Se está produciendo en las últimas semanas un interesante debate sobre cómo deben encarar los jueces y tribunales el tan mentado proceso de paz vasco. ¿Han de tenerlo en cuenta para no entorpecerlo, o incluso para favorecerlo? Quienes defienden esa opción argumentan que la justicia no puede impartirse sin considerar el entorno social en el que se produce y sobre el que puede repercutir en uno u otro sentido. Apuntan que, si la ley prevé que los jueces y magistrados evalúen a la hora de tomar determinadas decisiones la concurrencia de factores ambientales tales como la alarma social, no hay razón para que desdeñen la realidad de otros estados de ánimo generalizados, como podría ser el ansia colectiva de paz. Otros consideran, por el contrario, que el poder judicial está para aplicar y hacer cumplir las leyes en vigor, aplicándolas en su literalidad tanto cuanto sea posible, sin dejarse influir por consideraciones políticas cuya pertinencia o impertinencia no le corresponde a él dictaminar. Añaden que, si la representación política de la mayoría ciudadana considera negativos los efectos de unas u otras leyes, no tiene más que reformarlas, que para eso está el poder legislativo.
El titular del Juzgado Central de Instrucción número 5, Fernando Grande Marlaska, no está ni con los unos ni con los otros. Él sigue su propio criterio, que le lleva a tomar resoluciones que –sean cuales sean sus intenciones– interfieren de hecho en los planes de paz defendidos por la mayoría política, cosa que él consigue recurriendo de manera sistemática, de entre todas las interpretaciones posibles de la ley, o de entre todas las actuaciones anteriores de la propia Audiencia Nacional que puedan tomarse como precedentes, las más conflictivas.
Véase la orden que ha dado de detener a dos empresarios navarros que, al parecer, pagaron a ETA una cierta cantidad de dinero que la organización terrorista les exigió en 2001. Tanto la orden de arrestar a personas que no hay ninguna razón para imaginar que quieran eludir la acción de la justicia como la voluntad inicial de imputarles un delito de «allegamiento de fondos a una organización terrorista» pueden estar en sintonía con lo que hizo el juez Garzón en abril de 2004 con varios directivos de la empresa Azkoyen, pero choca con lo decidido en casos semejantes por los jueces Bueren y Andreu, que optaron por no actuar contra los extorsionados que pagaron, considerando que el razonable pánico que les produjo las amenazas de ETA, tantas veces cumplidas, les eximía de responsabilidad criminal, conforme a lo dispuesto en el art. 20 del Código Penal.
Menos grave por sus consecuencias, pero no menos ilustrativo del modus operandi de Grande-Marlaska, es el auto que dictó ayer prohibiendo una conferencia que iba a pronunciar Arnaldo Otegi en Barcelona dentro de un foro organizado por El Periódico. Otegi tenía previsto participar en ese foro en su calidad de miembro prominente de la izquierda abertzale, que no es ninguna organización, ni legal ni ilegal, sino una corriente social. Los organizadores hicieron constar que Otegi en ningún momento sugirió que se le presentara como dirigente de Batasuna. Grande-Marlaska obvió esos argumentos y procedió a prohibir la conferencia, desconsiderando lo argumentado por el fiscal, cuyo informe ni siquiera llegó a leer porque resolvió antes de recibirlo, pese a que estaba en sus manos apenas una hora después de haberlo solicitado. Está claro que a Marlaska se le podrá acusar de muchas cosas, pero no, desde luego, de excederse en sus afanes garantistas.
Se ve que el hombre tiene sus fijaciones. Lo cual carecería de especial trascendencia si no fuera porque el Estado ha puesto en sus manos un poder enorme. Un poder que no es genuinamente político, pero que puede tener más peso político –que está teniendo más peso político– que la mayoría de las actuaciones de los políticos no togados.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: El proceso de Marlaska.