2007/03/21 06:20:00 GMT+1
Los dirigentes
de varios partidos con importante peso institucional, tanto en el País Vasco
como en el conjunto español, vienen insistiendo desde hace tiempo en que sería
fundamental que Batasuna condenara la violencia de ETA, porque eso abriría la
posibilidad de que ese partido participara en los procesos electorales
venideros, lo que concedería representación institucional a un sector del
pueblo vasco que hace tiempo no podemos cuantificar de modo preciso ya que no
puede concurrir como tal a las elecciones, pero que no parece descabellado
presuponer relativamente importante, dada su presencia social.
Esta
insistencia merece ser considerada desde diferentes ángulos.
En primer
término: estaría bien que Batasuna desaprobara la violencia de ETA en sus
diversas manifestaciones, lo mismo que la acción de los practicantes de la kale borroka, pero eso al margen de cualquier
repercusión electoral, por la muy elemental razón de que se trata de una
violencia injustificada que daña a muchas personas que desde luego no lo
merecen y supone una traba grave para el planteamiento y la progresiva materialización
pacífica de las aspiraciones de la mayoría de la sociedad vasca (y me refiero
en este caso a las aspiraciones de todo tipo; no sólo a las relacionadas con la
llamada «cuestión nacional»).
Esta convicción
la tenemos no sólo la gran mayoría de los ajenos a Batasuna, sino también
muchos de los que simpatizan en una u otra medida con la propia Batasuna y con
la izquierda abertzale, en general, como ha demostrado el hecho de que, cada
vez que esa formación política ha acudido a las urnas, con uno u otro nombre pero
en momentos de ausencia de violencia, ha crecido de manera notable su peso
electoral, y al revés.
Es más discutible,
en cambio, el argumento según el cual el repudio público de Batasuna de las
formas violentas de lucha fuera a permitir, como quien dice de manera casi
automática, la normalización electoral
de Euskadi. En ese sentido, la tan mencionada Ley de Partidos y el contexto
político en que se viene aplicando no avalan la rotundidad de ese punto de
vista, ni mucho menos.
Se habla del
cumplimiento de la Ley de Partidos como si en ella se dijera que basta con que
la organización ilegalizada haga tal o cual pronunciamiento para que regrese
sin más a su anterior estado de legalidad. Y no es así. Esa Ley sirvió para
ilegalizar a Batasuna (en sus distintas denominaciones), lo que tuvo como
efecto su imposibilidad de presentar candidaturas, pero no fija ningún
mecanismo de reversibilidad del proceso. La redacción de la Ley y la interpretación
que se le ha venido dando ofrecen a los tribunales un margen de discrecionalidad
muy grande. No está excluido que Batasuna cumpliera con lo que se le exige y
que la autoridad judicial competente, tomando el pretexto que fuera (las
posibles ambigüedades de tales o cuales extremos de la proclama, por ejemplo),
decidiera frenar su vuelta a la legalidad, por lo menos provisionalmente, lo
que dejaría las cosas más o menos en el punto en el que están (en peor punto,
claro está, por el añadido de frustración que eso tendría).
Si la actual
mayoría parlamentaria española tuviera un buen grado de sintonía con las más
altas instancias judiciales del Estado, quizá todo ese engorroso proceso de desilegalización pudiera materializarse,
y hacerlo en un plazo de tiempo conveniente, pero no lo tiene, ni mucho menos.
Todo eso, en el
supuesto de que Batasuna se decidiera a entrar por esa vía. Que es mucho
suponer. No sólo porque una parte de sus huestes, incluidos algunos dirigentes,
creen que pasar por esas horcas caudinas supondría una humillación inaceptable,
sino también por el temor a que, si dan ese paso y no se logra el fin
pretendido, se les crearía una situación interna muy difícil de administrar.
En mi criterio,
sólo habría una forma rápida y eficaz de salir del atolladero: que el PSOE
propiciara la derogación de la Ley de Partidos. Algo técnicamente posible, pero
políticamente… iba a escribir inimaginable. No lo haré, porque a mí la
imaginación me da para mucho, pero sólo por eso.
Escrito por: ortiz.2007/03/21 06:20:00 GMT+1
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2007/03/20 05:00:00 GMT+1
Ayer fue San
José. El Día del Padre, las Fallas valencianas, y tal.
Hace algunos
días mencioné una historia que luego dejé por ahí perdida y que me parece que
tiene su miga. O más bien su estruendo.
Empiezo por
reconocer que el gusto mediterráneo por la pólvora, el fuego y el ruido no me
fascina. No; en absoluto.
Tengo clavado
en la memoria el horror que padecí una noche-mañana en la que le convencí a
Charo, pobrecilla, para que nos quedáramos en La Vila Joiosa hasta el
amanecer para ver el espectáculo del desembarco de los moros y su singular combate con los cristianos.
Dios mío, qué
pesadilla. Podría entrar en el Guinness.
Cenamos fatal y
carísimo (lo cual tiene su mérito, porque en La Vila hay sitios bien majos).
Después, no hubo manera de dormir ni siquiera un ratito, cosa que intentamos en
la playa.
Al poco, según amanecía, empezó el festival apocalíptico
de pólvora y follón. Eso sí, con todo el mundo borracho.
Se suponía que
el espectáculo resultaba divertidísimo, pero yo no acabé de encontrarle la
gracia, porque ni me gusta que me dejen sordo ni aprecio demasiado que me
vomiten encima.
Cinco horas
después de regresar a casa, todavía me zumbaban los oídos y me duraba el cabreo.
Pero insisto en
que la culpa es mía, por no trasladar al Mediterráneo mis fobias vascas: si
nunca he pisado los sanfermines, y las astenagusiak
las he esquivado siempre lo mejor que he podido, ¿a cuento de qué me las
doy de turista complaciente en Alacant?
Pero de lo que
yo quería hablar hoy es de la pólvora y sus peligros.
Se ha
promulgado una directiva europea sobre el uso de artefactos pirotécnicos,
petardos y demás. Me importa una higa que lo que ha determinado la UE esté
bien, regular o mal. Lo que sé es que el Gobierno español no lo ha recurrido. Y
que, de cumplirlo, debería prohibir el uso que hacen de los petardos algunos
críos del País Valencià.
Cuyo gobierno muy
regional tampoco ha discutido las razones de fondo. Sólo ha hablado de
costumbres, tradiciones y cosas así.
Ya no me
acuerdo de la cifra exacta, pero creo que han sido veintitantos los niños
valencianos que se han desgraciado de por vida en los últimos años con la ayuda
de esas cosas tan simpáticas y tan ruidosas. Los unos mancos, los otros
tuertos, alguno ciego. ¡Qué gracioso! ¡Qué popular!
Pues el
Gobierno socialista de Madrid, después de aceptar la norma comunitaria, decidió
dictar una moratoria para que no sea de aplicación durante estas fiestas
valencianas. Porque doña Rita Barberá se puso a echarle a la población encima y
las elecciones municipales están próximas. Y la población es la que es.
Y doña María
Teresa Fernández de la Vega, que es la que asumió las glorias de la moratoria,
también es la que es.
Juro que
repasaré el balance de los niños heridos por ingenios de pólvora durante estas
fiestas valencianas. Y que lo pondré en el debe vital de la vicepresidenta.
Quienes me
conocen saben que otra cosa no, pero rencoroso puedo serlo. Bastante.
Escrito por: ortiz.2007/03/20 05:00:00 GMT+1
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2007/03/19 06:30:00 GMT+1
Hay asuntos
cuya complejidad me desborda y sobre los que, al final, no sé qué pensar. O,
mejor dicho: sí sé qué pensar, pero los pensamientos que me suscitan se contrarrestan
entre sí y no acabo de saber cuáles –los de qué signo– pesan más en mi ánimo.
Pongo por caso
uno que la realidad informativa sugiere una y otra vez en los últimos tiempos: ¿hasta
qué punto debo llevar el respeto por las creencias ajenas (no sólo las
religiosas, pero sobre todo los religiosas) cuando ese respeto choca con otras
convicciones que me parecen tan importantes o aún más que ésas?
Hay varias
noticias en los periódicos que me mueven a reflexionar sobre ello. Por ejemplo,
la de las imágenes de un libro extremeño en el que se dice que –escribo de
oídas: no las he visto– aparecen personajes claves de la confesión católica
haciendo cosas no muy compatibles con el sexto mandamiento de ese particular credo.
Me molesta que se ofenda a la gente que se toma en serio la fe católica, pero
también que haya otra gente a la que se le prohíba tomarse a cachondeo lo que
le dé la gana. Y eso que no olvido que algunos jefes de ese credo nos las han
hecho pasar canutas a muchos con sus muestras de intransigencia, incluyendo las
de su intransigencia sexual. (Me ha venido a la memoria un episodio de mis 11
años, cuando un cura consiguió que me orinara de pánico ante el furor que le
produjo que rechazara su interés por mi entrepierna. Pero dejémoslo estar: el
mero recuerdo me ha puesto mal cuerpo.)
A veces el dilema tiene una dimensión
política. Todos sabemos que, en estos momentos de la Historia, el Islam se ha
convertido en un bastión de resistencia a los tremendos abusos del imperialismo
occidental, particularmente estadounidense. Pero el Islam, incluso en sus
versiones más pacíficas y sensatas, que las hay, tiene una consideración de las
mujeres que me repatea.
Eso no quiere
decir que me parezca aceptable la que trata de imponer el Vaticano, que también
es fina, pero no siento la necesidad de quedarme con ninguna.
La cuestión estriba en
que la polémica no es meramente intelectual, sino que el mundo entero
está dividido por una gran trinchera, en la que parece que se dirime todo. Y
sientes que cuando te encaminas un poco para acá te colocas en la trinchera de
los unos, que no soportas, pero que cuando rectificas y das cuatro pasos para
el otro lado te sitúas al lado de los otros, que te producen repelús, aunque
por otras razones. Entonces te horrorizas, porque sientes que en la vida no hay una
sola guerra, sino muchas, y también está la guerra que llevan siglos
desarrollando la mayoría de los hombres contra la mayoría de las mujeres, y en
esa guerra, como en casi todas, a mí, que soy como soy y ya no tengo remedio, me
da ganas de estar con el bando más débil.
Supongo que habrá
quien entienda por dónde voy y quien no, pero el hecho es que, cuando veo que
algunos españoles se echan las manos a la cabeza porque hay un puñado de
mujeres que han empezado a pasearse por aquí tapadas con el burka, me entran
unas ganas enormes de sacarles fotos de españolísimas viudas negras cubiertas
con velos igual de negros (imposible saber qué hay debajo), y grabaciones de
curas con faldas impidiendo que mujeres descubiertas entren en las iglesias. Pero
nada más terminar ese capítulo de exabruptos, me vuelvo hacia las mujeres con
burka, y me vuelve a hervir la sangre, sólo que en sentido contrario.
¿O es el mismo?
Escrito por: ortiz.2007/03/19 06:30:00 GMT+1
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2007/03/18 08:15:00 GMT+1
Acabo de oír en la radio a un político navarro, no sé cuál, gritar a voz en cuello que la manifestación de ayer en Pamplona fue «un gran plebiscito».
Según el Diccionario de la Academia Española, un plebiscito es o bien una «resolución tomada por todo un pueblo a pluralidad de votos» o bien una «consulta que los poderes públicos someten al voto popular directo para que apruebe o rechace una determinada propuesta sobre soberanía, ciudadanía, poderes excepcionales, etc.»
Dejando a un lado la evidente –y lógica– ausencia de urnas en la manifestación sabatina, lo más chocante de la referencia al plebiscito viene dado por las cifras.
Pretende el Ejecutivo foral convocante que al acto acudieron 103.000 personas. La Delegación del Gobierno contó 75.000, de las cuales no pocas procedían de comunidades foráneas, como pudo constatar todo el que quiso (se hicieron notar lo suyo).
Bien. De acuerdo con el último censo disponible, Navarra tiene algo más de 600.000 habitantes. O sea, que la demostración, tirando por lo alto, congregó a algo así como un 15% de los navarros. Pese a que todo el que quiso acercarse por Pamplona pudo hacerlo a precios sin posible competencia.
La pregunta que se me ocurre es muy sencilla: si lo que quería el Gobierno foral era organizar un plebiscito, ¿por qué montó una manifestación, y no un plebiscito?
Como donostiarra, tengo una idea bastante relajada de Navarra. No la teorizo: la veo. Y la veo en su variedad. Nadie con dos dedos de frente –hay políticos que, si los tienen, lo disimulan muy bien– puede atreverse a decir que Leiza, por ejemplo, no tiene nada que ver con el País Vasco. O Goizueta. O Lizarra. ¡Si parecen sacadas de postales típicas y tópicas de lo vasco! Buena parte de Navarra es así. Otra parte de Navarra no es eso, pero tampoco nada demasiado diferente. Y otra sí, que hace recordar la proximidad del Ebro. A mí me gusta que sea tan variopinta, pero en todo caso da igual lo que a mí me guste, porque es así.
¿Y qué debe hacer Navarra, políticamente hablando? Pues lo que le parezca más conveniente a la mayoría de esos 600.000 navarros de los que da cuenta el censo.
Los partidos políticos de orden pretenden tenerlo muy claro: «¡Estatuto y Constitución!». ¿Realmente piensan eso? ¿Han olvidado lo que dice el artículo 2 del Estatuto de Autonomía vasco, que proclaman como modélico? Pues se lo recuerdo: «Álava, Guipúzcoa y Vizcaya, así como Navarra, tienen derecho a formar parte de la Comunidad Autónoma del País Vasco». Derecho, no obligación. ¡Por supuesto!
¿Y asumen lo que dice la disposición transitoria cuarta de la Constitución? Pues lo mismo.
En tanto que guipuzcoano, yo no quiero que nadie, guipuzcoano, navarro, almeriense o ceutí, se vea forzado a asumir ninguna identidad que no tenga por suya. Pero para ese tipo de cosas se inventó la democracia. Consúltenles. ¿Por qué el régimen autonómico de Navarra nunca ha sido sometido a ese plebiscito que UPN cree haber encontrado en las piedras de la calle, en lugar de buscarlo en las urnas, que es su espacio lógico y natural?
Nota de edición: Javier publicó una columna que trata el mismo asunto en El Mundo: Navarra: cuestión de sensatez.
Escrito por: ortiz.2007/03/18 08:15:00 GMT+1
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2007/03/17 09:30:00 GMT+1
A algunos amigos les choca
–anoche cenamos con dos de los mejores y salió la cosa a relucir– que sea capaz
de escribir todos los días una columna (o apunte, o como quiera llamarse).
A mí, de verdad, no me parece
que tenga especial mérito. Es cierto que hay días que me apetece más y otros menos,
pero es sólo una primera impresión. Cuando me pongo a ello, al cabo de un rato
me encuentro de lo más en mi salsa. Porque apenas hay noticia que no me motive;
que no me produzca deseos de hablar (de escribir: es lo mismo) un rato sobre
ella.
Pienso en tal cosa según veo la
portada de El País de ayer, que se
quedó encima de mi mesa de trabajo según salimos a cenar. Repaso los titulares
y me quedo evocador. Uno recoge las declaraciones de Inmaculada Echevarría, se
supone que hechas justo antes de morir, en las que afirmó: «Para ser libre
tienes que luchar». El País las situó
justo por encima de un anuncio bicolor en el que se preguntaba: «¿Has jugado ya
al bote de la quiniela?».
Pegadito al lado figuraba una
titular en el que podía leerse: «700.000 polacos tendrán que confesar (sic) si colaboraron con la policía
política comunista». Todo eso no da para una columna, sino para tres o cuatro,
por lo menos.
Y os hago gracia del resto de la
portada, que apenas tenía desperdicio.
Había imprimido también la
página 93, en la que figuraba un titular que me dejó aún más cabreado y
perplejo: «Sofres elegirá a las 100 personas que entrevistarán a políticos»,
decía. «¡Pero, bueno!», pensé al leerlo. «¿Y quién le dice a Sofres que quienes
elija no le dirán que se meta su elección por donde le quepa?». Yo soy un
cascarrabias acreditado, pero supongo que no debo de ser el único. Como me
suene algún día de éstos el teléfono y me diga alguien: «Señor Ortiz, buenos
días, mi nombre es Virginia» (tengo comprobado que hoy en día hay la tira de
Virginias) «y le informo de que ha sido elegido por Sofres para plantear una
pregunta a un político»… en fin, prefiero no poner aquí lo que le respondería a
la pobre Virginia, una vez puntualizado que el mensaje va dirigido a sus jefes
y no a ella, que maldita la culpa que tiene.
Cuando ejercía de jefe de
Opinión de El Mundo, me agarraba unos
rebotes del copón cada vez que un columnista escribía –es típico– sobre el
topicazo de la angustia del escritor ante el papel en blanco. Pensaba: «Pues deja el hueco libre,
capullo, que hay toneladas de gente con ganas de decir algo interesante y a la
que nadie le da la oportunidad».
Es un sentimiento que jamás he
compartido. Cada mañana me veo en la obligación de elegir entre la media docena
de asuntos que me vienen sugeridos (ahora es moda decir: «que me interpelan»)
desde las radios o los periódicos.
Pues ésa es la cosa de la que al
final quería escribir hoy. De que yo también, como tantos otros, estoy
malformado. De que acaban siendo los medios de comunicación los que me marcan el orden del día.
La idea me vino el pasado jueves
cuando –por razones que sería prolijo relatar, aunque también tienen su aquel,
no os creáis– me encontré paseando tranquilamente por una calle del barrio de
La Elipa, en Madrid, en el que viví un cierto tiempo, allá por 1981-1982. Y me encontré siguiendo a dos señoras, yo
diría que ecuatorianas, que iban hablando de sus cosas y cuyo lenguaje,
supuestamente español, me era divertidamente incomprensible. Y luego me paré
con aire distraído, como quien está en sus cosas, junto a un teléfono público
desde el que un abuelete (o sea, uno de mi edad) hablaba a voces con un
familiar residente en Vizcaya, pero no sobre nada que tuviera relación con la
política, ni nada, sino sobre sus cosas, y a ver cuándo podemos ir por allí, o
cuándo os bajáis vosotros por aquí, y
así. Y entré en un bar de ésos tan de Madrid, pero que apenas frecuento desde
hace dos décadas, en el que un señor de higiene más que problemática trataba de
explicar al camarero que no estaba bien que le pusiera una torera (una banderilla, decimos por arriba) con los dedos, porque
eso es una marranada, en una escena que parecía sacada de una página de
Quevedo. Y tomé atenta nota de una docena más de escenas (¡apuntes del natural!)
entre hilarantes y enternecedoras.
Tras de lo cual, me acordé de
una anécdota atribuida a Vladímir Ilich Uliánov, alias Lenin, que encontrándose
en Londres en 1902, en vísperas del II Congreso del Partido Obrero Social
Demócrata Ruso (aquel congreso que, como es de sobra conocido, sancionó la
división entre bolcheviques y mencheviques, porque en una votación los primeros
quedaron en mayoría, y ya se sabe que en ruso bolsheviki quiere decir “mayoritarios”),… y (¿dónde estaba? Ah, sí)
Lenin se quedó mirando el panorama desde un puente londinense y vio en una
orilla la city burguesa y en la otra
no sé qué barrio proletario, y exclamó, según relató un testigo: «Two nations!». O sea, «¡Dos naciones!»
Y, recordando aquello en la
calle María Teresa Sáez de Heredia, del Madrid más Madrid que podáis imaginaros,
y que desde luego no tiene nada de puente londinense, exclamé para mis adentros,
risueño y sonriente: «¡Diez naciones!»
Lo que bien podría tomarse como
el comienzo de una curiosa tesis sobre la llamada cuestión nacional.
Y me hizo ilusión.
_____
P.D. Este apunte está dedicado a mi amigo Óscar, que es genial.
Escrito por: ortiz.2007/03/17 09:30:00 GMT+1
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2007/03/16 08:00:00 GMT+1
Está dando mucho de sí la
polémica sobre la regularización (o la no regularización) de la prostitución.
Tanto en este rincón de la red como en los medios de comunicación de verdad. Ayer oí durante unos minutos
un debate en un espacio en RNE. No demasiado tiempo, porque tenía que salir a
la calle y porque, además –lo admito–, algunas opiniones las sobrellevo con
dificultad.
Hay gentes que parecen haber
descubierto ahora que la prostitución funciona como un magnífico complemento
del matrimonio católico. Da ganas de regalarles el Corazón loco de Machín. Algo tan tópico como las amantes con piso
de los fabricantes de telas de Sabadell. De ese estilo conocí hace mucho –qué
remedio: se murió– a un veteranísimo político que se decía socialista y
presumía de ser muy tradicional en sus costumbres familiares. Y vaya que sí lo
era: tenía una amante de toda la vida a la que visitaba todas las semanas el
mismo día a la misma hora. (Él se creía que era un secreto. Como si no hubiera
gente que lo viera y lo reconociera.)
Pero vuelvo a la idea inicial,
que es la insinuada en el título de este apunte.
Hay discusiones que son cíclicas.
Por ejemplo: algunos lectores –y
lecturas– me preguntan si, cuando hablo de regularizar las relaciones de
compra-venta de servicios que entraña la práctica de la prostitución, lo que
propongo no es, de hecho, sino el regreso a la sanción legal de la esclavitud. Lo cual me sitúa de bruces ante la evidencia de
que ha desaparecido de la cultura general el conocimiento del mecanismo clave
de las relaciones capitalistas, o sea, la venta de la fuerza de trabajo y la creación
de plusvalía, algo que fue minuciosamente analizado y puesto en claro en el
siglo XIX por Carlos Marx y que pasó a incorporarse pronto a los tópicos de
aceptación universal (porque una cosa es admitir que existe y otra verla con
ojos críticos).
Me da una cierta pereza tener
que volver a explicar que una cosa es la esclavitud, por la cual el amo y señor
dispone de la vida del siervo –como supone en la práctica hoy en día la
prostitución en algunos clubes de alterne
de carretera– y otra es la venta pactada de una determinada fuerza de
trabajo, lo cual por supuesto representa una forma de explotación, pero de otro
género.
Se ve que hay asalariados del
régimen capitalista, en el nos desenvolvemos la mayoría, que se creen que su
patrón les paga lo que producen. Va a haber que explicarles de nuevo que no:
que si les pagaran la riqueza que producen de uno u otro modo, el patrón no
obtendría beneficio; que ellos realizan un plustrabajo que genera una plusvalía…
En fin, todo eso.
Las relaciones de trabajo capitalistas
son distintas de las relaciones esclavistas, que no son estrictamente de
trabajo, sino de vida. Hasta cierto punto, las relaciones matrimoniales
tradicionales tienen más parecido con las esclavistas («Eres mía», «Me
perteneces», etc.) que las que se fijan para una determinada relación carnal
entre la puta (o el puto) y su cliente (o clienta), en la que, si se quiere,
queda claro todo, incluido el tiempo de duración (que no es «hasta que la
muerte nos separe», gracias al cielo).
Voy para los 60. Tengo la
sensación de estar explicando por enésima vez los mismos rudimentos económico-sociales
desde ni sé cuándo.
Me siento igual que Penélope.
Pero no: me basta con mirar
por la ventana para comprobar que esto no es Itaca.
Escrito por: ortiz.2007/03/16 08:00:00 GMT+1
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2007/03/15 06:00:00 GMT+1
Escribí ayer sobre la
prostitución y ya he tenido algún correo típico, de ésos que hacen
argumentaciones –y nunca mejor dicho– ad
hominem. En suma: se interesan por las prácticas privadas que tal vez estoy
tratando de justificar cuando defiendo la regulación legal del comercio sexual.
No entraré en ese juego. Ya he
escrito en más de una ocasión que
estoy dispuesto a reconocer que soy un pervertido en todos los sentidos, si con
eso me evito rebajar las polémicas a la infracategoría del chascarrillo rijoso,
verdadera fiesta nacional.
Ayer lo recordaba con un buen periodista
(aún quedan algunos): si en su día no escribí en defensa de Pedro J. Ramírez,
cuando el episodio aquel del vídeo sexual, cumbre del celtiberismo, fue por una
razón elemental, que además se la expresé a él mismo y que me dijo entender: no
podía salir en su defensa porque, siendo columnista de El Mundo, mucha gente diría que trataba de contentar a mi jefe. Y es
que ésa es una de mis máximas surrealistas favoritas: «Contra el patrón como
contra la Patria; con razón o sin ella».
Si el asunto hubiera ido contra
Juan Luis Cebrián, por poner un ejemplo, no habría escrito una columna en su
defensa, sino toda una serie.
Lo que nunca he aceptado es que
un tipo (me da igual: persona, animal o cosa) se presente como paladín de la
moralidad más estricta y victoriana, se eche mítines contra la homosexualidad,
el fetichismo (excluido el de las mercancías), el travestimo y yo qué sé qué
más, y luego aparezca una buena mañana, como le ocurrió a cierto religioso british, ahogado con una media de seda y
vestido de pastorcilla ultramaquillada, como Isabel Tocino. Y sin alzacuellos.
Pero si uno se ha choteado previamente de todas esas convenciones –como yo, que
llevo años proclamándome lesbiana, sin lograr que las lesbianas me tomen en
serio, y casi mejor que ya no, a estas edades–, pues tan ricamente.
De lo que siempre he tratado de
preocuparme es de la dignidad de las personas.
Hay oficios que no tienen
dignidad posible. El de torturador, por ejemplo. O el de negrero. Pero todos
los que se fundamentan en la venta de la propia fuerza de trabajo a cambio de
una remuneración, por lo común injusta
–de eso viven los capitalistas, y de eso vivirán hasta que desaparezca el
capitalismo–, se merecen un respeto. El
mío, por lo menos.
Y ya que hablo de prostitución,
volveré sobre una pregunta típica, que ya insinué ayer. Me la topo cada dos por
tres en coloquios, después de algunas conferencias: «¿Y tú, que te las das de
tan crítico, cómo puedes trabajar para medios tan reaccionarios?».
Tengo dos modos de responder a
la pregunta.
El primero es el más agresivo. A
veces recurro a él cuando no estoy del mejor humor. Consiste en repreguntar:
«¿Y usted? ¿Cómo se gana la vida? ¿Le paga un sueldo la Revolución Socialista
en persona?»
El otro es más amable. Respondo:
«Pónganse de acuerdo todos ustedes en aportar un tanto al mes para que yo pueda
vivir sin depender de ninguna empresa ideológicamente problemática y les estaré
muy agradecido a lo largo de los próximos seis años, que son los que me quedan
para jubilarme.»
La semana pasada vi que esta página
web había tenido más de 7.000 visitas en un solo día. Con que toda esa gente que
me suele leer sin pagar ni un céntimo pusiera un solo euro al mes… ¡adiós
prostitución intelectual!
Pero de momento me da que no voy
a tener más remedio que seguir haciendo la calle. Entre columnas, eso sí.
Escrito por: ortiz.2007/03/15 06:00:00 GMT+1
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2007/03/14 05:00:00 GMT+1
He leído en rebelion.org un comunicado («Apoyo a la Comisión Parlamentaria por su decisión de no regular la prostitución como trabajo») que suscribe un colectivo, de cuya existencia no tenía conocimiento, llamado Hombres por la Abolición de la Prostitución.
Doy por sobreentendido que Rebelión tiene todo el derecho del mundo a reproducir cuantos textos le resulten de interés, pero tampoco tengo por qué ocultar que, en este caso, no veo por ningún lado ese interés.
Antes al contrario.
Sintetizaré al máximo mis puntos de vista para no alargarme demasiado. Porque el comunicado no es gran cosa, pero el asunto sí que tiene su enjundia.
Primer extremo que considero que conviene poner de relieve, porque quizá no sea de conocimiento general: si los criterios que apoya ese colectivo han logrado ser mayoritarios en la Comisión Parlamentaria de referencia, ha sido gracias al respaldo que les han prestado tanto el PSOE como el Partido Popular.
Contaron con el voto contrario de Izquierda Unida.
Ya sé que no tiene nada de definitivo que una causa sea asumida por el PP y rechazada por IU, pero una cierta pista quizá sí proporcione.
Segundo: se entiende mal que una agrupación partidaria de abolir la prostitución –así, por la brava– apoye unas conclusiones que no pretenden en absoluto abolir la prostitución, sino tan sólo impedir que se someta a la legislación laboral común. Porque lo que el colectivo PSOE-PP pretende es que la práctica de la prostitución siga siendo legal (o no-ilegal, para ser más exactos), pero quede exenta de las normas contractuales, de seguridad social e impositivas que se exigen en cualquier otro tipo de relación de compra-venta de servicios.
Dicho sea sin tapujos: lo que defienden de hecho, aunque no lo admitan, es que la prostitución siga funcionando como trabajo negro.
Tercero: me cuesta tomarme en serio el argumento, que el colectivo del comunicado reitera hasta la saciedad, según el cual no hay que regular la prostitución porque es una forma de explotación. Eso es tanto como defender que la ley no debe embridar la explotación. ¿Habrán descubierto la conveniencia de prohibir el capitalismo por decreto? No hace falta ser Einstein para saber lo que eso significa en la práctica: permitir que los explotadores hagan lo que les venga en gana.
Cuarto: hay gente muy experta y muy conocedora de la materia que afirma que el único modo de combatir y reprimir la prostitución forzada es separarla tajantemente de la prostitución voluntaria. Así se hace constar en el Informe que la Unidad Técnica de la Policía Judicial española elaboró a este respecto en 2004 (un informe que el PSOE y el PP han hecho como si no existiera, porque no saben cómo negar sus conclusiones).
Quinto: no sobra recordar que España ya ha contado con una muy solemne ley abolicionista. La dictaron las Cortes del franquismo en 1956. Por cierto que su preámbulo ya hacía mención de «la dignidad de las mujeres».
Sexto (como el mandamiento): todo el comunicado del colectivo en cuestión se basa en el sobreentendido paternalista de que, si alguien ejerce la prostitución porque quiere, es lisa y llanamente porque no sabe lo que quiere. Sin embargo, hay asociaciones de trabajadoras y trabajadores del sexo que defienden, y no veo cómo negarles la razón que les asiste, que trabajan en eso porque les aporta ingresos bastante sustanciales y no consideran que la venta de su fuerza de trabajo sexual sea más bochornosa que la venta, o el alquiler, de cualesquiera otras potencialidades de su persona.
Una prostituta me dijo hace muchos años algo que jamás he olvidado, porque apuntó con mucho tino a la diana. Me preguntó: «Tú eres editorialista de un periódico, ¿no? Vale, eso quiere decir que, cuando escribes, debes ponerte en cuerpo y alma al servicio de tu patrón. Yo, cuando estoy con un cliente, he de poner mi cuerpo a su servicio en las condiciones que haya convenido con él. Pero sólo mi cuerpo. Mientras trabajo, puedo pensar lo que me venga en gana. Vosotros os prostituís por completo; nosotras, sólo en parte».
Me vino a las mientes una novela italiana que tuvo bastante éxito en los años sesenta. Era obra de un tal Quintavalle. No he vuelto a saber de él. Me parece que no era gran cosa, pero el título se me quedó grabado: «Tutti compromessi». Todos comprometidos.
Sea como sea, echad una ojeada a los argumentos del colectivo Hetaira. Puede que os interesen. A mí me han resultado siempre bastante convincentes.
Javier Ortiz. Apuntes del natural (14 de marzo de 2007).
Escrito por: ortiz.2007/03/14 05:00:00 GMT+1
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2007/03/13 05:00:00 GMT+1
Estaba ayer por la mañana ojeando la Prensa –suelo echar todos los días un vistazo a bastantes periódicos, no tanto para saber qué ha pasado como para saber cómo presentan los unos y los otros lo que pretenden que ha pasado– cuando me topé en El Mundo con una columna de Isabel San Sebastián cuyo título me llamó mucho la atención. Tenía forma de pregunta. Decía: «¿Se negociaría con los asesinos de Atocha?»
Debo empezar por aclarar que mi interés provino de una confusión. Cuando leí «los asesinos de Atocha» pensé de inmediato en quienes acabaron a tiros hace tres décadas con la vida de cinco trabajadores de un despacho de abogados laboralistas sito en la calle de Atocha, en Madrid. Entendí que se trataba de preguntar retóricamente, apelando a aquel crimen concreto, algo más general y categórico: «¿Se negociaría con los asesinos franquistas?».
Lo cual me resultó chocante, por razones obvias: todos sabemos que la tan mitificada Transición española se basó en el pacto –a veces explícito, siempre implícito– que sellaron in illo tempore los representantes de la llamada oposición democrática con los albaceas testamentarios del criminal régimen franquista, es decir, con los criminales del régimen franquista.
De modo que la pregunta de San Sebastián, tal como yo la había entendido, se respondía sola. Puesto que los asesinos de Atocha, y los de Vitoria, y los de Montejurra, y tantos otros, fueron pistoleros con o sin título oficial que se beneficiaron del manto de silencio con el que se cubrió el pasado dictatorial de España, vaya que sí se negoció con ellos. O con sus valedores, que tanto da. Y lo peor no es que se negociara, sino lo que se acordó: dejarlos impunes y permitir que prosiguieran sus muy productivas carreras, que no han tenido más término –las que lo han tenido– que el fijado por la Parca, la implacable, que no entiende ni de olvidos ni de perdones.
Pero no era esa pregunta –si seré zote– la que planteaba San Sebastián, sino otra, mucho más cómoda para sus propósitos. Ella se refería a los asesinos del 11-M.
Que era también, por cierto, una pregunta retórica, porque con los asesinos del 11-M no parece que se pudiera negociar gran cosa, aunque se quisiera. El que no está muerto se encuentra preso o, en el mejor de los casos (para él), enterrado en vida.
La sagaz columnista chilena apelaba a sus jefes espirituales supremos. A Osama Ben Laden y demás.
Sólo que, llegados a tal punto, sigo sin tener claro de qué narices se trata.
Los representantes del Gobierno de los Estados Unidos que se sentaron en Ginebra alrededor de una mesa de negociación con los enviados de aquello a lo que despectivamente llamaban Vietcong y con los representantes del Gobierno de la República Popular China, ¿se supone que lo hicieron por gusto, porque los consideraban nobilísimos y adorables, o porque no les quedó otro remedio? (*)
Digo, por poner un ejemplo histórico no demasiado lejano. Podría poner decenas más.
Respondo a la pregunta concreta de Isabel San Sebastián: «¿Se negociaría con los asesinos de Atocha?» (y le hago gracia de no reparar en ese “se”, tan obviamente tramposo). Y digo: cualquier gobernante sensato negociaría con cualquier enemigo, por asqueroso que fuera, si ese enemigo estuviera en condiciones de causar graves males que cupiera evitar por la vía de la negociación.
A veces las propuestas más rotundas y campanudas tienen respuestas de lo más elementales. Recuerdo, no sin cierta sorna, lo que me dio por responder a una menda, tipo Isabel San Sebastián, que me espetó una vez, en plan muy solemne: «¡Cómo se nota que a ti no te ha matado ETA!».
Le respondí: «Y, por lo que veo, a ti tampoco».
Nota de edición: Javier publicó una columna de parecido título en El Mundo: Se negocia si no hay otra.
____________
(*) Los más viejos del lugar recordamos que se pasaron varias semanas discutiendo qué forma debería tener la mesa ante la que se sentaran. No era una bobada, aunque fuera una bobada. Los estadounidenses querían que los representantes del Frente para la Liberación Nacional de Vietnam (el llamado Vietcong), los de la República Democrática de Vietnam (Vietnam del Norte) y los de la República Popular China se pusieran del mismo lado de la mesa, como si fueran todo y lo mismo. Tuvieron que renunciar a ello.
Recuerdo también un comentario del entonces ministro de Exteriores chino, Chu Enlai (Zu Enlai, en la versión pinyin, actualmente imperante) que se mofó de la estupidez de un jefe de la delegación estadounidense (me parece recordar que era Henri Kissinger, pero lo mismo me equivoco) que, cuando se encontraron antes de empezar la reunión y él le tendió la mano, le dio la espalda. «Confundió la cortesía con el entreguismo, supongo», ironizó.
Zu Enlai era todo un personaje. De joven estuvo en Francia, como inmigrante, y trabajó durante varios años en una factoría de la Renault. Hablaba muy bien el francés, lógicamente. Pero, cuando tuvo que entrevistarse muchos años más tarde con un jefe del Gobierno francés –el que fuera, el de turno–, se hizo traducir al chino todo lo que le decía su oponente, al que respondió invariablemente en chino. Fue un gesto de altivez nacionalista, por supuesto.
Es lo que tienen los rencores históricos.
Escrito por: ortiz.2007/03/13 05:00:00 GMT+1
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2007/03/12 05:00:00 GMT+1
Mi buen amigo Gervasio Guzmán,
que es seguidor de la Real Sociedad –el pobre es todo lo que se me ocurra, por
insólito que resulte–, tiene una teoría personal sobre las desgracias del
equipo de fútbol de nuestra ciudad. «Vale, los jugadores no son gran cosa. Y
les han cambiado de esquema de juego varias veces en muy poco tiempo. Pero,
además de todo lo que tú quieras, la verdad es que a la Real se le ha perdido
el respeto», dice.
–¿El respeto? –le pregunto, un
tanto sorprendido.
–Sí. El respeto.
–¿En qué sentido? –interrogo, me
temo que en tono bastante distraído.
–Lo digo en serio, Javier. De
verdad. Antes, los árbitros, e incluso los contrarios, consideraban que la Real era un equipo
importante, al que no se le podía tratar de cualquier modo, porque, si se le
vejaba injustamente, eso podía tener serias repercusiones. De todo tipo: federativas,
mediáticas y hasta, si me apuras, políticas. Ahora es evidente que todos parten
del sobreentendido de que a la Real, que va camino de Segunda, se le puede
hacer lo que sea y que a todo el mundo le da más o menos lo mismo. ¿No te has
fijado que le pitan penaltis en contra que sólo los ha visto el árbitro, o ni
siquiera? ¿Y que le expulsan a jugadores porque sí, para hacer boca?
–Vale, Gervasio. Acabas de
descubrir la pólvora mojada. Te has dado cuenta de que, si un equipo tiene poco
peso específico, lo tratan como si tuviera poco peso específico. ¡Vaya una
sorpresa!
–¿Y qué pasa? ¿No te cabrea?
–Pero, ¿qué más da lo que me enfade
o no a mí? Puestos a analizar fenómenos de ese estilo, me parece mucho más
digno de estudio que al Real Madrid lo traten también como a una estera vieja y
le den palos a gogó, incluso cuando no se los merece.
–¡Lo que me faltaba por oír,
Javier! Ahora resulta que te apuntas a las quejas de Fabio Capello, que
sostiene que los árbitros «no ayudan» a su equipo!
–Pues no le falta su tanto de razón
–contesto–. Él daba por hecho que el Real Madrid debe ser tratado con un plus
de consideración y no entiende que a veces lo vapuleen como a un cualquiera. En
realidad, lo mismo le pasa al Barça. Hace unos años, una expulsión como la de
Oleguer del sábado habría sido inconcebible.
–Y ¿a qué atribuyes eso?
Me quedo pensándolo. Y le soy
sincero en mi respuesta.
–Pues no lo sé, Gervasio. No a
ciencia cierta. Tiendo a pensar que lo más probable es que el estamento
dirigente del fútbol español no tenga claro dónde está hoy en día y dónde no
está el poder, y que eso justifique los bandazos que dan sus ejecutores. O que,
a la vista del caos generalizado, cada cual se anime a tirar por donde le
dictan sus vísceras. O que, en medio de toda esa confusión, los haya que han
decidido sancionar lo que les parece sancionable, sin encomendarse ni a dios ni
al diablo.
–Y eso ¿es bueno o es malo? –me
emplaza Gervasio.
–Supongo que bueno –le
respondo–. Ya sabes que siempre me quejo de que la gente identifique la
anarquía con el caos. Pero admito que simpatizo bastante más con el caos que
con el orden despótico.
–Pero, anda, Javier, seamos
serios; no me jodas. ¿Estamos hablando de fútbol, o de qué? –se me enfada.
–De todo un poco, supongo,
Gervasio. De todo un poco.
Y oigo, seco y rotundo, el
inconfundible clic furioso con el que
clausura la mayoría de nuestras conversaciones telefónicas.
Escrito por: ortiz.2007/03/12 05:00:00 GMT+1
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