El Gobierno de Ibarretxe ha pedido perdón en nombre de la sociedad vasca a las víctimas de ETA por no haberlas respaldado como se merecían. Yo suscribí un manifiesto en el que algunos vascos mostramos nuestro desacuerdo con el hecho de que la demanda de perdón estuviera destinada a las víctimas de ETA en exclusiva y no abarcara también a quienes han sufrido los trágicos efectos de otras violencias de naturaleza política. Víctimas de bandas parapoliciales, o policiales, sin más, que las ha habido, y numerosas.
Por mi gusto, yo habría añadido al manifiesto un párrafo señalando que, sea como sea, no todas las víctimas de ETA me merecen idéntica consideración. Sería un hipócrita si dijera que me entristece el fin que tuvo Melitón Manzanas, reputado torturador, o el almirante Carrero Blanco, responsable de la muerte de miles de personas condenadas en parodias de juicios o paseadas al amanecer y liquidadas con un tiro de desgracia por no comulgar (¡qué bien puesto el verbo!) con sus ideas.
En el caso de ese par de personajes, y de algún otro, siempre he subrayado la doble consideración que me merecieron y me siguen mereciendo sus muertes. Políticamente las desapruebo, porque no concedo a nadie el derecho a erigirse en vengador solitario y actuar en nombre de un pueblo que no lo ha elegido para representarlo, y menos a tiros. Pero, en lo personal –en lo sentimental, por así decirlo–, la desaparición del mundo de los vivos de ese par de bichos ni me conmovió en su momento ni me conmueve lo más mínimo ahora, así que no podría pedir perdón (a su memoria, tendría que ser) sin hacer un ejercicio de jesuitismo del que me declaro incapaz.
Sí lamento que ETA haya matado o mutilado a muchas otras personas, y no sólo a las que designó a bulto con su dedo mortuorio sin pararse a pensárselo dos veces, sino también a la inmensa mayoría de las que condenó a muerte en juicios sumarísimos –en parodias de juicio: retomo la expresión– tras considerar que se lo habían ganado por llevar uniforme o por trabajar de paisano para el Estado español. Y también lamento que esas personas y sus familiares hayan tenido que cargar durante años con el peso suplementario de un desdén social inmerecido, aunque sea falso que ese doble baldón haya sido universal: hay familiares de víctimas de ETA que no se identifican con esa queja.
De todos modos, aprecio otro aspecto en el acto de contrición del Gobierno de Ibarretxe que tampoco me convence. Me refiero a lo de pedir perdón «en nombre de la sociedad vasca».
Me da que se mezclan ahí churras con merinas. Porque una cosa es que la Administración vasca considere que no ha puesto en el pasado todo el interés que debía en la atención material y psicológica de las víctimas de ETA –lo que no sólo es posible, sino posibilísimo– y otra que el Gobierno de Gasteiz mezcle esa autocrítica suya con la buena, mala o peor conciencia que puedan (podamos) tener los ciudadanos de a pie por nuestras actitudes ante algunos de nuestros conciudadanos (actitudes más o menos consideradas, más o menos desconsideradas, pero en todo caso libérrimas), de cuya gestión no hemos encargado al Gobierno vasco, que yo sepa.
Los observadores de la conducción de los asuntos públicos solemos respaldar una máxima que viene abrumadoramente avalada por la experiencia: «Responsabilidad de todos, responsabilidad de nadie».
Para acabar de embrollar aún más el asunto, el Gobierno vasco ha aprovechado la ocasión para reclamar al Gobierno español que (¿en correspondencia?) pida perdón a las víctimas del bombardeo de Gernika. Como ya he argumentado en reciente ocasión con referencia a la Ley de la Memoria Histórica, el Gobierno español actual, al que se debe considerar representante ejecutivo y heredero legal del Estado surgido del levantamiento militar del 18 de julio de 1936, reformado pero nunca revocado durante la llamada Transición, es depositario de las responsabilidades históricas –y eventualmente legales– que contrajeron sus antecesores.
Suelo decir a veces, consciente de lo que tiene de humor negro, pero también de verdad implacable, que cuando en España se habla de Franco denominándolo «el Jefe del Estado anterior», conviene precisar que lo que es anterior es el jefe, no el Estado.
Fue ese Estado el que se conchabó con el III Reich para probar en Gernika la eficacia de las bombas de fósforo, de cuyas excelencias ha seguido disfrutando hace nada la US Air Force en Irak.
Todos primos hermanos, en realidad.
Y los demás, todos víctimas.
Nota de edición: Javier publicó una columna que trata el mismo asunto en El Mundo: Perdón, con perdón.