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2007/07/29 03:45:00 GMT+2

Escribir, oficio y vicio

Un lector me pregunta a qué me refiero cuando afirmo que la mayoría de las y los novelistas españoles actuales escribe mal. Le intriga cómo se puede establecer algo así. Dado que no sé cuál es su profesión, no se lo puedo explicar con ejemplos tomados de su gremio. Imaginemos que fuera fontanero: le diría que un buen fontanero debe reunir algunas virtudes. Por ejemplo: está feo que deje empalmes que goteen. Para lo cual, en primer lugar, ha de saber cómo se aprietan las tuercas. Y, en segundo término, no debe dejarse obnubilar por  el deseo de acabar cuanto antes, cobrar y largarse.

La buena escritura se sujeta a reglas que, por lo general, son relativamente sencillas. Incluso sencillísimas. Pero hay que estudiarlas, dedicarles su tiempo y aplicarlas.

La mayoría son de mera mecánica. Otras tienen que ver con asuntos más difíciles de controlar por la brava, porque requieren cierto sentido del ritmo, del tiempo, del tono…

Yo no soy un teórico de esas materias. En consecuencia, no puedo dar recetas. A cambio, creo que tengo cierta intuición: cuando algo no funciona en un escrito, me chirría. A veces. No siempre.

En ese sentido, me pasa como con las personas. Si no son de fiar, me saltan las alarmas. (No, no lo he explicado bien: si me saltan las alarmas, es que no son de fiar. Pero puede que no sean de fiar y no me salten las alarmas. Porque hay estafadores –y estafadoras– mucho más inteligentes que yo. Me consta.)

  Hace años, un grupo de universitarios madrileños hizo un trabajo sobre mi modo de escribir. Lo que más me gustó de su reflexión, que incluía muchos aspectos técnicos –algunos críticos, como mi tendencia, muy vasca, al abuso de los adverbios–, fue que dijeran que el rasgo más peculiar de mi discurso consiste en que practico «la lógica molesta».

Me divirtió la observación.  No sé si será realmente así, pero lo intento.

Ayer me referí a ello de manera tangencial (ya había escrito «tangencialmente», para confirmar mi maldito gusto por los adverbios).

Entre los principios que rigen mi banal existencia, uno es ése, sin duda. Si alguien me demuestra que algo es verdad, me apunto. Y cuanto más contradiga mis prejuicios, más ganas me da de apuntarme.

Lo que no sé es a qué se debe: si a que tengo un espíritu muy subversivo o a que no vivo de defender ninguna mentira concreta.

De todos modos, lo más curioso, y lo que debería tratar con mi psicoanalista –si lo tuviera: le he sobrevivido–, es por qué narices estoy esta noche, a las tres y pico de la mañana, a escasas horas de un viaje complicado de narices, sin haber hecho aún la maleta… y contándoos todo esto, cuando nadie me paga por ello.

Mi difunto psicoanalista  me lo habría dicho, ajustándose las gafas con el dedo índice, para resaltar aún más su parecido con Zeca Afonso:

–Lo sabes de sobra, Javier.

Y habría acertado, una vez más.

Escrito por: ortiz.2007/07/29 03:45:00 GMT+2
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2007/07/28 04:48:00 GMT+2

En brazos

Acabo de realizar una de mis labores matinales más habituales, ya que no predilectas: sacar por internet tarjetas de embarque. Mañana me toca subirme otra vez a un aparato de esos que se desplazan por los aires (cuando lo hacen).

En esta ocasión el destino previsto es infrecuente, y además el viaje, caso de llevarse finalmente a efecto –nunca se sabe–, será en compañía: Charo y yo hemos de ir a Santa Cruz de Tenerife. Allá por África, según se entra a mano izquierda, vistas las cosas y las costas desde abajo, que es desde donde siempre las he mirado yo.

Cuando me toca trabajar en internet desde mi casa en la montaña mediterránea, me da tiempo para pensar mucho, dada la velocidad de la conexión con internet de la que dispongo: cada paso es como de procesión de Semana Santa.

Hoy, según estaba en esas labores, me he acordado de un reciente viaje, en el que me tocó en suerte un compañero de asiento interesante. Era un joven científico que acudía a un congreso en Bilbao y que llevaba encima a su hijito, que resultó pacífico, además de gracioso.

Estuvimos charlando (el padre y yo, se entiende: el crío estaba a lo suyo) un poco sobre todo, como es costumbre en las conversaciones de avión, que es la categoría inmediatamente superior a las charlas de ascensor.

En ese divagar, recalamos durante un rato en las relaciones entre el conocimiento científico y la política. El mozo tenía –eso me pareció– ideas bastante sensatas sobre la ciencia. Especulando sobre tales menesteres, se me ocurrió citar una frase de Vladímir Uliánov que creo pertenece a una obra suya curiosa, pero no demasiado afortunada, llamada Materialismo y empirocriticismo. «Si las leyes de la física chocaran con los intereses de tales o cuales hombres, esos hombres negarían las leyes de la física», escribió el bolchevique.

A mi compañero de viaje –si se me permite emplear esa expresión–, la frase le llamó la atención. Lo que me llamó más la atención a mi es que fuera necesario explicarle (superficialmente, claro: ni yo soy una enciclopedia ambulante ni él sentía un interés pasional por el asunto) quién fue Lenin, quiénes fueron los bolcheviques, por qué discutían de esas cosas, etc.

Me dejó perplejo el poco bagaje teórico que acumulamos los humanos. Mi vecino de asiento, inteligente y culto, no tenía ni idea de cosas que hace 30 o 40 años se sabía de carrerilla cualquier lector de periódicos.

Me pregunté: ¿Estamos condenados a hacer todos, individuos y generaciones, el mismo aprendizaje una y otra vez, repitiendo las mismas experiencias, cayendo en las mismas bobadas, incurriendo en los mismos errores, recibiendo en nuestras cabezas los mismos golpes, asimilando las mismas evidencias?

Estuve tentado de responder que sí a todas esas preguntas. Pero al poco pensé que el asunto no está tan claro.

Recordando al joven científico y a su crío, he de admitir que una parte de la Humanidad va aprendiendo algo.

No creo que hace un siglo un científico viajara con su hijo en brazos.

Escrito por: ortiz.2007/07/28 04:48:00 GMT+2
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2007/07/27 03:35:00 GMT+2

El bosque vasco

Conocí hace muchos años a una joven periodista danesa con la que me puso en contacto un colega sevillano para que la asesorara en asuntos vascos, porque la radiotelevisión pública de su país, para la que trabajaba, le pedía de vez en cuando alguna crónica sobre cosas de Euskadi y la habían convencido, pobrecilla, de que yo era una fuente fiable.

En mis primeras reuniones con aquella colega danesa me vi obligado a darle un cursillo acelerado sobre «la cuestión vasca», para que se hiciera cargo más o menos de los líos que nos traemos en nuestra tierra.

De entrada, el asunto le pareció interesante.

Le hice un bosquejo histórico sobre el Reino de Navarra, las aventuras de nuestros antepasados, las guerras carlistas, los inicios del capitalismo en España, la revolución industrial en versión vasca, el nacimiento del PNV…

Estaba yo en éstas, encantado de la vida, cuando se produjo un tremendo atentado de ETA en Sevilla.

Sucedió cerca de la casa en la que vivía la periodista danesa y causó varios muertos que, para su desgracia, la resultaron muy próximos.

Aquel mismo día me telefoneó para comunicarme que había decidido suspender, por lo menos de momento, su curso intensivo sobre «la cuestión vasca». Me dijo, con su divertido acento sevillano: «Volvamos a vernos, pero hablemos de cualquier otra cosa. El conflicto vasco se me ha atragantado.»   

Por supuesto que entendí su estado de ánimo.

Durante años, ya de regreso en su tierra, siguió poniéndose en contacto conmigo de tanto en tanto para hacerme alguna entrevistilla para su radio danesa sobre tal o cual suceso de la actualidad vasca. O sea, que el interés no lo perdió del todo.

La última vez que hablamos me dijo que se había casado, que había sido madre y creí entenderle que había decidido abandonar la profesión.

Me acordé de ella ayer porque me sucedió algo muy parecido (aunque muy distinto) a lo de su cursillo acelerado de 1991 sobre la cuestión vasca.

Me puse a estudiar, desde la distancia de mi estadía mediterránea, las diferencias que se han hecho públicas entre Imaz e Ibarretxe: lo de la consulta en condiciones de no violencia, etc. Metido en gastos, quise enterarme también de lo sucedido en las votaciones para la elección de los gobiernos forales de los territorios de Araba, Gipuzkoa … eta abar.

Joder, qué fatiga.

En cosa de una hora, me convencí de que nada de lo que estaba leyendo era en realidad lo que parecía. Y llegué a la conclusión de que, para enterarme de lo que había por debajo de lo que parecía, debería emplear un montonazo de tiempo (hacer un taco de llamadas telefónicas, etc.), lo cual no me apetecía nada, porque además estaba seguro de que son historias que, en el fondo, vistas con la debida perspectiva y desde el punto de vista del interés general, no van a ningún lado.

De tener que emitir un dictamen, diría: «Parece que hay un montón de tíos que no se han bajado del coche oficial desde 1977 y que no saben qué hacer para seguir en las mismas».

Y, de verme obligado a llevar el dictamen tres metros más allá, añadiría: «Cuando yo traté a Ibarretxe, la conclusión que saqué es que el coche oficial más bien le estorbaba».

Pero eso fue hace mucho. Lo mismo ya no vale.   

Es lo que tienen las distancias: a veces el bosque no te deja ver los árboles.

Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: El bosque vasco.

_____

P. S. (1) – Me escribe un lector: «Te molesta que los que no saben de escritura pontifiquen sobre lo que está bien escrito y lo que no. Cuídate tú de pontificar sobre asuntos de los que no sabes casi nada». Respuesta: Touché.

P. S. (2) – Acabo de oír que ha muerto Gabriel Cisneros. Hace en estos días 12 o 13 años (no lo recuerdo bien y tampoco me apetece ponerme a  comprobar el dato) coincidimos en una Universidad de Verano. Fue en un curso sobre posibles reformas de la Ley Electoral. Dimos por separado sendas conferencias y juntos una conferencia de prensa, en la que tuvimos una enganchada importante.

Pero, como decía Pío Baroja, "lo marqués no quita lo valiente": admito que fue muy superior. De hecho, yo, inseguro, me presenté con la charla escrita en 40 aburridos folios. Él, en cambio, apareció con las manos en los bolsillos, sin una mala nota, y se pasó hablando una hora entera, sin ningún problema.

Constituyó para mí un modelo al que decidí atenerme de inmediato: de todo lo que dijo en su conferencia, no tomé ni una sola nota.

Escrito por: ortiz.2007/07/27 03:35:00 GMT+2
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2007/07/26 05:15:00 GMT+2

Ocho sentencias de muerte

Hace pocos días, repasando mi voluminosa colección de películas grabadas en VHS, que ocupa mucho más espacio del que me conviene, y planteándome una vez más cuántas y cuáles  me compensaría pasar a DVD para rescatarlas de la limpieza que inexorablemente tendré que hacer en el futuro, me topé con un clásico del cine en blanco y negro cuyo solo título me hizo ya sonreír. Aquí se llamó Ocho sentencias de muerte, aunque su título original fue Kind Hearts and Coronets. Llegó a las pantallas en 1949  y tuvo entre sus peculiaridades una muy sobresaliente: el genial Alec Guinness, que entonces tenía 35 años y todavía no había alcanzado la popularidad mundial que le dio El puente sobre el río Kwait, interpretaba nada menos que ocho papeles, uno de ellos de mujer.

Si no la habéis visto os la recomiendo, porque, sin poderse calificar de obra maestra, ni mucho menos, es memorable, y además muy divertida.  

La película cuenta la historia de un personaje vagamente aristocrático que, para acceder a la posesión de un determinado título nobiliario y a los bienes anejos, ha de conseguir la desaparición de todos cuantos lo preceden en la línea de sucesión, que son ocho.

Convencido de que, como afirma la dudosa sabiduría popular, «a grandes males grandes remedios», decide asesinarlos a todos, aventura que emprende con desternillante ingenio.

Tenía el recuerdo de la película todavía fresco cuando ayer oí las últimas novedades sobre la presente edición del Tour de Francia. Y no pude evitar la sospecha de que en esa carrera hay este año un aspirante a duque, como el de la película de Guinness.

Para mí que alguien ha decidido ganar la competición ciclista borrando del mapa a todos los que tiene por delante en la clasificación.

Admito que en este brumoso julio le había cogido yo apego al Michael Rasmussen ése, más que nada porque tiene pinta de cabezota tímido, modo de ser muy típico en Euskadi que me resulta enternecedor. Además, tuve de compañero de fatigas en la cárcel de Girona en 1973 a un guapetón danés, también muy tímido, que se apellidaba igual que él (lo mismo en Dinamarca Rasmussen es como Pérez en Sevilla). A mi Rasmussen de Girona lo trincaron porque en su pandilla se jugaban todos los años a suertes quién bajaba a Marruecos para subir el chocolate de todos. Y aquel año le tocó a él la china (y perdón por el chiste malo).

El pobre no sabía ni papa de castellano, pero se desenvolvía bien en inglés y francés, así que yo le hacía de intérprete.

De modo que en el Tour de este año ya se han cargado también a Rasmussen.

Y todo porque sospechan que el chico se ha drogado. Probablemente con razón.

En este asunto hay diversos subasuntos latentes que yo no tengo nada claros, y que expongo a la consideración general, por si pueden valer para algo.

Resumo:

1º) En la historia de todas las formas de excelencia humana, especialmente las artísticas, está presente la droga. Han sido muchos los genios que han buscado en tal o cual sustancia estimulante la mejora de sus prestaciones, por decirlo en lenguaje ciclista. ¿Deberíamos desposeer de todos sus muy ensalzados títulos a Freud, a Rimbaud, a Mallarmé, a Shakespeare y a tantos otros drogotas?

2º) El consumo de determinadas sustancias estimulantes, psíquicas o físicas (en realidad, y en último término, todas físicas), acorta la vida de quien las utiliza y le produce trastornos de salud más o menos graves. Bien. Pero, ¿en qué medida tal práctica forma parte de las opciones particulares de cada persona y en qué medida ha de serle impedida, por motivos de interés general?

3º) Los individuos que forman parte de los organismos oficiales que determinan que tal o cual sustancia es una droga prohibida, ¿pasan por test médicos que certifican que ellos no consumen drogas prohibidas? Si es así, ¿dónde se exhiben los resultados de esos test?

4º (y como extensión de lo anterior): ¿por qué los ciclistas han de ser sometidos a exámenes tan continuos y exhaustivos, mientras tantos otros profesionales, de cuyo equilibrio psicológico dependemos todos, y mucho más, pueden realizar sus funciones profesionales sin que nadie les haga un mal análisis?

El martes defendí en la televisión vasca que podría estar bien que se hicieran análisis de sangre a los líderes políticos a la entrada y salida del Congreso de los Diputados. Por ejemplo, los días en los que hay debates de ésos que empiezan a las 10 de la mañana y acaban a las 12 de la noche.

Quizá es que me paso de suspicaz, porque soy muy flojo y me pierde la envidia que me producen los fuertes, pero la verdad es que me resulta muy pero que muy sorprendente que haya gente que pueda estar más fresca que una lechuga durante 14 horas seguidas. Y continuar en el mismo plan ocho horas después.

Tengo entendido que la cocaína ayuda a producir efectos de ese género.

Y, como resulta que he estado en reuniones de gente de alto copete que se metía cocaína sin parar, pues voy y sospecho.

___

P.S. (y por si acaso).–  Detesto la cocaína. Por dos razones. La primera: vete a saber qué te venden. La segunda: no pretendo ser más lúcido. Mi grado de lucidez natural me resulta ya suficientemente deprimente.

Escrito por: ortiz.2007/07/26 05:15:00 GMT+2
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2007/07/25 09:20:00 GMT+2

Novelistas y cuentistas

Mi amigo Gervasio Guzmán tiene un primo –que fue joven petulante y ahora es ya un proyecto de anciano también petulante– que pretende que es novelista.

El problema no está en que nunca haya publicado una novela. La cosa es que nunca ha escrito ninguna.

Se lo dije con sorna la última vez que le oí presentarse como novelista: «Jodé, tío: un novelista es alguien que escribe novelas. O novela, en singular, por lo menos. Pero, que yo sepa, tú no cumples esa condición elemental». Se me enfadó mucho: «¡Estoy en ello! ¡No es tan fácil como crees tú, que no paras de criticar a los novelistas españoles, sin haber hecho nada mejor!»

Su respuesta merecía dos réplicas que me ahorré, porque tampoco es cosa de sulfurarse gratis con estos calores. Pero tratándose de vosotros, me animo a contarlas.

La primera no tiene nada de nueva: he explicado varias veces que, si no escribo una novela, no es porque no tenga editor –yo mismo soy editor–, sino por respeto al género.

No lo digo por modestia, sino por conocimiento de mis limitaciones. Sé que carezco de dos virtudes que son imprescindibles para escribir una novela interesante: no tengo la imaginación necesaria para construir una historia que valga la pena y carezco de las dotes de observación que se precisan para recrear con cierta gracia caracteres, situaciones y ambientes.

Admito, eso sí –porque lo creo–, que conozco el oficio de la escritura, dicho sea en los términos relativos que son de rigor. He insistido a menudo en ello, presentándome no como escritor, sino como escribidor, adjetivo que me parece que podría valer para englobarnos a los artesanos –que no artistas– de la palabra.

Y en tanto que artesano de la palabra, no tengo reparo en afirmar que la práctica totalidad de los (¡y las!) novelistas de esta Hispania fecunda de nuestras amarguras... no sabe escribir con el mínimo decoro que cabe reclamar a quien se pretende profesional de la cosa. Dicho sea como mero dictamen técnico.

Que tampoco sobrevaloro, por cierto. He conocido novelistas técnicamente deficientes, pero con tal habilidad y encanto para contar historias que su desaliño formal resultaba secundario. Mi paisano Pío Baroja, por ejemplo. O, por hablar de alguno más cercano cronológica e ideológicamente: Vázquez Montalbán. No todo el mundo puede ser Valle-Inclán.

Lo rematadamente insufrible es cuando te topas –y es lo más frecuente– con autores que la historia que te cuentan no te interesa un pijo y, para mayor recochineo, te la cuentan fatal.

Esto que voy a escribir ahora no me va a aportar muchos amigos, lo sé, pero he de soltarlo, para no haceros trampa: también me repatea que gente que no es del oficio se empeñe en otorgar certificados de calidad a tales o cuales novelas. «He leído la última novela de Fulanita. Es muy buena.» «¿No has leído lo que acaba de publicar Menganito? ¡Qué gran obra!» Etc.

Si dijeran que les ha gustado mucho, o incluso muchísimo, y hasta que les ha llevado en volandas al séptimo cielo, no tendría nada que objetar. El gusto es un derecho humano de uso individual. Discutible, sin duda –para quien tenga ganas de meterse en esas harinas–, pero derecho. Lo que censuro es el intrusismo. ¿Qué narices hacen repartiendo diplomas de escritura quienes no tienen ni idea de la técnica correspondiente?

Es como si un bodeguero se plantara frente a un puente colgante y soltara: «Está muy bien hecho». Pero ¿qué sabrá él?

Un amigo, experto en un oficio muy especial, me lo señaló hace tiempo refiriéndose a determinadas obras gigantescas y muy conocidas, que no puedo citar directamente para no traicionar la confidencia: «El autor las vende como un prodigio técnico, pero yo puedo decirte que están fabricadas con trampa sobre trampa. Lo que pasa es que las hacemos, y a correr, porque paga bien, aunque sea en dinero negro».

Mi amigo no pretende ser un artista, pero tiene oficio. Y lo que está mal hecho, él sabe que está mal hecho. Y no hay más vueltas que darle.

Lo que me deprime más a mí, que me sé algo de las entretelas del negocio en el que sobrevivo, es la constancia que tengo de que esa porquería que llega a las librerías ni siquiera es lo que el autor o autora escribió, sino lo que ha resultado después de pasar por las manos de un corrector de estilo.

A lo largo de mi vida profesional, como editor y corrector que he sido –también de algunas de las plumas más renombradas de la literatura española–, me ha tocado lidiar con originales que daba grima verlos.  Poetas. Novelistas. Académicos. Quizá algún día me cabree todavía más y lo cuente.

Ahora, eso sí: luego los he visto firmando sin parar en sus casetas de la Feria del Libro.

Cuentistas que ejercen de novelistas.

Pero perdónenme los cuentistas de verdad.

______

Aniversario.– Casi me olvido: hoy se cumplen siete años del inicio de este rollo diario. Es difícil hacer las cuentas, porque hubo algo así como tres días en los que me falló el servidor, cual si fuera la electricidad de Barcelona, y hubo un día en el que no escribí, porque mi madre tuvo la desagradable ocurrencia de morirse, y también hay que contar con que algunos otros días no he escrito un apunte, sino dos o tres. Pero, bueno, estamos hablando en todo caso de más de 2.500 artículos. Otros defectos se me podrán discutir, pero el de la pesadez, no.

Escrito por: ortiz.2007/07/25 09:20:00 GMT+2
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2007/07/24 07:40:00 GMT+2

Escándalo

Como canta Raphael: «Es un escándalo». Veo en internet a estas horas de la madrugada (escribo pronto: salgo de viaje) las peleas entre elpais.com y elmundo.es, en las que cada cual asegura a su parroquia que es el más visto. Me entraría la risa si no tuviera los mecanismos del humor un tanto averiados por las explicaciones de algunos humoristas que tratan de convencer a la sociedad biempensante de que ellos sólo son bufones del rey, pero, en el fondo, tan monárquicos como el que más.

Lo de las ediciones digitales es de auténtica coña. ¡Qué manera de retorcer las cifras! Como me toque la lotería, fundo una empresa de auscultaciones y hago que saque un comunicado afirmando que javierortiz.net tiene más visitas que la CNN y YouTube juntos. Y a ver quién sabe si Reivaj/Zitro es más fiable que Nielsen/NetRatings.

El País asegura que su éxito, ése que su rival niega, se debe «en gran parte, al fomento de la participación del lector». O sea, que su gran mérito consistiría «en gran parte» en haber logrado que otros trabajen gratis para su causa. Genial. Si dijera: «Nuestro éxito se debe a que informamos más y mejor que todos los demás», mentiría, pero por lo menos sería una mentira con pretensiones de excelencia profesional. Nada, no: de lo que presume es de lo bien que se aprovecha de terceros.

Obsérvese que, además, se trata de una rivalidad meramente cuantitativa: «Me miran más». Nada de «me miran mejor», ni de «se fían más de mí». Estamos en el reino del célebre lema: «Un billón de moscas no puede equivocarse. ¡Come mierda!».

Es posible que se trate estrictamente de eso.

No sé cómo soy capaz de seguir escandalizándome.

Hubo una mañana, en la época en la que coincidí con Ernesto Ekaizer en la tertulia radiofónica de Onda Cero, en la que ambos tuvimos una agarrada, porque se me puso muy borde, como si él fuera Jesús Polanco y yo Pedro J. Ramírez. Sólo que él ejerció de Polanco y yo me negué a ejercer de Ramírez. En directo se lo dije varias veces: «Si quieres meterte conmigo, cita lo que he dicho o he escrito yo. Si quieres meterte con Pedro J., dirígete a él». En una pausa publicitaria, le aconsejé: «No sé por qué te pones así. Hoy tú trabajas para un patrón, pero lo mismo mañana te toca trabajar para otro. Deberías tomar más distancia.» Creo que tuvo en cuenta mi admonición, pero para hacer lo contrario.

El espectáculo que nos acaba de proporcionar casi toda la cuadra de Prisa arrastrándose ante el brazo incorrupto de Polanco, cada cual empeñado en demostrar que es más pelota que el de al lado, me ha producido vergüenza ajena. Me recordó el título de una sección que tuvo durante algunos meses Jorge Martínez Reverte en un semanal. La llamó «Me pagan por esto». En principio no tendría por qué estar mal. Todo depende de lo que sea «esto».

Os invito a un ejercicio curioso: repasad, dentro del universo de empleados y colaboradores de Prisa, quiénes no han considerado de buen gusto subirse al coro. Porque los ha habido.

Es un ejercicio que no me inquieta, en la medida en que puedo invitar también a quien quiera a que repase la hemeroteca de El Mundo buscando las alabanzas que yo haya publicado cantando las excelencias de su (mi) patrón.

Hubo un día en que escribí, en plan irónico y parodiando una estupidez patrioteril de Rafael Vera: «Contra el patrón, como contra la Patria: ¡con razón o sin ella!».

No es ni ético ni estético hablar bien del que te paga, aunque creas que lo merece. ¿Cómo podrá saberse si lo haces porque lo piensas o porque no eres sino otro lameculos más, de los que llenan ya todas las redacciones y todas las empresas?

Vuelvo a lo de Raphael: todo esto es un escándalo. Pero lo más escandaloso es que estamos perdiendo la capacidad de escandalizarnos.

Escrito por: ortiz.2007/07/24 07:40:00 GMT+2
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2007/07/23 06:40:00 GMT+2

Ciberpintxos

Soy un pésimo ladrón. De crío creí que podía arreglármelas para robar algunas cosas con cierta habilidad. Libros, mayormente. Cuando estuve en París, en 1964 –tenía 16 años y todavía me extraña que mi padre, que era como era, me permitiera esa escapada–, me forré a robar libros. Ahora me avergüenzo de ello, porque mis víctimas fueron los editores y las librerías que menos se merecían el expolio: François Maspéro y La Joie de Lire, sobre todo.

De regreso a San Sebastián, creí que podía seguir desarrollando esa discutible habilidad. Pero un día en el que la ambición superó mi prudencia y traté de agenciarme la versión grande del DRAE, fui descubierto y cogido por el cuello a la salida de la librería. Pasé una vergüenza tan descomunal que el suceso me marcó para siempre, demostrando que no es del todo falso eso de que «la letra con sangre entra».

Aquel malhadado día decidí que no me compensaba robar. No por principios (a algunos magnates los dejaría con una mano delante y otra detrás, si pudiera hacerlo sin riesgo), sino por finales.

En tanto que donostiarra, uno de los castigos más terribles que me planteó mi decisión de no volver a robar fue el de tener que declarar honradamente el número de banderillas (o pintxos, que decimos nosotros) consumidas en la barra de los bares. La costumbre local es que uno va cogiendo los pintxos que le apetece, sin consulta previa con los empleados del bar, y luego se retrata a la hora de pagar: «Pues ha sido una caña, dos gildas, una de txatka y otra de gamba con gabardina». Y si ha sido eso, pues bien, pero si ha sido eso y tres más, já, que te lo demuestren.

Ya. Pero, ¿y si te lo demuestran, o si te lo echan en cara diciendo que de eso nada, aunque no apelen a ningún notario?

Víctima de este proceso mío de honradez inducida, empecé a declarar siempre la verdad. Con lo cual me ha tocado pagar siempre en los bares y tascas de Donosti unas facturas de cágate lorito.

Mis amigos bareros me lo han explicado una y otra vez del mismo modo: es que en el precio que pagamos lo que pagamos va incluido el precio de lo que no pagan los que no pagan.

–Pues vaya la gracia –respondo–. Justos por pecadores, se llama eso, ¿no?

Aunque lo cierto es que lo que pagamos los justos por culpa de los pecadores tiene todas las trazas de exceder el pecado, porque el gremio de las tascas de la Parte Vieja donostiarra no parece estar a punto de fenecer por inanición.

En informática está pasando tres cuartos de lo mismo.

Acaban de hacer una redada en la que han pillado a unos cuantos habilidosos que pirateaban toda suerte de programas de software y vendían las copias piratas, con sus correspondientes contraseñas, a precios muy accesibles, en un solo DVD. Yo no tengo ninguna vocación de pirata y, por mi gusto, pagaría hasta el último céntimo por todos los programas informáticos que necesito o que me viene bien utilizar. Pero la mayoría de ellos tienen precios inaccesibles para quienes no formamos parte de la oligarquía financiero-terrateniente.

Hablas con los que viven en el Olimpo de la industria informática, les das cuenta del problema y te proporcionan invariablemente la misma respuesta:

–No tenemos más remedio que poner esos precios, porque hemos que compensar las pérdidas que nos acarrea el pirateo.

Pero les ves el tren de vida que llevan y piensas que todo indica que compensan las pérdidas más que de sobra.

Así que estamos en el reino del ciberpintxo. El que paga, paga el doble, si es que no el triple. Y el que roba tiene el argumento bien a mano: quien roba a un ladrón…

De todos modos, hay un caso que a mí me trae por la calle de la amargura. De la amargura ética, quiero decir. Así como los problemas que el pirateo informático pueda acarrear a Bill Gates me dejan no ya frío, sino helado, me inquietan las dificultades que tiene que acarrear el pirateo a quienes fabrican mercancías selectas, minoritarias y de alta calidad, como la Enciclopedia Británica. El nivel de excelencia que tiene ese producto –excelso, en mi criterio– sólo puede mantenerse si la empresa que lo fabrica, y lo actualiza sin cesar, cuenta con los medios necesarios para pagar a los mejores especialistas en cada asunto de los que abarca (que son todos, prácticamente). ¿Y cómo los va a pagar, si los usuarios nos dedicamos a piratear la obra?

Cambio de tercio sin cambiar de idea: si pirateo los discos de Patty Griffin –digo, es un decir–, en lugar de comprarlos en la tienda, hago la puñeta al sello discográfico, bien, pero eso es lo de menos, al menos para mí. Lo que me preocupa va por otro lado: ¿no estoy contribuyendo a que Griffin se vea en dificultades para seguir creando?

Con lo cual, al final, y rumiando todas estas consideraciones, me voy a la tienda y compro el disco. Incluso siendo consciente de que de mi compra Griffin obtendrá un porcentaje mínimo, porque casi todo se lo llevarán todos los demás.

Porca miseria.

Escrito por: ortiz.2007/07/23 06:40:00 GMT+2
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2007/07/22 07:55:00 GMT+2

Tres apuntes

Bueno, parece que al final ayer me las arreglé bastante bien para demostrar que no mentía cuando dije que no veo los programas de más éxito de la televisión. De los dos que cité, parece que uno (Salsa rosa) ya ni siquiera se emite. Del otro (Aquí hay tomate) un lector que parece experto me cuenta que, si bien puede decirse que participa de muchos de los vicios de las emisiones más chabacanas y vocingleras, tiene un punto de irreverencia y espíritu crítico, que es el que pudo animar a sus responsables a meter el dedo en el ojo del estabishment a cuenta de la portada de El Jueves.

Hay un aspecto en esto último que sí resulta digno de destacar, por lo que puede tener de significativo. Me refiero al hecho de que bastantes medios de amplia difusión, incluidas algunas televisiones, acogieran muchas y muy severas críticas a la decisión del juez Del Olmo, y que algunos optaran incluso por boicotearla en la práctica reproduciendo la portada supuestamente prohibida, no considerándose afectados por la orden judicial.

No se trata de echar ninguna campana al vuelo, pero sí de apuntar que parece estar perdiendo fuerza el bochornoso mimo con el que la prensa española ha venido tratando desde la Transición a la Monarquía juancarlista y a todos sus integrantes, lo que se ha manifestado de dos modos complementarios: la exageración ditirámbica de sus presuntas virtudes y el no escrito pero evidente pacto de silencio del que se han beneficiado sus abusos y sus pifias. ¿Está cambiando esa actitud, patética en tantas ocasiones?

Puede que algo, en efecto, pero tampoco tanto, a juzgar por la naturalidad con la que los grandes medios han acogido que el Rey, recalcitrante en estas prácticas, haya recibido de una empresa privada y a modo de dádiva otro barco más, considerado el top entre los de su clase. Aceptar presentes de este género –y de este precio: el nuevo Bribón puede haber costado por encima del millón de euros– tal vez no constituya delito en España, donde «la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad» (art. 56.3 de la Constitución), pero debería ser, al menos, materia de comentario, si es que no de franco escándalo.

Así que, si es que hay cambio en esta historia, se toma su tiempo, desde luego. Quizá por el aquel de que «las cosas de Palacio van despacio».

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Y ya que hablo de ditirambos: impresionante el despliegue puesto en marcha en loor y gloria del recién difunto Jesús Polanco. Supongo que en cosa de nada alguien pedirá su canonización.

Tengo muy presente lo que me sucedió cuando comenté en 1994 en El Mundo la muerte del tenista Vitas Gerulaitis, al que puse de vuelta y media por su machismo ridículo y recalcitrante (*), y los chorreos que me llevé, con Jiménez Losantos como portaestandarte, cuando escribí en ese mismo periódico un editorial valorando la dimensión social de la figura de Lola Flores tras su fallecimiento (un texto respetuoso con la persona y sus dotes, pero severo con el papel que representó y con la época de la que fue faraona). En ambos casos pude comprobar que en España –y en muchas otras latitudes, seguramente– está horriblemente visto que digas de una persona muerta lo mismo que decías de ella en vida.

Aprendida la lección, remitiré en este caso a lo que escribí sobre Jesús Polanco cuando estaba en vida, y eso que me ahorro.

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Tercer y último apunte de hoy. Y el más sentido.

Acaba de morir un viejo amigo de Andoain, compañero de las fatigas antifranquistas de los años sesenta. Lo conocí siempre por Gaspar, aunque luego me enteré de que se llamaba Javier Zubillaga. Formaba parte de un grupo de ETA-Berri (EMK, con el paso del tiempo) en el que militaban varias chicas, tan echadas para adelante como listas y festivas, y otros dos mozos más (a los que, en un rapto de originalidad, bauticé como Melchor y Baltasar). Uno andaba por entonces en la mili, creo recordar.  

Con Gaspar tuve durante un par de años bastante trato, y muy amistoso: transmitía una corriente de franca solidaridad, de seriedad y de espíritu concienzudo que, por lo menos a mí, me llegaba al alma. Pero nunca nos contamos nada sobre nosotros: ni cómo nos llamábamos, ni a qué nos dedicábamos, ni si teníamos familia… Estábamos en la clandestinidad, y todo eso había que ocultarlo, por si cualquier día te encontrabas delante de la Policía política del franquismo. Cuanto menos supieras, menos podías contar.

Luego yo emprendí la huida al exilio francés, y ya no supe nada más de él.

Supongo que es muy difícil, si no imposible, explicar a las jóvenes generaciones, por majas que sean, la clase de vínculos afectivos que pueden establecerse entre personas que tienen entre manos una causa común y que se entregan mutuamente para llevarla adelante, pero que, precisamente por necesidades de la propia causa, no pueden entrar en intimidades.

Nos perdimos de vista en 1969 y, desde entonces, nos hemos tenido presentes, pero en la lejanía. De vez en cuando me llegaba alguna noticia suya. De vez en cuando, supongo, a él alguna mía.

Hace unos meses, un amigo suyo de Andoain, Joxe Camino, más joven que nosotros, me hizo saber que tenía un cáncer galopante. Me pidió que le mandara unas letras de ánimo. Lo hice, claro. No sé por qué, me quedé con la idea de que iba a recuperarse, y que podríamos encontrarnos, y tomarnos unos vinos, y hablar de Sole, y de Opi, y de Juan Martín… Y de todos, y de todo. Y reírnos de esta mierda de vida.

Al final no nos va a quedar sino llorar esta mierda de muerte.

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(*) Gerulaitis había dedicado buena parte de sus últimos años a demostrar que las mujeres (tenistas) nunca podrían alcanzar la altura de los hombres (tenistas). Y desafiaba a Martina Navratilova, y a la otra, y a la de más allá, sin entender que jugar más fuerte no tiene por qué significar jugar más alto. En aquella época, en particular, el tenis femenino resultaba, en mi opinión, mucho más divertido y espectacular que el masculino, que se había convertido en una competición para determinar quién era capaz de sacar con más fuerza (y empleando más tiempo en ello). El machismo militante de Gerulaitis me llevó a escribir una columna necrológica que empezaba diciendo, si no recuerdo mal: «Ayer murió Vitas Gerulaitis. Era un gilipollas.»

Escrito por: ortiz.2007/07/22 07:55:00 GMT+2
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2007/07/21 09:28:00 GMT+2

Unos más iguales que otros

Dice J. L. Martín, editor de El Jueves, que está seguro de que el secuestro judicial del último número de su revista ha venido provocado por la insistencia con la que el programa de Tele 5 Aquí hay tomate volvió una y otra vez sobre la ya célebre portada, en la que el príncipe Felipe y Leticia Ortiz aparecen caricaturizados en una actitud laboral un tanto equívoca. Es muy posible que tenga razón. La televisión, en general, y en particular ese programa, del que sólo puedo opinar de oídas porque nunca lo he visto –aunque ya sé que muchos no me creerán (*)–, no sólo tienen una difusión muy superior a la de cualquier revista, sino que la tienen, además, de una manera muchísimo más indiscriminada y aleatoria. Una imagen expuesta repetidamente en una gran televisión generalista en una franja horaria de primera importancia tiene un efecto social infinitamente mayor que un dibujo que es visto por un público previamente simpatizante de la sátira y propicio a tomársela con espíritu burlesco, que va a buscar la publicación en un quiosco o librería y, además, paga para hacerse con ella.

Aunque lo más probable es que nunca llegue a saberse a ciencia cierta, es muy fácil que, de no haber sido así amplificado y magnificado el hecho, la caricatura de Guillermo habría pasado con la misma pena o la misma gloria que tantas otras, suyas o de otros compañeros de profesión dados también a la sal gruesa. Porque las ha habido igual de brutas o más, e incluso con asuntos más traídos por los pelos. Porque en este caso, al menos, lo que parece innegable es que, con el pretexto de los euros por hijo prometidos por Rodríguez Zapatero, el dibujo de Guillermo plantea un asunto que muchos ciudadanos consideran altamente problemático: el de la vida regalada que proporcionamos entre todos a a unos señores y señoras cuyo única peculiaridad es o bien haber nacido en una cama de alta alcurnia o bien haber conseguido meterse en ella con el paso de los años. Ese debate se puede plantear de manera más bruta o más sutil  –recuerdo, por ejemplo, la propuesta que alguien hizo de que le fuera impuesta la Medalla del Trabajo a Don Juan de Borbón–, pero no es ni mucho menos superfluo.

Si el derecho al honor,  de fronteras ya de por sí un tanto difusas, fuera defendido por los jueces españoles igual de a rajatabla con relación a toda persona, conocida o no, española o no, la cuestión del secuestro de El Jueves podría plantearse en otros términos. Pero si hay programas de televisión que se dedican al mercadeo diario de impudicias, algunas prefabricadas al efecto, otras tal vez reales (dicho sea aquí lo de real aludiendo a la realidad, no a la realeza); si pueden hablar con total naturalidad y desenvoltura hasta de la vocación de tampax de otros personajes reales (dicho sea aquí lo de real aludiendo tanto a la realeza como a la realidad), ¿a qué viene ahora este intento de estado de excepción honorario?  Ningún juez movió ni siquiera una pestaña cuando Álvarez Cascos fue caricaturizado entregado a prácticas carnales con su por entonces esposa (sobre el capó de un automóvil, me parece que era).

Es evidente que aquí algo falla. Y lo que falla es la aplicación del art. 14 de la Constitución Española, que dice: «Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social».

Supongo que no será necesario que subraye eso de «por razón de nacimiento».

¿Que hay otros artículos de la Constitución que dicen otras cosas hablando del Rey, la familia real, etc.? Bien. Establezcan claramente qué principio tiene más rango: si el de la igualdad de los ciudadanos o el de los privilegios regios. Pero háganlo tratando de no olvidar que estamos ya en el siglo XXI.

Nota de edición: Javier publicó una columna que trata el mismo asunto en El Mundo: Las cosas de palacio.

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(*) Ya he explicado en alguna otra ocasión (creo) que yo no soy del género de Fungairiño, por muchísimos conceptos, y que no pretendo dármelas de intelectual en mis relaciones con la televisión. Veo bastante televisión, pero no estos programas en los que los participantes se gritan mucho y, además, hablan de gente que ni siquiera sé quién es. Tampoco veo casi informativos, porque, tal como soy, mis necesidades informativas me las cubren mejor las radios. Los informativos de la televisión me parecen premiosos y con una notable inclinación por la truculencia. Si me informan que aquí o allá han machacado tres cráneos, me hago muy bien la idea de cómo puede ser eso, sin necesidad de ver los sesos chorreando. A cambio, veo bastante cine (si lo emiten por una generalista, lo grabo, para poder saltarme luego la publicidad, que la odio) y deporte (o sea, y tratándose de España, casi todo fútbol). Cuando no me encuentro bien, me encanta el canal Historia, que te permite estar arrebujado en la cama y encima te culturiza (ya sé que no está admitida esta acepción cheli del verbo, pero me hace gracia). En resumen: que ni Salsa rosa, ni Aquí hay tomate, pero sin hacer de ello ninguna cuestión de principios. Conozco gente que los ve y que es culta, inteligente y divertida. Más que yo, con frecuencia.

Escrito por: ortiz.2007/07/21 09:28:00 GMT+2
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2007/07/20 08:30:00 GMT+2

La ley de Rajoy

Hay problemas de la sociedad cuya resolución exige el estudio y aprobación de nuevas leyes. Hay otros que tienen tratamiento, pero no legislativo. Y hay otros, en fin, que no tienen solución.

En España hay una fortísima tendencia a encarar todos los problemas reclamando reformas legislativas. Y si las que se realizan no producen el deseado efecto taumatúrgico así que aparecen en el BOE, se demanda de inmediato que se reforme lo reformado.

No se tienen en cuenta algunas consideraciones por lo demás elementales. Por ejemplo: que no basta con sacar una ley que penaliza aún más severamente determinados comportamientos antisociales para que ese género de actos, si están anclados en sustratos culturales profundos, dejen de producirse. La violencia machista es un caso. Yo no sé si la nueva ley es perfectible. Lo que sé es que la lucha contra la esencia opresora del sistema patriarcal es mucho más compleja y se dirime en muchos más frentes que el legislativo. Sin embargo, cada vez que un hombre agrede a una mujer aparece alguna voz preclara que afirma que eso demuestra que la ley es inadecuada.

El llamado «conflicto vasco» aporta un terreno también muy propicio para los que creen que todo es cosa de leyes y tribunales. De modo que, si la Ley de Partidos  («de Partido», habría que decir, porque se fabricó para uno solo)  no funciona como estaba previsto,  o es que hay que endurecerla o es que no saben o no quieren aplicarla. Queda descartado que el problema desborde el universo leguleyo.

Otro tanto habría que decir de la Ley de Extranjería. Se ha producido una espantosa tragedia en las cercanías de Canarias y ya tenemos de nuevo al coro de siempre reclamando la reforma de la Ley. No quieren ni plantearse que quizá el asunto sea mucho más complicado y que no se requieren más leyes restrictivas, que ya lo son hasta extremos abochornantes, sino una política de restitución al Tercer Mundo de sus posibilidades cercenadas, para que sus habitantes tengan futuro en su propia tierra y se olviden de venirse para aquí a aprender idiomas, como decía con brutal sarcasmo Carlos Cano en los tiempos en los que a nosotros nos tocaba ir a Alemania, a Suiza o a Francia... o a hacer las Américas.

Siguiendo con esa misma línea de pensamiento que le es tan cara –tan barata, en realidad–, Rajoy se ha topado con la evidencia de que está a un tiro de piedra de las próximas elecciones generales y de que su política de alianzas es lo más parecido al desierto de Gobi. Y, en vez de plantearse la posibilidad de convencer a Acebes de que deje de aplicar el principio de Stalin, que decía aquello de que «el partido se fortalece depurándose», ha optado por dedicarse a especular con una posible reforma de la Ley Electoral, para que sea la ley la que le resuelva el problema de su espléndido aislamiento político… por la vía de prohibir que quienes son capaces de llegar a acuerdos puedan hacerlo.

Imagino que primero tendrá que conseguir la aprobación de otra ley, que le permita cambiar la Ley Electoral en contra de todos los demás grupos parlamentarios.

Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: La ley de Rajoy.

Escrito por: ortiz.2007/07/20 08:30:00 GMT+2
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