2007/03/31 05:00:00 GMT+2
Al columnista con retranca le
asalta con frecuencia la tentación de limitarse a poner de manifiesto los
aspectos formalmente ilógicos del comportamiento de las gentes investidas de
poder, haciendo como si su incoherencia le sorprendiera y fuera incapaz de
entenderla. La opción tiene indiscutibles ventajas: deja al criticado en evidencia,
colocándolo en la necesidad de explicarse, y ahorra al crítico la tarea de indagar
en las razones de fondo que explican los absurdos aparentes del otro. Es una táctica hábil, pero también un tanto
tramposa. Porque la mayor parte de las veces esas columnas que arrancan con un «No
entiendo como puede ser que…» ocultan al lector que su autor, en realidad, entiende
muy bien «cómo puede ser que», pero prefiere no decirlo, para no meterse en más
líos que los imprescindibles.
Hoy habría podido servirme generosamente
de ese recurso retórico para señalar que «no entiendo cómo puede ser», por
ejemplo, que el PP y sus acólitos, que no promovieron la prohibición judicial
del mitin que los de Otegi celebraron el pasado día 3 en el pabellón Anaitasuna
de Pamplona, se hayan movilizado estos días pasados como si les fuera la vida
en ello reclamando la interdicción del mitin previsto para hoy en el BEC de
Barakaldo. Parece incoherente, pero no tanto si se tiene en cuenta que quien
hubiera tenido que apechugar con lo que sucediera en Pamplona aquel día habría
sido el Gobierno de UPN, y que, además, el acto iba a celebrarse a la misma
hora prevista por Sanz para su manifestación navarrista, en tanto el embolado de hoy tendría que lidiarlo en
exclusiva el Gobierno vasco.
De entre los bastantes hechos de
los que podría decir en estos tiempos que corren que «no entiendo cómo pueden
ser», el que me tiene más fascinado en las últimas semanas es el protagonizado
por el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco, obsesionado con los
encuentros del lehendakari Ibarretxe con líderes de Batasuna.
Supongo que a nadie extrañaría
que afirmara que «no entiendo cómo puede ser que» el régimen jurídico imperante
en España permita que un político pueda entrevistarse con la dirección de la
organización armada ETA para discutir con ella de política –es lo que hizo
Carod-Rovira–, sin que sea encausado por ello, pero en cambio persiga de manera
implacable a otro por entrevistarse con representantes de la organización
desarmada Batasuna. ¿Debemos concluir que puede ser delito reunirse con
Batasuna porque tiene que ver con ETA pero no es delito reunirse directamente
con ETA?
De tomar las cosas por su
apariencia, deberíamos concluir –y no sólo en este caso, sino en general– que
en España resulta mucho más peligroso tener tratos con Batasuna que con ETA.
Absurdo, pero cierto.
Podría afirmar, ya digo, que «no
entiendo cómo puede ser» eso, pero no lo haré, porque sí lo entiendo.
Entiendo que, para empezar, una
cosa es que algo suceda en Cataluña, y que suceda dentro del ámbito del
tripartito que controla la Generalitat bajo liderazgo del PSC, y otra que
suceda en Euskadi, y que le suceda a una coalición en la que no participa el
partido gobernante en Madrid. Con éste no sólo no hay por qué tener
miramientos, sino que incluso conviene no tenerlos.
Tampoco se me escapa que lo que preocupa
e incluso indigna al PP y a sus aliados, incluidos los togados, es que pueda
tomar cuerpo una solución política al
actual impasse vasco. Unos cuantos
contactos con ETA no van a cambiar nada sustancial a ningún nivel. En cambio, la
posibilidad de un amplio acuerdo político que englobara también a la izquierda
abertzale les pone en guardia de inmediato.
Escrito por: ortiz.2007/03/31 05:00:00 GMT+2
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2007/03/30 07:30:00 GMT+2
Un lector me manda una antología de afirmaciones de Hermann Tertsch que demuestran, a su juicio, que «calladito estaría mucho más guapo». Pero la cuestión no se plantea en esos términos. No se trata de saber cuánto mejoraría Tertsch si se callara, sino cuánto mejora nuestra realidad periodística si se le silencia.
Sorprende a algunos que lamente el modo en que El País ha resuelto la «contradicción» que le suponían las opiniones de este columnista. «¡Pero si tus puntos de vista y los suyos no pueden ser más divergentes!», me argumentan. Razón de más. No veo qué puede tener de especialmente valioso o meritorio la defensa del derecho a opinar del compadre. Es a la hora de amparar la libertad de expresión del oponente cuando nos toca demostrar la calidad de nuestro apego a los fundamentos del sistema democrático.
Sostengo ese criterio con la mayor firmeza no porque la generosidad de mi corazón me desborde por los cuatro costados, sino porque reclamo que se aplique también al resto de los humanos, entre los que me cuento. Me hago perfectamente cargo de que, del mismo modo que muchas de las opiniones defendidas por Tertsch me desagradan realmente mucho, a quienes coinciden con ellas les sucederá algo parecido con las mías. De manera que, en realidad, lo que estoy proponiendo no es más que un do ut des. No es que espere ser pagado con la misma moneda –hace mucho que tengo constatada la ferocidad inquisitorial de nuestros sedicentes liberales–, pero por mí que no quede.
Dicho lo cual, y como ya he señalado en otras ocasiones, nada de lo anterior me lleva a negar el derecho de cada medio a seleccionar las voces que decide amplificar y las que no. Éste es otro criterio general que asumo y que tampoco suscita mayores entusiasmos, según tengo comprobado. Pero me parece de rigor. Insisto en que conviene no confundir a este respecto los medios de comunicación de titularidad pública, que tienen el deber (no insoslayable, pero sí indebidamente soslayado) de reflejar el conjunto de las opiniones representativas que están presentes en la sociedad, y los medios de propiedad privada, a los que asiste el derecho a sesgar su orientación tanto como lo consideren oportuno.
Otra cosa es que el resultado de ese sesgo, cuando tiende a convertirse en monolitismo puro y duro, nos parezca más o menos atractivo, e incluso útil. Porque, si bien está claro que hay bastante gente adicta al regodeo, que no quiere ver, ni oír, ni leer más que a los suyos, otros preferimos no tener que vivir en perpetuo zapeo –no sólo televisivo, sino también de radio y de prensa escrita– para hacernos con una visión de conjunto del panorama ideológico y de las posibilidades de interpretación de la realidad.
No es ya que la variedad no nos asuste. Es que nos gusta.
Pero, eso, allá cada cual.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Voces y silencios.
Escrito por: ortiz.2007/03/30 07:30:00 GMT+2
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2007/03/29 05:00:00 GMT+2
Vuelvo a
toparme hoy en los medios de información con la afirmación de que un detenido
–uno cualquiera: da igual, a los efectos de este Apunte– «cuenta con antecedentes policiales».
Pido disculpas
a cuantos se sepan ya de memoria lo que voy a escribir, pero, por muchas veces
que lo haya dicho y escrito en el pasado, no renuncio a insistir en ello, y
seguiré haciéndolo mientras la Policía siga empeñada en servirse de esa recurso
trapacero y mientras mis compañeros de profesión sigan tolerándoselo.
Lo diré por
enésima vez: eso de «los antecedentes policiales» es una pura patraña, que los
medios de comunicación, si se tomaran en serio los derechos ciudadanos,
deberían rechazar de plano.
¿Qué significa
que alguien tiene «antecedentes policiales»? Que la Policía lo ha detenido y lo
ha fichado, presumiéndolo autor de algún delito, pero que, una de dos: o lo ha
dejado en libertad sin más, por no encontrar de qué imputarlo, o bien lo ha
conducido ante la justicia, pero para nada, porque o bien ésta no ha estimado
que hubiera base suficiente para procesarlo o bien lo ha procesado, pero la
causa no se ha sustanciado en ninguna condena.
Los únicos
antecedentes que merecen consideración son los penales. Cabe decir de alguien que
«tiene antecedentes», empleado el término en este sentido –es decir, como
jalones de un historial delictivo–, cuando ha sido condenado; no cuando lo han
declarado inocente o cuando ni siquiera ha sido procesado.
En realidad,
cabe sospechar con fundamento que los manidos «antecedentes policiales» no sean
a menudo sino el rastro que se conserva de detenciones poco fundadas, cuando no
ilegales.
El asunto no
tiene nada de fútil. Al contrario. Con cierta frecuencia nos topamos con notas
policiales que hacen que tal o cual persona parezca un perfecto delincuente
cuando lo único que reflejan es que lo han traído por la calle de la amargura,
pero nunca han logrado presentar ninguna acusación realmente fundada contra él.
Vengo
insistiendo desde hace años a mis colegas de la prensa en la necesidad de que
adoptemos una posición militante a este respecto, negándonos a colaborar con
ese rollo policial. Con el éxito que se puede ver.
Escrito por: ortiz.2007/03/29 05:00:00 GMT+2
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2007/03/28 08:00:00 GMT+2
La pregunta estrella de la noche en el programa Tengo una pregunta para usted, con el
que TVE premió ayer al presidente del Gobierno, fue la referida al precio del
café. Así cabe constatarlo a la vista de la importancia que le conceden casi
todos los periódicos de la mañana. Zapatero respondió que un café vale 80
céntimos y el ciudadano que hizo la pregunta se mofó diciéndole que eso sería
en tiempos «del abuelo Pachi», con lo que el buen hombre demostró dos cosas: la
primera, que él no tiene ni idea de lo que costaba un café en tiempos del
abuelo de Zapatero, y la segunda, que él tampoco sabe cuánto vale un café.
Mayormente porque es imposible, dado que el precio de la taza de café en los bares
y cafeterías de España no está sujeto a regulación, de modo que lo mismo puede
costar 80 céntimos que dos euros, o más.
El error de
Zapatero no estriba en ignorar el dato, sino en tener un equipo de apoyo tan
flojo. Un encuentro televisado como el de ayer no puede dejarse al azar,
confiando en los reflejos del entrevistado. La pregunta –una pregunta de ese
estilo– era predecible, y Zapatero debía tener preparada una respuesta estándar. Ese tipo de preguntas
maliciosas son un tópico del género, desde que hace muchísimos años a un
presidente francés (creo que fue a Valéry Giscard d’Estaing) le dejaron en
evidencia al quedar claro que no tenía ni idea del precio del billete de metro.
De lo que se
trata con esas preguntas es de demostrar que la gente situada en las alturas no tiene ni idea de cómo
vive el pueblo llano. Lo cual es cierto, aunque extensible a bastantes de los
altos ejecutivos –también de los medios de comunicación– que esta mañana ríen
la anécdota. Me sé de más de uno y más de diez que es seguro que ya ni
recuerdan el último día que se subieron a un transporte público. Y, la verdad,
tampoco me parece ni tan raro ni tan grave.
Lo que sí me
parece grave es que no se hayan oído protestas –yo no las he oído, al menos–
por el hecho de que la Radiotelevisión pública española haya programado dos
programas estelares de este tipo, uno
para el presidente del Gobierno y el otro para el que llaman «el líder de la
oposición». No me voy a detener hoy en el hecho de que ese título sea una solemne impostura, porque la oposición en el Parlamento
español carece de un líder único. Lo que me importa más, e incluso me
escandaliza, es que pase como la cosa más natural del mundo este intento de
apuntalar el bipartidismo en España. Con todo lo de malo que eso encierra.
Si la política oficial española no es todavía radicalmente
insufrible, si aún no nos hemos vuelto a instalar del todo en los tiempos de
Cánovas y Sagasta, con su alternancia formal y su identidad esencial, es,
precisamente, gracias al hecho de que, además de los dos grandes partidos, en
el Parlamento están representados otros que, mal que bien, pueden alterar ese juego infernal de las alternancias sin
alternativas. Yo, al menos, no me engaño: si Rodríguez Zapatero está haciendo
la política que está haciendo es porque no logró la mayoría absoluta y hubo de
pactar con algunos grupos menores. Basta con ver las diferencias que hubo entre
el Aznar de su primera legislatura, cuando se vio obligado a entenderse con
otros, y el Aznar de la segunda, cuando logró la mayoría absoluta, para
apreciar el valor que posee el no
bipartidismo.
Toda la otra
oposición –todo lo que no es ni PSOE ni PP– tenía que haber puesto el grito en
el cielo ante esta iniciativa de RTVE, diciendo a la dirección del ente público que quién se cree que es
para dedicarse a tan descarado fomento del bipartidismo.
Pero no lo ha
hecho.
En fin, luego pasa lo que pasa.
Escrito por: ortiz.2007/03/28 08:00:00 GMT+2
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2007/03/27 05:00:00 GMT+2
Pregunta.– ¿Tiene razón el grupo Prisa de considerar la
“declaración de guerra” del PP como un ataque a la libertad de expresión?
Respuesta.– No y sí.
El PP es muy
dueño de ordenar a sus militantes que no tengan tratos con tales o cuales
medios de comunicación. Está también en su derecho de contratar su publicidad
partidista con los medios que le parezca.
Otra cosa es
que salga ganando con ello. Pero, incluso así, nadie le puede negar el derecho
a equivocarse.
No tienen derecho
a hacerlo, en cambio, las instituciones
regidas por el PP. Los servidores públicos del PP deben atender a todos los
medios de comunicación por igual, porque el cargo que ocupan no pertenece a su
partido, sino al conjunto de la ciudadanía. En ese sentido, Ruiz Gallardón se limitó a obrar como es su deber cuando aceptó ayer ser entrevistado por una periodista de Prisa, en tanto que Teófila Martínez incumplió con las obligaciones de su cargo al negarse a responder a un reportero de Prisa durante una conferencia de prensa que había convocado en tanto que alcaldesa.
De modo semejante debe hacerse constar que el dinero que
administran los gobernantes regionales o municipales del PP no pertenece a su partido, sino al erario. Es ilícito poner los recursos
públicos al servicio de banderías partidistas y utilizarlos con fines
discriminatorios. (Se hace ahora, se hizo en el pasado y probablemente se
seguirá haciendo en el futuro, pero es ilícito.)
La presión
sobre empresas y anunciantes para que no tengan relación con los medios del
grupo Prisa es igualmente intolerable porque, aunque se haga formalmente en
nombre del partido, nadie ignora que el PP manda en comunidades autónomas y
entes locales muy importantes con los que la mayoría de las empresas y
anunciantes concernidos tienen mucho interés en no enemistarse. Presenta todos
los caracteres de un chantaje implícito.
Pregunta.– ¿Cabe comparar lo que el PP ha hecho con el
grupo Prisa con lo que el PSOE hizo con Telemadrid?
Respuesta.– Cualquier comparación que se
establezca entre Prisa y Telemadrid debe tener obligatoriamente en cuenta que
el primero es un grupo empresarial privado, que tiene derecho a establecer su
propia línea editorial y, en consecuencia, mostrarse todo lo hostil que quiera,
dentro de los límites que marca la ley, con tal o cual partido u órgano de
poder político, sea cual sea, en tanto que el segundo es un ente de titularidad pública, que está
obligado a mostrarse escrupulosamente imparcial con todas las opciones
políticas.
Lo mismo en
materia de afinidades: El País puede
mostrar toda la adoración que quiera a Jesús Polanco, pero Telemadrid no puedo
hacer lo propio con Esperanza Aguirre.
Pregunta.– Pero Polanco, que tanto se llena la boca
hablando de libertad de expresión, acaba de laminar a Hermann Tertsch, veterano
periodista y opinante de El País,
porque iba a programas de Telemadrid y expresaba criterios coincidentes en
puntos fundamentales con los del PP. ¿Es eso propio de alguien que dice
defender la libertad de expresión?
Respuesta.– Leí cómo respondió Polanco
en la Junta de Accionistas de Prisa a un consejero que preguntó cómo podía
tolerar lo que decía Tertsch en Telemadrid. Su respuesta me recordó a cierto
célebre «Teníamos un problema y lo hemos resuelto». Dijo: «Esa contradicción ha
sido superada, y [usted] lo verá muy pronto, como todos los lectores del
periódico». En efecto, el problema se ha resuelto –literalmente– visto y no visto, porque Tertsch ya no
escribe en El País.
Esa reacción de
Polanco no me sorprende lo más mínimo. El
País es un diario de un monolitismo opinante carente casi por completo no
ya de fisuras, sino incluso de matices. Desde la muerte de Manuel Vázquez
Montalbán, la disidencia política en ese periódico ha quedado en las manos de
«El Roto», de Máximo… y muy poco más. Llevar la contraria a la línea editorial
del diario en aspectos considerados clave por el alto mando supone ponerse en
el disparadero.
A mí eso me
parece muy mal, y creo que, además, es un error. Considero que un periódico
–cualquier medio de prensa– gana ofreciendo diversidad, análisis y puntos de
vista contrapuestos, incluso contradictorios; no resultando perfectamente
predecible en todos sus extremos.
Tal como
concibo yo el periodismo, considero que un diario no debe ser imparcial. Debe
tener su propia línea. Pero, a la vez, ofrecer el suficiente número de ideas,
criterios y análisis parciales como para que quien lo lee pueda hacerse una
visión de conjunto y evaluar un buen puñado de posibilidades.
A mí las
opiniones de Hermann Tertsch –con las que coincido muy poco–, me parecen tan
dignas de ser expuestas como cualesquiera otras, y lamento que hayan sido
silenciadas, aunque supongo y deseo que por poco tiempo (no faltan los medios
que están en una sintonía ideológica semejante a la suya).
Pero vuelvo a
lo dicho antes: El País es un medio
privado que elige el grado de monolitismo que entiende preferible para sus
intereses.
Es libre de
hacerlo. Tan libre como lo soy yo de detestarlo.
Aunque huelga
decir que no tiene, ni mucho menos, la exclusiva de mis aprensiones.
Escrito por: ortiz.2007/03/27 05:00:00 GMT+2
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2007/03/26 05:00:00 GMT+2
Me hizo gracia
leer que Jesús Polanco se refirió en un discurso empresarial a lo difícil que
resulta mantener la imparcialidad política en determinadas situaciones.
Será que
alguien se lo ha contado. Porque él no puede saberlo por experiencia propia.
Jamás lo ha intentado.
El gran patrón
de Prisa no es hombre de rígidas opiniones políticas. En realidad, le interesan
mucho más los políticos que la política. Él respalda a los políticos que le
apoyan en sus negocios. Eso lo hace con todo el entusiasmo que sea necesario.
Polanco sólo es
dogmático en materia de negocios. De sus negocios. La libertad de expresión que
él reclama es la libertad de expresar aquello que conviene y da empaque a su
causa empresarial. Lo cual no me resulta nada escandaloso –hace lustros que sé
bien de qué van los grandes medios de comunicación–, pero tampoco sobra subrayar.
Dicho lo cual,
¿cómo no tomarse a chirigota los aires de virtuoso ofendido que ha adoptado
Rajoy ante la tralla que le dan los medios de Prisa? ¿Que los hay que se pasan?
Como si se quedan cortos. Tanto los miembros de su partido como quienes le
hacen coro en los medios de comunicación afines no tienen nada que envidiar a
nadie en cuanto al calibre de las invectivas que lanzan contra sus oponentes.
No es la
primera vez, ni mucho menos, que asistimos a un enfrentamiento directo y brutal
entre un partido político de primera fila y un grupo de comunicación
importante. A mí me tocó presenciar desde primera fila la feroz campaña que
lanzó el Gobierno del PSOE contra El
Mundo en los años en los que este diario denunciaba día sí día también la
corrupción política y el terrorismo de Estado. Un instrumento típico de aquel
acoso fue la introducción de criterios políticos discriminatorios en la
asignación de la publicidad pública. Otro, el uso de los instrumentos de
comunicación del Estado (TVE, sobre todo) para denigrar al medio en cuestión,
sin concederle derecho de réplica. En muchas ocasiones, los medios de Prisa se
hicieron eco de esos ataques gubernamentales, a menudo directamente injuriosos,
y su fuerte tampoco fue aceptar la réplica.
Pero, incluso
en enfrentamientos como ése, con medios en liza tan desiguales –de un lado un partido
en el Gobierno, con todo lo que ello supone; del otro un periódico en fase de
despegue–, lo más normal es que sea el partido político el que acabe saliendo
peor parado, a nada que el medio de comunicación tenga material bastante para
dispararle a zonas quebradizas.
Lo que no
consigo entender es a cuento de qué el PP, un partido de oposición que ya tiene
muchos más frentes que atender que medios para hacerlo y cuya munición es casi
en exclusiva ideológica –por no decir retórica–, opta por declarar la guerra
abierta y sin cuartel al grupo de comunicación más poderoso de España. A un
grupo de comunicación que, además, en algunos puntos clave, estaba marcando
ciertas distancias con el Gobierno al que el PP se enfrenta.
El editorial de
El País de ayer se preguntaba:
«¿Hasta dónde está dispuesto a llegar Rajoy?». La pregunta presupone que Rajoy
sabe por dónde va. Favor que le hace. Yo no lo tengo ni mucho menos tan claro.
Lo veo dando palos de ciego. Muchos palos, eso sí, pero a mansalva, sin una
dirección precisa, sin un propósito inteligible e inteligente. Para mí que
muchos de los que lo jalean le tienen ya tomadas las medidas para que entre
bien en el féretro.
Escrito por: ortiz.2007/03/26 05:00:00 GMT+2
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2007/03/25 11:45:00 GMT+2
Quienes acostumbran a leer mis cosas saben bien cuán irritante me resulta la arraigada tendencia celtibérica a contestar a una acusación con otra. Es el muy castizo: «¡Pues mira que tú!». Cada vez que me lo topo, argumento –por lo general sin el más mínimo éxito– que, cuando alguien reprocha algo a otro, lo correcto es que ese otro responda a la crítica, rechazándola o admitiéndola, en todo o en parte. Una vez que haya cumplido esa obligación, ya nada cabrá objetar a que contraataque, sacando a relucir su propia lista de cargos contra el oponente.
Pero por estos pagos (es posible que por otros sea igual, pero los tengo menos vistos) lo habitual es lo contrario. Aquello de que «la mejor defensa es un buen ataque» se aplica de manera universal, a todo y en toda circunstancia. No sólo en la vida política, ni mucho menos, pero muy especialmente en ella.
Durante los últimos meses hemos asistido a la conversión de este feo vicio en pie forzado del debate diario entre los dos principales partidos políticos de la escena española. Lo han llevado a extremos de auténtico bodrio, desagradable a fuerza a gritón y monocorde.
¿Qué provoca tal abuso, más allá de los límites de la imaginación y de la no muy acrisolada categoría de los principales intérpretes de la farsa?
Para mí la explicación no tiene vuelta de hoja: la culpa hay que buscarla en la superabundancia de materia prima. Cada acusación que el uno o el otro ponen sobre el tapete es ampliamente reversible.
El PSOE dice: «Cada día aparecen más y más casos de corrupción urbanística en los que están implicados responsables del PP». Y el PP responde: «¿Y la ristra de escándalos económicos que jalonaron vuestro paso por el poder, algunos de los cuales todavía colean?» A lo que el PSOE responde: «¡Ya veréis cuando se aclaren los negocios de Zaplana, con y sin Julio Iglesias! ¡Cómo nos vamos a divertir!» Y los de la calle Génova replican: «¡Eso será si no os pillan cobrando los restos de las obras del AVE!»
Cambia de tercio el PP y echa mano de los GAL: «¿Queréis que hablemos de la que montasteis en aquel tiempo?» La respuesta no se hace esperar: «¡Pero si los primeros que no quisisteis que se profundizara en ello fuisteis vosotros! En cuanto Aznar llegó a la Moncloa, lo primero que hizo fue negarse a desclasificar los papeles del Cesid. Os servisteis de ello para llegar al poder y a continuación lo dejasteis en el olvido.»
Se pasa a la historia de las frustradas negociaciones con ETA, y tal cual: Aznar hablando del «movimiento vasco de liberación» y de «los señores de ETA», que si Zurich, que si tu acercamiento de presos y el mío, que a ver quién ha hecho más para que De Juana esté como está, etc.
La lista es inagotable. Si se trata de la politización de la Justicia, tres cuartos de lo mismo. En materia de política exterior hay algunas diferencias, pero tirando a recientes: si se vuelve la vista al pasado, sobran las armas arrojadizas en todas las direcciones. Lo mismo que en política de inmigración. Lo mismo que…
¿Cómo esperar una pelea aceptablemente limpia y honrada de púgiles tan marrulleros que tienen a su disposición tantas posibilidades de recurrir a los golpes bajos?
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Golpes bajos.
Escrito por: ortiz.2007/03/25 11:45:00 GMT+2
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2007/03/24 05:00:00 GMT+1
Casi todos los viajeros
del metro evitan mirarse entre sí.
No pretendo dármelas de experto. No viajo
demasiado en metro. Hace años que me muevo poco por la ciudad y, cuando lo
hago, prefiero recurrir a mi viejísima motocicleta, que me funciona a las mil
maravillas. Pero eso da igual, de todos modos, porque no he sido yo, sino un
buen amigo, que ha estado estos últimos días de visita por Madrid y que se lo
ha recorrido en metro, el que me lo ha comentado. O el que me lo ha recordado,
mejor dicho.
Es verdad: casi
todos los viajeros del metro evitan mirarse a los ojos.
Los hay que se
quedan mirando a otras personas, por la razón que sea, pero, en cuanto son descubiertos, retiran la vista. Los
recalcitrantes son poquísimos.
Para mí que eso
tiende a crear una difusa sensación colectiva de incomodidad –tipo ascensor, por así decirlo– que los usuarios
más habituales buscan evitar, quizá no siempre de manera consciente, arreglándoselas
para distraer la vista del rostro de sus congéneres buscándose recursos que
tampoco les den un aire llamativamente apocado o huidizo. Qué duda cabe de que los
periódicos cumplen ahí una importante función social de parapeto (dicho sea eso
sin desdeñar sus hipotéticas potencialidades informativas).
Pero la lectura
de un periódico gratuito no colma las necesidades del mucho personal que tiene
que hacer desplazamientos realmente largos. Y ese personal tampoco ve con buenos
ojos gastarse un euro al día en un periódico de los de pago, que son duros de
leer y, además, una vez usados, ya no sirven de nada, y menos todavía de
adorno.
Ahí es donde
empieza a apreciarse con claridad la ventaja de los libros. Un libro de buen
tamaño puede distraer la vista durante muchas horas. Y hasta la atención,
llegado el caso.
Es un tópico
que la gente lee cada vez menos. Depende. En España siempre ha habido un
público restringido para la poesía, el ensayo o la literatura que requieren una
cierta gimnasia reflexiva y cultural, pero nunca han faltado lectores para
obras populares que relatan en
lenguaje de andar por casa, descuidadillo, historias ligeras, comprensibles a la primera,
propicias para la evasión o, alternativamente, para la ensoñación.
Cuando yo
era crío, el mercado de la literatura de ese tipo estaba muy acotado, incluso
por la propia presentación de las novelillas. Sus autores favoritos
gozaban de una enorme popularidad. También
se vendían toneladas de baratijas de policías y ladrones, cuyos autores muchas
veces eran españoles menesterosos que se buscaban seudónimos norteamericanos para
tratar de impresionar al público (yo conocí a un buen hombre, Alfredo Manzano,
que firmaba Alf Manz).
Ese tipo de
literatura sigue existiendo en la actualidad, vaya que sí, aunque bajo otras
formas. Y digo formas –y digo bien– porque los libros que la propagan llevan cubiertas
fardes, tapas duras y encuadernaciones de postín. Algunos de sus autores
presumen de literatos y apoyan su presunta superioridad en los muchos
ejemplares que venden. Ganas da de recordarles que Corín Tellado y Marcial
Lafuente Estefanía publicaron muchísimos más best sellers que ellos.
Pero el caso es
que los viajeros del metro van leyendo, así sea para evitar mirarse entre sí, y
eso, mal que bien, va creando un hábito que tiene sus aspectos positivos. Algunos
pasan a mayores. E incluso a mejores.
Fe de error.– Ayer atribuí a un guión humorístico de Miguel Gila una frase: «Alguien va a matar a alguien». La frase real, según me insisten, era: «Alguien ha matado a alguien». El mismo error se repite en mi columna de hoy en
El Mundo. Lo siento.
Escrito por: ortiz.2007/03/24 05:00:00 GMT+1
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2007/03/23 07:56:00 GMT+1
Muchos
recordarán la humorada aquella de Gila en la que un personaje mascullaba en
tono enigmático, mirando al infinito:
«Alguien va a matar a alguien». ETA se pasó buena parte de la tregua que ella
misma había calificado de «permanente» dando publicidad a largos y tediosos
comunicados en los que lo único que quedaba claro era su difuso e involuntario homenaje
a Gila. No paraba de insinuar entre líneas: «Como no se haga lo que yo digo,
alguien va a matar a alguien». Por eso algunos criticamos a los que,
confundiendo su deseo con la realidad, sostenían que la tregua era
«irreversible».
También
predominó el estilo inconcreto y vaporoso en varios de los encuentros que la
dirección de Batasuna mantuvo ayer con la prensa. Pernando Barrena –cuyo nombre
de pila pone de los nervios a ciertos medios de comunicación españoles, que no
entienden que los idiomas tienen esas cosas, y que también Jean se parece mucho
a Juan, pero es Jean, y qué se le va a hacer– afirmó, según recogen hoy todos
los diarios (*), que la tregua de ETA
vino precedida de diversos compromisos «firmados», que luego no fueron
respetados. ¿Qué compromisos fueron ésos, qué cláusulas incluían y quiénes y
cuándo los firmaron? De nada de eso dijo nada.
Lo cual es
políticamente inaceptable. Es intolerable que un responsable político lance
acusaciones de ese calibre y no concrete ni de quién ni de qué está hablado. Menos
cuando sabe que una imputación tan grave no puede dejar de volverse contra
Rodríguez Zapatero, reduciendo aún más su margen de actuación.
Y todavía menos
cuando la liga al atentado de la T-4. De hecho, dijo que lo ocurrido en
Madrid el pasado 30 de diciembre «ha sido interpretado como una respuesta» al
incumplimiento de esos acuerdos. ¿«Ha sido interpretado?» ¿Por quién? ¿Bien o
mal interpretado? En contra de eso, somos muchos los que «interpretamos» que la responsabilidad del atentado recae pura y exclusivamente sobre quienes lo decidieron y lo ejecutaron.
Batasuna se ha
especializado en un lenguaje indirecto, fabricado a base de frases hechas que parecen
decir algo, pero no dicen nada, o por lo menos nada mínimamente riguroso. Ayer
volví a oír hablar de la necesidad de dejarse de «estériles debates sobre la
violencia». Me dejan de piedra. Es de puro sentido común que un debate sobre la
violencia se vuelve estéril sólo cuando no hay violencia. Mientras la haya, no
tendrá nada de estéril, por lo menos para quienes la sufran. Otra cosa es que haya quien no quiere hablar sobre
ello, porque no le conviene, porque no sabe qué decir o porque no quiere
admitir su impotencia.
Otra ambigüedad
típica: hablan en general del «acoso contra la izquierda abertzale», como si se
tratara de un todo monolítico, sin entrar en ninguna distinción. Pero, a
efectos políticos, una cosa es que el aparato del Estado acose a quienes han
empuñado las armas –o, a otro nivel, los cócteles molotov– contra la legalidad
vigente y otra, muy distinta, que persiga opciones políticas, sociales o de
opinión que se expresan pacíficamente. ¿No quedamos en que hacían falta «dos
mesas»? ¿Por qué se empeñan en mezclar los temarios de la una y la otra?
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(*) Salvo Gara, si no lo he leído mal.
Escrito por: ortiz.2007/03/23 07:56:00 GMT+1
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2007/03/22 05:00:00 GMT+1
Dije al
comienzo de la vista sobre los atentados del 11-M que no me fío de la Audiencia
Nacional, en general –me referí en aquel caso a su sobresaliente tendencia institucional
a pifiarla–, y que tampoco me gusta el magistrado que preside la sala, Javier
Gómez Bermúdez.
Su trayectoria
no me inspira ninguna confianza, y los apoyos que obtuvo para hacerse con el
puesto, menos. Mucha gente, en función de eso, sospechaba que iba a ser un
magistrado condescendiente con las bien conocidas tesis que la derecha política
ha manejado en relación al caso. Sin embargo, ha bastado que se las tuviera
tiesas con alguno de los abogados de la AVT y afines, que diera unas cuantas
voces rotundas, enérgicas y desabridas a varios de los acusados, que mostrara
simpatía por algunas de las partes personadas en la causa y que se irritara
visiblemente con los traductores, en plan Don Perfecto, para que buena parte de
quienes hace unas semanas no se fiaban un pelo de él hayan empezado a mirarlo
con indisimulada simpatía.
A mí sigue sin
gustarme su comportamiento. Creo que un magistrado debe dejar que los acusados expliquen
todo lo que creen que ayuda a su defensa, y no quitarles la palabra por la
brava, porque quizá él esté empeñado en que el juicio no se alargue, pero ellos
corren el riesgo de ser condenados a miles de años de cárcel y, cuando las
cosas son así, la justicia tiene que ser muy especialmente garantista con las
posibilidades de la defensa. Y un magistrado podrá estar convencido de las
muchas razones que asisten a tales o cuales víctimas, pero no debe mostrar –ni siquiera cuando se baja del estrado– nada que pueda tomarse por parcialidad personal. Y
tendrá motivos para sentirse molesto porque haya aspectos técnicos que no
funcionen debidamente y tomar las medidas pertinentes para que se solucionen,
pero no es quién para humillar públicamente a las personas encargadas de la realización
de esas tareas.
Debería ser, en
suma, más comedido, ponderado y discreto.
Pero, claro,
entonces no llamaría tanto la atención, le sacarían menos fotos y ocuparía
menos páginas.
Supongo que no
hará falta que aclare que si me expreso así no es, desde luego, porque me
gustaría que el juicio marchara por otros derroteros. Lo que me preocupan son
las formas. Y en la justicia las formas son muy importantes.
Eso sin contar
con que hay formas problemáticas que pueden contribuir a ocultar contenidos igual
de problemáticos.
Escrito por: ortiz.2007/03/22 05:00:00 GMT+1
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