Un amigo me recuerda el texto de las pequeñas pancartas que muchos norteamericanos colgaron de sus balcones en abril de 1980, cuando fracasó estrepitosamente el intento de rescate de los rehenes que Irán tenía encerrados en la embajada de Washington en Teherán. El mensaje era para el presidente James Carter. Decía: «Gracias por haberlo intentado».
Mi amigo cree que un mensaje semejante podría hacérsele llegar ahora al presidente del Gobierno español: no ha conseguido que ETA deje las armas, pero por lo menos él lo ha intentado.
La comparación no me convence ni poco ni mucho. En primer lugar, porque la tragicómica aventura militar que patrocinó Carter con el nombre de Operación Garra de Águila fue un compendio de ilegalidades, amén de prodigiosamente chapucera. No parece el mejor espejo en el que mirarse.
Y en segundo lugar porque tampoco está tan claro que Zapatero lo haya intentado realmente.
No dudo de que le habría gustado intentarlo. Supongo que, cuando se puso manos a la obra, lo hizo pensando en esforzarse cuanto hiciera falta para llevarla a término. Pero, así que chocó con las graves dificultades que se interponían en el camino de su ambiciosa empresa, perdió fuelle. Y no sólo dejó de hacer lo que debería haber hecho, sino que, además, hizo con frecuencia lo que no debía.
Dos son los obstáculos principales que se le pusieron por delante.
El primero, la actitud de la oposición, cerradamente hostil al intento.
Cuando Felipe González se metió –sin demasiado entusiasmo, todo sea dicho– en el berenjenal de las conversaciones de Argel, pudo conseguir que el conjunto de las fuerzas políticas respaldaran la iniciativa con más o menos entusiasmo, asumiendo las posiciones sobre la «salida negociada» que luego se plasmarían en los pactos de Madrid (noviembre de 1987) y Ajuria Enea (enero de 1988). (En el papel que en 1987-1988 jugó el partido de la derecha, a la sazón llamado Alianza Popular, tuvo importancia decisiva la actitud positiva de su entonces presidente, Antonio Hernández Mancha, que refrenó la furia de sus compañeros más reacios. Pero ése es otro capítulo.)
Tampoco encontró ninguna oposición José María Aznar cuando anunció el 3 de noviembre de 1998 que representantes de su Gobierno iban a reunirse con «el entorno del Movimiento Vasco de Liberación», según su propia fórmula. Todo lo contrario: el resto de las fuerzas políticas, empezando por el PSOE, dirigido por Joaquín Almunia, le animaron a seguir adelante.
En cambio, Zapatero se ha encontrado con la enemiga más furiosa de la derecha. De toda la derecha y en todas sus variantes (política, judicial, religiosa, mediática…), dispuesta a no darle el menor respiro y a no pasarle una. Es muy difícil conducir un proceso como ése bajo una presión tan intensa. No sé si podría hacerse tirando por la calle de en medio, con mucho carácter y una determinación férrea. Lo que sí sé es que Zapatero no se atrevió a hacerlo. Lejos de ello, no paró de tirar piedras contra su propio tejado, tratando de aplacar la ira de la derecha.
El otro obstáculo con el que fue a chocar Zapatero lo representó la propia ETA. Según el esquema de Anoeta, se suponía que a ETA le correspondía negociar con el Gobierno de Madrid sólo los aspectos «militares» del conflicto (las condiciones del cese de su actividad armada), quedando para los partidos la discusión sobre las diversas opciones políticas que se plantea Euskadi en tanto que entidad nacional. No fue así. En la práctica, y dijera inicialmente lo que dijera, ETA nunca se atuvo al esquema trazado por Otegi en Anoeta. Ni renunció a tutelar el debate político ni se planteó con sinceridad el cese definitivo de su acción violenta. Con lo cual, tampoco por ese lado podía avanzarse gran cosa en el proceso de pacificación.
De modo que no podemos agradecer a Zapatero haber intentado lo que de hecho nunca llegó a intentar realmente.
Nota de edición: Javier publicó una columna de parecido título en El Mundo: ¿Muchas gracias? De nada.