Un lector me manda una antología de afirmaciones de Hermann Tertsch que demuestran -dice- que «calladito estaría mucho más guapo». Pero la cuestión no se plantea en esos términos. No se trata de saber cuánto mejoraría Tertsch si se callara, sino cuánto mejora nuestra realidad periodística si se le silencia.
Sorprende a algunos que lamente el modo en que El País ha resuelto la «contradicción» que le suponían, según declaración propia, las opiniones de este columnista. «¡Pero si tus puntos de vista y los suyos no pueden ser más divergentes!», me argumentan. Razón de más. No veo qué puede tener de especialmente valioso o meritorio la defensa del derecho a opinar del compadre. Es a la hora de reivindicar la libertad de expresión del oponente cuando nos toca demostrar la calidad de nuestro apego a los fundamentos del sistema democrático.
Sostengo ese criterio con la mayor firmeza no porque la generosidad de mi corazón me desborde por los cuatro costados, sino porque reclamo que se aplique también al resto de los humanos, entre los que me cuento. Me hago perfectamente cargo de que, del mismo modo que muchas de las opiniones defendidas por Tertsch me desagradan realmente mucho, a quienes coinciden con ellas les sucederá algo parecido con las mías. De manera que, en realidad, lo que estoy proponiendo no es más que un do ut des. No es que espere ser pagado con la misma moneda -hace mucho que tengo constatada la ferocidad inquisitorial de nuestros sedicentes liberales-, pero por mí que no quede.
Dicho lo cual, y como ya he puntualizado en otras ocasiones, nada de lo anterior me lleva a negar el derecho de cada medio a seleccionar las voces que decide amplificar y las que no. Éste es otro criterio general que asumo y que tampoco suscita mayores entusiasmos, según tengo comprobado. Pero me parece de rigor. Insisto en que conviene no confundir a este respecto los medios de comunicación de titularidad pública, que tienen el deber (no insoslayable, pero sí indebidamente soslayado) de reflejar el conjunto de las opiniones representativas que están presentes en la sociedad, y los medios de propiedad privada, a los que asiste el derecho a sesgar su orientación tanto como lo consideren oportuno.
Otra cosa es que el resultado de ese sesgo, cuando tiende a convertirse en monolitismo puro y duro, nos parezca más o menos atractivo, e incluso útil. Porque, si bien está claro que hay bastante gente adicta al regodeo, que no quiere ver, ni oír, ni leer más que a los suyos, otros preferimos no tener que vivir en perpetuo zapeo -no sólo televisivo, sino también de radio y de prensa escrita- para hacernos con una visión de conjunto del panorama ideológico y de las posibilidades de interpretación de la realidad.
No es ya que la variedad no nos asuste. Es que nos gusta.
Pero, eso, allá cada cual.
Javier Ortiz. El Mundo (31 de marzo de 2007). Hay también un apunte con el mismo título: Voces y silencios. Subido a "Desde Jamaica" el 23 de junio de 2018.
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