La Comisión Europea ha rechazado, a instancias de su comisario de Transportes, Jacques Barrot, una demanda aprobada por amplia mayoría en el Parlamento Europeo en la que se solicitaba la suavización de las normas que impiden a los pasajeros de los aviones llevar en sus equipajes de mano líquidos contenidos en envases de más de 100 mililitros de capacidad.
Todos cuantos volamos con frecuencia –yo lo hago todas las semanas– tenemos nuestro particular anecdotario de situaciones ridículas producidas por esa reglamentación, que no sólo es drástica, sino también secreta.
En mi caso particular, sólo tuve problemas con mi equipaje de mano una vez, pero no por asunto de líquidos: me impidieron pasar un pequeño cortaúñas con el que ni siquiera el más feroz de los asesinos habría podido cometer ningún atentado. Le hice ver al guardia civil del control que la señora que me precedía, que llevaba unas uñas postizas dignas de Dolly Parton, contaba con un potencial armamentístico muy superior al mío, y me respondió que sin duda yo tenía razón, pero que él no estaba allí para interpretar el reglamento, sino para aplicarlo. Me enteré ese día de que las normas al uso no dicen nada sobre los objetos de porcelana, tales como algunas uñas postizas de tamaño gigante que, convenientemente afiladas y puestas en la yugular de una azafata, pueden armarla buena.
Cuanto más he ido sabiendo sobre esa reglamentación, más me he persuadido de que las dos principales funciones que cumple son, por un lado, la de intimidar a la población en general, moviéndola a admitir que se tomen toda suerte de medidas restrictivas de sus derechos y libertades, incluyendo algunas perfectamente incomprensibles, y, por otro, la de dar la sensación de que los gobernantes no están cruzados de brazos y ponen mucho empeño en la lucha antiterrorista.
Pero lo que me ha animado a hacer este Apunte de hoy no es el asunto concreto de las normas sobre los líquidos que cabe o no cabe introducir en los aviones, por más que tenga lo suyo, sino el hecho de que, una vez más, la Comisión Europea, que es un órgano de mando pactado entre los políticos profesionales de los diversos estados de la Unión Europea, se haya permitido hacer caso omiso de una resolución adoptada por el Parlamento Europeo, que es el foro de representación directa de la ciudadanía de los países miembros.
Son los casos así los que van solidificando en la conciencia colectiva europea la convicción de que los centros rectores de la UE constituyen una superestructura estratosférica, alejada del común de los mortales, en la que unos señores y alguna señora que se identifican entre sí como expertos se dedican a misteriosas manipulaciones de las que sólo dicen lo que les da la gana, por lo común en forma de órdenes inapelables.
Casi todas las noticias que nos llegan procedentes de Bruselas al cabo del año tienen que ver con restricciones, prohibiciones y limitaciones. ¿Y quieren que la gente simpatice con ese tinglado?
El gran problema de la Unión Europea es que está hecha de los retales que dejan los distintos estados después de que cada uno se haya cortado su traje a la medida. Es un matrimonio –múltiple, eso sí– de conveniencia, de ésos que sólo se interesan por lo que hacen cuando están de pie y bien tapaditos. En resumen: un aburrimiento.
Nota de edición: Javier publicó una columna que trata el mismo asunto en El Mundo: La UE, esa antipática.