos que provocan la una y la otra.
Julio Anguita es uno de esos comunistas de hoy a los que no me cuesta nada sonreír.
Valga todo este largo preámbulo para pediros una especie de favor. Hoy tengo que hacerle a Anguita una entrevista de ésas que en la jerga periodística se llama «en profundidad». Larga y tendida, aunque luego se quede en ocho o diez folios. Me la ha encargado la revista La Clave, que dirige José Luis Balbín. Como es lógico, tengo preparado un cuestionario extenso. Pero me gustaría utilizar los beneficios de este blog para aprovecharme de vosotros, es decir, para que aquellos de vosotros y vosotras a los que os apetezca me hagáis llegar la pregunta –o la crítica, o la duda– que más os apetecería plantear a Julio Anguita. Uniré las que me parezcan de más enjundia a las que yo mismo haya seleccionado previamente y se las plantearé.
Estoy a vuestra disposición. Y ya os daré cuenta de qué resultados ha proporcionado la cosa.
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Nota.– Hora límite de admisión de preguntas: las 16:00 de hoy, viernes, 20 de octubre de 2006. Modo de formularlas: escribid un correo electrónico siguiendo las instrucciones marcadas en el apartado "Para escribir a Ortiz" que figura en la columna de la izquierda de la página de inicio de este blog.
Esto no es una necrológica. No lo es, para empezar, porque viola la primera norma que debe cumplir un buen obituario y que el propio Diego Muñoz se sabía de memoria: quien lo firma no debe hablar de sí mismo. Cuántas veces no nos habremos mofado en el periódico –él en especial, con su tono pausado, suave y guasón– de esas necrológicas en las que al final la noticia aparentemente más importante no es la muerte del famoso, sino lo muy amigo que fue, a lo que parece, de quien firma la reseña.
Por eso empiezo declarando que esto no es un obituario como debe ser. Porque contravengo las normas añadiendo acto seguido que Diego Muñoz, que murió de cáncer el sábado pasado, fue, además de un excelente periodista, conocedor como poco de los entresijos del gremio de la cultura, un magnífico amigo.
Hay muchas maneras de ser íntegro. La de Diego era la menos aparatosa. Recuerdo un día en el que salió en defensa de una joven periodista humillada por un jefe imbécil, que prefiero no imaginar qué tendría en contra de la moza, una vez descartado que se tratara de asuntos profesionales. El tipo chilló a la chavala que se largara; que no quería verla más por allí. Diego habló inmediatamente con el responsable de Cultura y ambos se fueron a comunicar a otro mandamás aún más mandamás que para ellos sería un honor aceptarla en su sección.
Su gestión tuvo el éxito predecible –o sea, ninguno–, pero lo intentó. Era típico de Diego intentar que se hiciera a veces algo de justicia, incluso a sabiendas de la inutilidad del esfuerzo.
Lo conocí en El Mundo y trabamos en un par de años una buena amistad, que hemos conservado con mimo. Nos veíamos de tanto en tanto, con Mila, su mujer –otro cielo–, poníamos a caldo a los popes del gremio, nos burlábamos de ellos, nos reíamos de nosotros mismos e intercambiábamos historias y recuerdos. Mientras la salud se lo permitió –qué mierda, la puta salud– fue un comensal pausado, un bebedor social, un fumador de pro y un conversador delicioso. Tengo que decir de él que era anarquista, porque lo era –y a mucha honra, faltaría más–, pero según lo escribo me viene la sonrisa: con incendiarios como él no se quema ni una vela.
Miento: una sí. La que tendré siempre en el altar de mis recuerdos alumbrando su memoria.
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(c) La Vanguardia
Diego Muñoz, luchador infatigable y periodista, trabajador de La Vanguardia, El Mundo, El País y otra vez La Vanguardia, murió en Madrid el 14 de octubre de 2006. Tenía 49 años. Donó su cuerpo a la Medicina.
Supongo que cada cual tendrá sus propias motivaciones –no creo que hayan mantenido reuniones secretas para coordinar sus esfuerzos–, pero el hecho es que un puñado de jueces que ocupan puestos clave están empeñados en que se note, y mucho, que no simpatizan con la corriente política mayoritaria y que desaprueban los intentos de alcanzar el fin de ETA por la vía del diálogo.
Ayer escribí un apunte refiriéndome al presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Francisco José Hernando, que no para de hacer declaraciones políticas, con lo guapos que están los jueces, en general, y él, muy específicamente, cuando se abstienen de pronunciamientos. Por la noche leí lo manifestado por el presidente de la Audiencia Nacional, Carlos Dívar, en una conferencia que dio en un colegio mayor madrileño, en la que se explayó en contra del proceso de paz sin contarse un pelo (aparte de enternecernos con el relato de cómo su buen corazón le movió a pagarun bocadillo para alimentar a un terrorista, gracias a lo cual supimos también que esa caja de sorpresas que es la Audiencia Nacional no tiene presupuesto para dar de comer a los detenidos).
Y todo eso cuando todavía no me había repuesto del trauma anímico que me había producido el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco, que prosigue los trámites para procesar por desobediencia al lehandakari Ibarretxe, que no hace caso de las órdenes que nadie le ha dado y que se empeña en reunirse con unos ciudadanos que no tienen prohibido reunirse con nadie y a los que Garzón autoriza expresamente a reunirse con otros. ¡Y aún sale otro juez que asegura que el Gobierno vasco no tiene derecho a manifestar su protesta por tan insólita actuación!
Ya digo que no creo que se hayan concertado todos para cantar a coro, pero lo que salta a la vista –al oído, más bien– es que cantan a coro, y que la pieza tiene la misma música e idéntica letra. El Gobierno vasco dice que no les va a salir gratis. Tengo verdadero interés en saber cómo van a cobrárselo.
Nota de edición: Javier publicó una columna que trata el mismo asunto en El Mundo: Coro de togas.
Francisco José Hernando,
presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, dio a
conocer ayer dos falsedades. No es que eso sea novedoso en él –le encantan las
falsedades–, pero vale la pena señalarlo, así sea brevemente, no vaya a ser que
alguien se tome en serio sus títulos judiciales y crea que lo que dice tiene
sentido.
La primera falsedad que puso
en circulación tiene que ver con la Ley de Partidos. Apeló a ella para decir
que la situación jurídica de Batasuna es «irreversible». Y lo argumentó. Dijo
que España es «un Estado de Derecho» y que en los estados de Derecho «no hay
nada por encima de la ley». O sea, una bobada. En los estados de Derecho hay
algo que prevalece sobre el poder judicial: el poder legislativo. Los jueces
están para aplicar las leyes, pero el Parlamento las dicta. Si eso no es estar
por encima, que venga Montesquieu y lo vea.
Por resumir: la Ley de
Partidos es reversible, si el Parlamento decide que lo sea, y la situación de
Batasuna es reversible, si el Parlamento así lo quiere.
Segunda bobada de Hernando:
condenar el uso de la violencia con fines políticos –dice– es conditio sine
qua non para desenvolverse dentro de la legalidad. Falso. Para empezar porque, como ya he
subrayado en anteriores ocasiones, el Estado utiliza la violencia con fines
políticos y, salvo los anarquistas, nadie reprueba la existencia del Estado, y
menos todavía reclama que sea puesto fuera de la ley (hipótesis divertidísima, dicho sea de paso). Además, basta con repasar los estatutos de
los partidos políticos españoles –hablo de los legales, claro está– para
comprobar que no dedican ni una línea a la condena del uso de la violencia con
fines políticos, lo que no les impide operar con total libertad (¿deberíamos
decir impunidad, señor Hernando?).
Otrosí: Herri Batasuna fue
legal durante años, aunque no condenaba el uso de la violencia con fines
políticos.
¿Cuántos partidos han sido
admitidos en la legalidad desde 2002 aunque sus estatutos no hablaran de
semejante asunto? ¿Cumple ese requisito Aralar, por ejemplo? No tengo ni idea, pero
apuesto a que no.
O sea, y por resumir: ¿por qué Batasuna habría de cumplir una
condición que no se le exige a nadie más?
Hernando, personaje que a
veces se refiere a los tiempos de Franco con tono inequívocamente nostálgico,
se relaciona con la ley como Harry El Sucio con sus puños y sus
pistolas. Elementos esenciales en la
dialéctica de ambos, mayormente joseantoniana (dicho sea con perdón de Clint
Eastwood, que ha hecho en su vida cosas muy notables, incluyendo aquel
fantástico Sin perdón que tan justamente podría estar dedicado a
Hernando.)
No fue José Bono quien inspiró la sentencia que pretende que «con amigos como él no hacen falta enemigos para nada», pero podría haberlo sido perfectamente. Forma parte de ese género de políticos –de personas, más en general– que se dan aires de llanos, nobles y sencillotes, cuando son retorcidos y peligrosos cual colmillo de jabalí.
He conocido a más de uno. Su especialidad es aplicarse a la defensa de sus intereses personales con auténtico fanatismo, pero disfrazándolo de simpático descuido, de desapego de los tristes egoísmos y miserias humanas, de sincero y solidario interés por todos los prójimos que en el mundo sean. Como Bono, no pocos de ellos se dan un toque de entrañable espiritualidad declarándose «cristianos de base», de los que sintonizan con el mensaje «casi comunista» del hijo sobrenatural de María y putativo de José, el artesano. (*)
Conocí a José Bono, a Pepe Bono (alguien como él siempre tiene un cariñoso sobrenombre familiar), cuando era pasante del despacho de abogado de Raúl Morodo, a la sazón segundode Enrique Tierno Galván –otro angelito– en el Partido Socialista Popular (PSP). Andábamos por las postrimerías del año 1975 o comienzos del 76. Bono se conchabó con Tierno para vender el PSP al PSOE, hasta entonces su enemigo jurado, a cambio de la alcaldía de Madrid para el «viejo profesor», la promoción como líder castellano-manchego para él y, ya de paso, la desaparición de las muchas deudas que su grupo tenía contraídas. Morodo se les quedó por el camino.
Bono entró en el PSOE como guerrista reconocido. Alfonso Guerra fue su segundo apuñalado por la espalda, aunque no creo que el entonces vicepresidente extrañara la puñalada, igualita a las muchas que él mismo había dado y seguiría dando en los años siguientes, antes de convertirse en la reserva espiritual del seudojacobinismo hispano.
No ha parado. En particular no ha parado de recorrer todos los pueblos de Castilla-La Mancha, a bordo de su autobús electoral («el Bono-Bus»), repartiendo besos y abrazos y recolectando votos rezumantes de patetismo («¡Sabe como me llamo!», se extasía la señora del puesto de verduras del mercado, ignorante de que un hábil burócrata se lo acaba de chivar a la oreja al presidente regional).
La jugada que le acaba de hacer a Zapatero, a cuenta de su amagada y no dada candidatura a la alcaldía de Madrid (¡si Tierno levantara la cabeza!), es de las que hacen época. De todos modos, la culpa no es suya, sino de quienes le prestaron confianza. Quien se acuesta con niños, se levanta meado. Aseguran que Zapatero se la ha jurado y que jamás de los jamases querrá saber nada de él, a partir de ahora. Como le dijo el cadáver a la ambulancia: «A buenas horas».
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(*) En versión anterior, de las 08:00, había escrito «el de Arrimatea», y menos mal que ya no me queda pelo, que si no se me habría caído. Lapsus biblae, habría que llamar a eso. El de Arimatea (que no Arrimatea, que era el patrón de los guateques) fue otro José, como me han recordado, no sin guasa, media docena de lectores/as.
Javier Ortiz. Apuntes del Natural (16 de octubre de 2006).
Oía ayer al mediodía Radio Nacional mientras miraba con un punto de melancolía el horizonte marino de Santander.
Suele sucederme cuando estoy en la costa y recuerdo que he de volver al centro mesetario que me vienen a la memoria los versos de Nicolás Guillén: «El hombre de tierra adentro / está en un hoyo metido / muerto sin haber nacido».
La locutriz de la radio dispersó mis ensoñaciones con una sola frase de autopromoción: «Escríbanos a nuestro correo electrónico: espanaviajera...». «¿Espana?», me dije. «¡Córcholis, ¿será de pana?»
No; es que las direcciones de correo electrónico y los sitios de la Red son refractarios a nuestra españolísima eñe. La uve doble, que en castellano nos sirve tirando para poco y casi todo de importación, es la reina de internet. Por partida triple: ¡www! Pero la eñe está proscrita.
Hace años, los grandes fabricantes de teclados para ordenador dijeron que iban a suprimir la eñe. Por aquí se armó la de Dios es Cristo. Los indignados, españoles a machamartillo, herederos directos del Cid, Agustina de Aragón y Marcelino Menéndez y Pelayo, demostraron con sus protestas la profundidad de su ignorancia. Cuantos estamos medianamente familiarizados con la edición de textos en ordenador sabemos que la eñe puede ejecutarse de diversos modos. En Word, por ejemplo, anotando Alt + 0241 en las teclas del bloque numérico. Ese signo puede asignarse a la tecla que a uno le dé la gana y ahí queda hasta que el usuario se canse de ello. (Razón, dicho sea de paso, por la que sigue dejándome perplejo que algunos lectores me escriban sin usar la eñe alegando que viven en lejanas tierras en las que no se usa esa letra.)
Se indignaron por lo que carecía de importancia real (era evidente que, por razones de mercado, nunca nos faltarían los teclados con la eñe bien puesta) y guardaron en cambio un perfecto silencio, inequívocamente papanatas, ante la exclusión de la eñe del alfabeto internáutico, decisión segregacionista made in USA por culpa de la cual, sin ir más lejos, la gente de Radio Nacional tiene que proclamar, a efectos de correo electrónico y de acceso a sus páginas web, que trabaja para Radio Nacional... de Espana.
¡Y le llaman a eso «Nacional»!
Hace algunas semanas hubo una asamblea general de peñas del Barça a la que acudieron, como es lógico, representantes de peñas de sitios muy alejados geográfica y lingüísticamente de Cataluña. La asamblea se desarrolló en catalán, lo que provocó las protestas de los representantes de algunas peñas castellanohablantes. En medio de esa tensión, un representante del Barça anunció que a continuación iba a sonar una canción que «como está cantada en inglés» –dijo– «no molestará a nadie». No estaba de coña. Tenía razón para recurrir al sarcasmo. Todavía me acuerdo de la época en que TVE se creía en la obligación de subtitular las canciones de Lluís Lach, pero no, por supuesto, las de Johnny Cash o Tom Jones.
Estoy seguro de que me llevaría mucho mejor con el nacionalismo español si fuera algo menos señoritil y rijoso. Si defendiera sus señas de identidad desde mínimos de rigor intelectual y decencia moral, no dejándose amilanar por los poderosos que avasallan a los pueblos que tienen menos armamento nuclear y trantando con solidaria simpatía a los que tan sólo reclaman su derecho a subsistir dignamente.
¿Es lícito acudir a las cercanías de un acto político a abuchear a sus organizadores? No pregunto si es elegante, ni si se acomoda a las normas –para mí deseables– de la tolerancia y la buena educación, sino, pura y exclusivamente, si es lícito.
Deduzco que lo es, a la vista de que, en mi conocimiento, ningún juez ha procesado jamás a nadie por hacerlo. He visto al lehendakari Ibarretxe insultado, abucheado y amenazado de agresión en plazas varias (en Aragón, en Andalucía, en Valencia) sin que la Policía procediera a la detención de nadie y sin que el PP mostrara el menor desagrado por lo sucedido. Líderes de la UPN navarra, aliada del PP (su secretario de Organización Eradio Ezpeleta y su diputado Carlos Salvador), encabezaron un grupo de gente que trató de boicotear a grito pelado hace cuatro meses una conferencia del vicepresidente del Sinn Féin irlandés, Martin McGuiness, en Pamplona y nadie, ni en su partido ni en el juzgado de guardia, les reprochó nada. Recordemos lo que le sucedió al candidato frustrado a alcalde de Madrid, José Bono, en una manifestación de la AVT celebrada en la capital del Reino en enero de 2005: toda la polémica se centró en si había sido agredido físicamente o no. Nadie se detuvo a discutir si le habían vejado, increpado, zaherido y puesto, en suma, cual chupa de dómine. Todo eso quedó a beneficio de inventario, y a nadie pareció que tal cosa extrañara.
Entiendo muy bien que a Piqué y a Acebes les toque las narices no poder dar mítines en tierras catalanas sin que les acompañe un inevitable coro de broncas, aunque considero que, en lo que a las estrictas broncas se refiere, deberían conformarse con hacer de tripas corazón, por lo menos hasta que se muestren dispuestos a condenar por las mismas y sancionar disciplinariamente a aquellos de sus correligionarios que se movilizan para abroncar a otros. A cambio, me parece obvio que tienen todo el derecho a exigir que, si alguien los empuja, zarandea o golpea, sea castigado como se merece.
Establecido lo anterior, me veo en la obligación de consignar mi perplejidad ante el hecho de que el Partit dels Socialistes de Catalunya haya decido la expulsión «fulminante» de Jordi López Forn, hasta ahora secretario de las juventudes socialistas de Martorell, al que acusa de haber increpado a Piqué y Acebes. No pretende que López Forn les pusiera la mano encima, ni mucho menos. Sólo que estuvo presente en la bronca que sufrieron el pasado martes esos dos dirigentes del PP en la mentada localidad catalana.
Ignoro si en los Estatutos del PSC habrá un artículo que prohíba a sus militantes increpar a los mandamases de otros partidos, aunque tiendo a suponer que no. Lo que me costa, en cambio, es que la Ley Orgánica 6/2002, llamada de Partidos Políticos, establece taxativamente en su artículo 8.3: «La expulsión y el resto de medidas sancionadoras que impliquen privación de derechos a los afiliados sólo podrán imponerse mediante procedimientos contradictorios, en los que se garantice a los afectados el derecho a ser informados de los hechos que den lugar a tales medidas, el derecho a ser oídos con carácter previo a la adopción de las mismas, el derecho a que el acuerdo que imponga una sanción sea motivado, y el derecho a formular, en su caso, recurso interno.»
De modo que quienes habrían de ser sancionados en primer lugar, en cumplimiento de la por otros conceptos ahora muy mentada Ley de Partidos –en cuya promulgación tanto entusiasmo puso el entonces opositor José Luis Rodríguez Zapatero, dicho sea de paso–, son aquellos que han expulsado con tanta premura a Jordi López Forn de las filas del PSC. Expulsión que deberá ser anulada de inmediato, por orden judicial si hace falta, para ser sustituida por la apertura de un expediente disciplinario en el que habrá de dilucidarse si abuchear a los oponentes políticos es incompatible con la militancia socialista o no.
Porque pocas cosas tan improcedentes como pretender ser legal saltándose la ley.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Abroncar al adversario.
Sostiene el presidente del
Gobierno que, si Batasuna presenta la documentación necesaria para legalizarse
como nuevo partido, no correrá el riesgo de ser ilegalizada ipso facto.
Puede
decir lo que tenga a bien, por supuesto, pero ese peligro existe y de manera
muy obvia, porque la Ley de Partidos que se aprobó hace cuatro años prevé con
claridad meridiana la ilegalización fulminante de los partidos que se creen con
el objetivo de reinstalar en la legalidad a otros anteriormente ilegalizados. Y
no de otra cosa se trataría en este caso. El propio Zapatero lo admite cuando
se refiere a ese hipotético nuevo partido como una creación de Batasuna. Es
decir, él mismo lo describe como un disfraz del partido ilegalizado, como un
ardid legal. O sea, como un fraude de ley.
Podría ser un mero ardid legal y
llevarse a la práctica sin mayores problemas en el caso de que el Gobierno
contara con el visto bueno –o con la complicidad, si se quiere– de los órganos
de la justicia encargados de examinar la maniobra. Pero no es así, ni mucho
menos. Lo cierto es más bien todo lo contrario. Hay en la cumbre máxima de la
justicia española jueces de sobra a los que les encanta poner zancadillas al
Gobierno de Zapatero. En esta circunstancia lo harían con triple entusiasmo, al
tener de su lado tanto la letra como el espíritu de la ley.
El modo técnicamente más
sencillo de escapar de esta perspectiva nada halagüeña sería derogar la maldita
Ley de Partidos, engendro jurídico oportunista y coyuntural que no encaja ni a
martillazos en la realidad política surgida del alto el fuego permanente de ETA
y de los nuevos planteamientos de la propia Batasuna. Pero el Gobierno no
quiere propiciar esa salida por lo que tendría de reconocimiento explícito del
error garrafal que cometió el PSOE cuando pactó ese texto legal con el PP.
¿Entonces? Hay quienes creen
saber –lo mismo alguien próximo al presidente del Gobierno les ha hecho esa
confidencia– que el plan gubernamental para salir airoso de este embrollo pasa
por dos fases. Primera: se insta a Batasuna a que presente la documentación
necesaria para legalizar otras siglas y Batasuna lo hace. Segunda: a
continuación, Zapatero proclama públicamente que el Gobierno ha logrado sus
propósitos y promueve la derogación de la Ley de marras, que ya no podría ser
esgrimida por ningún juez pepero para boicotear el proceso.
¿Artificioso? Mucho.
¿Tramposillo? Más. ¿Hipócrita? A tope. Pero podría ser que funcionara.
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Ha muerto el director de cine Gilberto
(«Gillo») Pontecorvo, realizador de películas tan mentadas como Queimada (1969),
Operación Ogro (1980) y, más recientemente Otro mundo es posible (2001).
Pontecorvo, de todos modos, será siempre celebrado sobre todo por su magnífica,
su impresionante La batalla de Argel (1965).
Cuando, ya hace años, El Mundo realizó
una campaña promocional llamada algo así como Las 100 películas de nuestra
vida, que comportaba la venta a muy bajo coste de los vídeos
correspondientes, me encargó que escribiera el texto de presentación de La
batalla de Argel. Reproduzco a continuación aquel texto, como sentido
homenaje al cineasta muerto.
La batalla de Argel: Grandeza y miseria de la naturaleza humana
Siempre he considerado que la elección más inteligente que
hizo Gillo Pontecorvo cuando se propuso rodar La Batalla de Argel («La
Battaglia di Algeri», 1965) fue poner en manos de Franco Solinas la confección
del guión. Luego tuvo
muchos otros aciertos, pero dudo de que sin ése hubiera logrado una película
tan sincera, tan sugestiva y, sobre todo, tan capaz de resistir airosamente el
paso del tiempo.
Los años 60 y 70 fueron muy propicios para el rodaje de
películas de buenos y malos hechas desde diversas perspectivas de izquierda. Algunas –las
menos– tuvieron una calidad muy notable, a pesar de su maniqueísmo. Pero muchas
otras, por más que el público les dispensase una excelente acogida en aquel
tiempo, se hace difícil contemplarlas en estos momentos sin sentir un vivo
distanciamiento ante la tosquedad –ante la obviedad– de sus personajes de una
pieza.
Es lo que pasa –lo que a mí, al menos, me pasa– con la
mayoría de las películas que hizo por entonces el celebrado Konstantin Costa
Gavras: Z (1969), L’Aveu (1970), Section Spéciale (1975)...
Casi todo lo que ocurre en ellas resulta aburridamente predecible. E irritante,
ahora que sabemos qué destino ha tenido el heroísmo de cartón piedra ideado por
el a la sazón guionista favorito de Gavras, Jorge Semprún.
Hay, sin embargo, una película que realizó en esa época el
griego afincado en Francia que aún puede verse con mucho interés: État de
Siège («Estado de Sitio», 1975).En ella, los buenos son
discutiblemente buenos, y el guión no pierde ocasión de subrayarlo. Y los malos
son malos, pero no gratuitamente perversos. Ni imbéciles. El conflicto entre
los unos y los otros –realzado por la maravillosa banda sonora de Mikis
Theodorakis– guarda, al menos, cierto parecido con los conflictos reales.
Lo cual tiene una explicación sencilla: el argumento de Estado
de Sitio no lo ideó Semprún, sino Franco Solinas. El mismo que trabó el
guión de La batalla de Argel. El mismo con el que Pontecorvo volvió a
asociarse en 1969 para realizar Queimada!, una película que (nos) hizo
torcer el gesto a los rojos de la época, por la molesta complejidad del
personaje que encarnaba Marlon Brando.
La Batalla de Argel, que se disfraza de documental,
relata lo que el título anuncia: los
orígenes, el desarrollo y el fin del enfrentamiento entre el Frente de
Liberación Nacional (FLN) de Argelia y las autoridades coloniales francesas en
la ciudad de Argel, entre 1954 y 1957, con un rápido epílogo que conduce hasta
la independencia de Argelia, en 1962. Para ello, sigue las huellas de uno de
los más destacados activistas de la casbah de Argel, Omar Alí La
Pointe (Brahim Haggiag), desde sus años mozos de trilero y macarra hasta su
numantina autoinmolación en septiembre de 1957. Es esa paradoja la que centra la película: nos muestra cómo el
terrorismo urbano del FLN fue militarmente derrotado a sangre y fuego por el
ejército francés pero cómo, pese a ello, la causa independentista argelina
acabó imponiéndose.
Las dos horas de película nos van adentrando a un ritmo
infernal en los datos de la realidad política y social de la Argel de los 50.
En sus dos vertientes: la de la población europea, mayoritaria –había por
entonces un millón de franceses en Argelia: se dice pronto–, y la de la minoría
árabe de la casbah. No hurta ninguno de los elementos clave del drama,
aunque los calibre desigualmente: ni la brutalidad de los dos bandos, ni sus
razones y sus sinrazones respectivas, ni su creciente desesperación y
fanatización, ni las contradicciones entre la Francia de la metrópoli y la
colonial, ni la incongruencia entre los bellos objetivos que proclamaba el FLN
y la ciega y sanguinaria contundencia de sus métodos.
Hay momentos memorables a ese respecto. Por ejemplo, cuando
el teórico local del FLN, Kader (Yacef Saadi), explica por qué deben
empezar por meter en cintura a la propia población árabe descarriada («Hemos
de convencerlos o liquidarlos. Tenemos que pensar en nosotros primero»), o
cuando el coronel Mathieu (Jean Martin) justifica ante la prensa el uso de la
tortura («Les hago una pregunta: ¿Francia debe quedarse en Argelia? Si siguen
contestando que sí, deben aceptar todas las consecuencias necesarias»).
La realidad histórica fue aún más compleja. La película
apunta, pero no da cuenta cabal del calado que tuvieron en la sociedad argelina
los 130 años de colonización francesa. No retrata el peso que siguió teniendo
el sentimiento pro-francés en la población autóctona a lo largo del proceso
mismo de la lucha anti-colonial: hubo manifestaciones de ciudadanos árabes a
favor de una Argelia francesa que en la película no sólo no aparecen, sino que
resultan inimaginables. No se refiere tampoco al tardío pero audaz intento de
De Gaulle de conceder a Argelia un estatuto similar al que guardan con
Inglaterra los países de la Commonwealth. Oculta igualmente las disensiones de
la cúpula del FLN, ya notables en el tramo final de la descolonización.
Pontecorvo contó con la plena colaboración de los dirigentes
argelinos para rodar La Batalla de Argel, y se nota. Pese a lo cual,
sorprende el amplio margen de libertad que le concedieron: no le exigieron
figurar como gente de una pieza, ni mucho menos. Aparecen retratados de un modo
que no sólo no excluye, sino que –más allá de sus intenciones, sin duda–
prefigura en buena medida la evolución que siguieron a partir de entonces, y
que ha llevado al país norafricano a la triste realidad que ahora vive.
Pese a todo lo cual, qué
impresionante película. Qué enorme –qué dura, qué amarga, qué veraz– panorámica
sobre la grandeza y la miseria de la naturaleza humana.
Javier Ortiz publicó sus "Apuntes del Natural" todos los días desde julio de 2003 a septiembre de 2007. Antes de eso, y desde julio de 2000, hizo lo mismo con su "Diario de un resentido social". Desde octubre de 2008, con el "Dedo en la llaga" diario en Público, alimentó esta sección de "Apuntes" de manera algo menos sistemática hasta su fallecimiento.