40 años de la aparición del Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band de The Beatles. No, no os inquietéis: no tengo la menor intención de soltaros un rollo sobre el la importancia artística que tuvo aquel disco, que marcó el cénit y el inicio del rápido ocaso del grupo más venerado de la historia del pop, etc. Otros ya lo han hecho. (Yo también, en parte, en lo que tengo publicado sobre John Lennon.)
Lo que me sugirió ayer la lectura del reportaje que apareció en El País sobre la portada y la concepción general del celebérrimo disco fue una reflexión sobre la no menos célebre generación del 68 (que es la mía, y bien que lo lamento: preferiría pertenecer a la del 88 y tener 20 años menos).
El fenómeno de conjunto que supuso el Sgt. Pepper’s se asocia indisolublemente a aquella generación, y con motivo: incluso para los que no estábamos inmersos todavía en el mundo musical y cultural anglosajón, la aparición de aquel disco representó un acontecimiento al que no faltamos, pese a lo que nos dolía pagar el dineral que representaba para nosotros el precio de un LP.
Fue, es verdad, un disco importante. Pero tampoco la expresión máxima de la repanocha, según podría deducirse de algunos panegíricos posteriores. Algo semejante puede decirse de la generación del 68 y del propio 68, que también tuvieron y siguen teniendo su interés, pero no hasta el punto de rodearlos del halo mítico que muchos se empeñan en ponerles.
Lo que a mí me resulta más llamativo de la generación del 68, para estas alturas, es la capacidad inicial que demostró para ocupar la escena y su posterior resistencia, probadamente eficaz, a abandonarla. Sus integrantes llegaron a la edad necesaria para hacerse oír en un momento en el que la generación que ocupaba el poder en todos los ámbitos había agotado sus potencialidades y se mostraba cansada, aburrida y sin ideas. (Hablo de Occidente y, más en concreto, del Occidente democrático. Lo de aquí era otra cosa.)
Esa generación se las arregló para reemplazar a la anterior aplicando la máxima de Lampedusa: «Hace falta que todo cambie para que todo siga igual». Se produjo un cambio cultural, en el sentido amplio del término, incluyendo los usos y costumbres. Eso facilitó que la máquina del sistema tomara nuevos bríos.
A partir de eso, la gente de aquella quinta se apalancó en los centros de poder (político, económico, mediático, artístico) y decidió que los conservaría de por vida. La pequeña minoría que aspiraba a cambios sociales realmente profundos –porque era una pequeña minoría, aunque armara bastante ruido– se disgregó. Muchos decidieron apuntarse a la obra de remozar la fachada del viejo orden. Otros se marginaron, o fueron marginados.
40 años después, lo que resulta más fascinante es comprobar lo bien que muchos de ellos –no demasiados: en las cimas tampoco caben grandes masas– se las han arreglado para que se tome como histórica una mitología fabricada en buena medida a posteriori para llenarles el pecho de medallas y justificar su negativa a ceder el testigo a las generaciones siguientes, cuyos miembros más selectos están necesitando Dios y ayuda –sobre todo Dios– para ascender y conseguir un lugar en las cumbres del poder.
Sucede a menudo en esta sociedad que el triunfo no guarda relación directa con los méritos. Triunfa más y mejor no el que más talento tiene, sino el que más y mejor sabe vender la suma de los méritos que tiene, los que finge tener y los que le atribuyen.