El Lennon literario
Esta conferencia fue pronunciada dentro del ciclo Rock&Letras
del Centro de Cultura del Cabildo de Gran Canaria el 4-V-2001.
Para mí, la
experiencia resultó problemática, porque jamás había disertado en público sobre
música. Además, la fórmula elegida tenía riesgos: un grupo musical local, The
Diego, iba a cantar algunas de las canciones citadas en mi parlamento, a modo
de ilustración. Felizmente, todo funcionó aceptablemente. Las interpretaciones
de The Diego fueron espléndidas: se conocen al dedillo la obra de The Beatles y
son muy buenos instrumentistas. Hubo buena asistencia de público y la gente se
lo pasó bien. Eso sí, hubo un problema: una parte del público había asistido
sobre todo para escuchar a The Diego, y otra parte, para oír al Javier Ortiz
que echa mítines sobre política. Unos y otros se quedaron con cierta
insatisfacción. Pero ésa era la fórmula elegida por los organizadores, y a mí
no me quedó sino atenerme a ella. El conjunto del acto duró hora y media.
Esta conferencia es la primera de un ciclo que seguirá
la misma fórmula (con charla mía e interpretaciones en directo).
El ciclo tendrá tres sesiones más. La segunda versará
sobre Bob Dylan, la tercera sobre Paul Simon y la cuarta sobre Van Morrison. A
continuación transcribo mi intervención. Las partes musicales tendréis que
imaginároslas.
Martes, 17 de abril de 2001. Madrid.
He pasado por la agencia de viajes a recoger el pasaje del avión para venir aquí.
Me detengo en El Corte Inglés de Goya para abastecerme de algunos accesorios de informática. Suena Eight Days A Week como música de ambiente. No tardo en comprobar que la megafonía del gran almacén tiene instalada la discografía de los Beatles en permanencia.
Me acerco al departamento de discos. Beatles a gogó. Promoción Beatles. Ponga un beatle en su motor.
Regreso a casa. Enciendo la radio. No menos de tres anuncios llevan música de la firma Lennon-McCartney como fondo. Me encuentro con lo mismo en los spots comerciales de la televisión. Beatles por todas partes. O John Lennon, a secas. Lennon explicando que no cree en la Biblia, que no cree en Jesús, que no cree en Elvis, que no cree en Kennedy, que no cree en los Beatles; que sólo cree en él. En Yoko, en él... y, a lo que parece, también en Volkswagen, a título póstumo. ¿Por qué no? Si el vitriólico With God On Our Side de Bob Dylan pudo servir para promocionar un fondo de pensiones bancario, nada impide que se utilice una canción de Lennon para cantar las maravillas de un Volkswagen: a fin de cuentas, esa marca de coches produjo un famoso modelo llamado «escarabajo», y el nombre de los Beatles lo ideó Lennon haciendo un juego de palabras entre el término musical beat y el sustantivo beetle, que significa, precisamente, «escarabajo». Por poderse, bien podría usarse su Imagine como promoción del Año Santo Compostelano. Qué más da que hable de imaginar un mundo sin religión: eso son pequeños detalles sin importancia, en los que no vale la pena detenerse. Además, ¿quién se fija en las letras?
Beatles por todas partes. Con cualquier motivo. A cualquier hora. Se equivocó el joven Lennon: no fue en 1964 cuando los Beatles se hicieron más famosos que Jesucristo. Son éstos los momentos de su máxima fama. No de la más ferviente, pero sí de la más extensa y persistente. De una fama, además, indiscutida. ¿Quién objetaría ahora sus rituales yeah-yeah de los primeros días, sus oh yesss! coquetuelos de la época de Help!, sus pelos más y más largos, sus inclinaciones místico-hindúes, su psicodelia, o sus canutos? ¡Pero si ni siquiera llevaban un mal pendiente en la nariz, ni en la lengua...! Hoy los Beatles son la imagen de marca de un grupo de buenos chicos bendecidos por un estabishment que se hizo adulto oyendo su música. Hasta el papa Wojtyla los bendeciría.
Si se dejaran. Si pudiera ser. Si estuvieran vivos.
Podría alargar un buen rato la ristra de sarcasmos. Podría cachondearme de esta sociedad nuestra del malestar, a la vez ahíta de todo y dispuesta a engullir lo que sea con tal de digerirlo, sacarle provecho y convertirlo en lo que finalmente produce toda digestión: caca.
Puede ser que fuera hasta gracioso, pero no respondería para nada a la cuestión clave: ¿por qué los Beatles sí, y hasta ese punto, y no –qué sé yo– The Animals, The Kinks, incluso The Rolling Stones, pese a todo?
¿Que se encontraron con condiciones favorables? Claro que sí; por supuesto. Pero, como escribió Mao Tsetung –tal vez algún viejo del lugar lo recuerde–, si bien las condiciones externas (el calor) son las que permiten que un huevo se transforme en pollo, no hay condiciones externas que puedan convertir una piedra en pollo.
No es que los Beatles fueran en sí mismos mejores ni peores que otros grupos: es que acertaron a reunir –en parte sin saberlo– todas los requisitos necesarios para convertirse en emblema de una generación que ha acabado por abastecer de dirigentes a la actual clase dominante. A escala mundial.
Y eso sería inexplicable si no fuera por la extraña, polifacética y contradictoria personalidad de John Lennon.
Hablemos de él.
Suele decirse que John Lennon, por su gusto, habría sido un rockero de marca mayor. Una mezcla de Chuck Berry y de Gene Vincent a la inglesa, dispuesto a sudar la camiseta en el escenario tocando y dando gritos durante horas para deleite de un público tan ávido de descargar tensiones como él. Es lo que hizo durante sus primeros años en Liverpool, y luego en Hamburgo, y luego otra vez en Liverpool, cantando a grito pelado ante gente que a veces estaba más preocupada de emborracharse y de liarse a bofetadas que de escuchar cómo él y sus iniciales Quarrymen, pronto rebautizados como The Silver Beatles, desgranaban historias de iniciación sexual, de ésas que nutrieron el repertorio literario del rock primigenio, tipo Great Balls of Fire, C’est la vie o Long Tall Sally: canciones con letras que nadie escuchaba demasiado, porque nadie buscaba poesía en ese rito.
Lennon siguió manteniendo su alma de rockero hasta el final. De hecho, alguna de las últimas cosas que compuso y cantó con los Beatles recuperaron ese espíritu. Fue el caso de Birthday, un corte cañero aunque bastante tontorrón que incluyó en The Beatles, el doble LP de tapa blanca que grabaron en 1968, o, mejor aún, del simpático Everybody Got Something to Hide (Except Me and My Monkey), que aparecía unos cuantos cortes más allá en ese mismo álbum. A quienes la recuerden les vendrá a la memoria el festivo y constante sonar de un cencerro en el canal izquierdo mientras dos guitarras se superponen en el derecho, y la obsesiva acumulación de C’mon del fundido final. La letra es una alegre fantasía, con alusiones bastante explícitas al sexo y a la droga, lo cual, como todo el mundo sabe, es muy propio del rock & roll. Quienes no la recuerden, de todos modos, pueden hacerlo ahora.
(THE
DIEGO CANTAN EVERYBODY GOT SOMETHING TO HIDE EXCEPT ME AND MY MONKEY)
A menudo se ha manejado la hipótesis de que, si los Beatles no fueron un grupo más rockero es porque las tendencias blandengues de Paul McCartney lo impidieron.
En mi criterio, eso es una simpleza. McCartney compuso e interpretó alguno de los rocks más fieras de los Beatles. El Helter Skelter del propio Álbum Blanco –la canción más bestia de todo ese trabajo– es obra de McCartney. Y el Long Tall Sally de sus inicios, que antes mencionaba –probablemente el rock más desmelenado de los que grabaron de veinteañeros–, lo cantaba McCartney, y además muy bien. El asunto de McCartney es otro, y ya hablaremos de él en su momento.
En todo caso, y ya liberado de los Beatles, Lennon trataría de pagar su deuda con el rock con un álbum titulado precisamente Rock’n’Roll, en el que homenajeó a su modo a Gene Vicent, Chuck Berry, Lloyd Price y demás incitadores al meneo de caderas de su juventud.
En realidad, si John Lennon no se limitó a ser un rockero, por mucho que le gustara el rock puro y duro, fue porque quería ser también muchas otras cosas. Todas las que le permitieran comunicar a los demás el revoltijo, el volcán de ideas y sentimientos que encerraba en el cerebro y en las tripas. Quería ser músico, pero también escritor. Y hubiera querido ser pintor. Y cineasta. Y lo que fuera.
La verdad es que su formación inicial –digamos académica, por decir algo– dejaba mucho que desear. Fue decididamente un mal estudiante. Y un estudiante conflictivo.
Tal vez se teman ustedes que en este momento les suelte una parrafada sobre el pobre niño desgraciado de familia rota, con la cabeza llena de pájaros lúgubres que pugnan por volar. Hacen bien en temérselo, porque es exactamente lo que voy a hacer.
Lennon nació el 10 de octubre de 1940 durante un bombardeo. En Liverpool, por supuesto. Hijo de un marino pasablemente borracho y pendenciero, que por lo demás apenas ponía un huevo en casa. Su madre, Julia, lo dejó al poco de nacer al cuidado de una hermana suya, Mimi, que siempre lo trató como a un hijo.
Que una señora te trate como a un hijo no es necesariamente bueno. Todo depende de cómo sea la señora. Mimi Stanley, la tía de Lennon, era una mujer cariñosa, pero extremadamente convencional, y más aburrida que un discurso de Aznar. Julia, en cambio, era una mujer divertida, que reía las travesuras del niño John y se burlaba con él de sus profesores. Le animaba a leer –ella puso en sus manos un libro que sería fundamental en su formación: Alicia en el País de las Maravillas, y los libros del travieso y subversivo Guillermo Brown– y le incitaba a escribir lo que se le pasaba por la cabeza. Unos años después, incluso le compró una guitarra y trató de enseñarle unos cuantos acordes (ella tocaba el banjo), cosa a la que John no se avino demasiado, porque era vocacionalmente autodidacta.
Estamos en una barriada obrera de una ciudad industrial de finales de los 40, castigada por la guerra, en la que todo escasea, incluyendo el trabajo y, sobre todo, el dinero. El caldo de cultivo ideal para un golfo. En este caso, para un golfo que lee, escribe y toca la guitarra de vez en cuando. Lennon empieza redactando poemas más o menos ñoños, como cualquier otro crío, pero pronto empieza a dejarse llevar por lo que ve en la calle, y los cuadernos en los que anota sus ocurrencias van llenándose de expresiones procaces, de tacos y de referencias al sexo. Y de dibujos malamente reproducibles. Es un crío que no ve las cosas como los otros críos que le rodean. «Siempre fui raro», declararía muchos años después. «Fui raro ya desde el parvulario. Era diferente a los demás. Fui diferente toda mi vida. Lo que quiero decir es que nadie parecía tan raro como yo. Así pues, tenía que ser o un loco o un genio. Me parecía ver cosas que los demás no veían. Pensaban que estaba loco, o que era un egocéntrico compulsivo, porque decía que veía cosas que los demás no veían».
Veía lo mismo que todo el mundo, sólo que a su modo. Y es cierto que era un egocéntrico compulsivo, pero eso, aunque a él le torturara, acabaría representando un factor de creatividad.
En esas angustias estaba cuando su madre, que salía de visitar a su tía Mimí y cruzó la calle para ir a la parada del autobús, fue atropellada por un coche, que la mató. Su madre mítica, su madre gamberra, su madre cómplice: muerta.
Lennon tiene entonces 15 años. Las tripas se le llenan de rencor contra la vida. De angustia, de miedo, de deseos de vengarse de todo y contra todos. Contra él mismo, para empezar.
Maldita la gana que tiene de estudiar. Un profesor que ha visto algunos de sus dibujos cree que podría tener porvenir en la Escuela de Arte, y le busca un hueco en ella, pero él ni se molesta en acudir a clase.
Fue por esta época cuando conoció a un chaval algo más joven, con más conocimientos de música, mejor estudiante –lo cual tampoco era decir mucho– y del mismo barrio que él: se llamaba Paul McCartney, y pronto hicieron buenas migas. Imitaba muy bien a Little Richard y hacía una cosa que a Lennon le dejó boquiabierto: componía canciones. Entre ellas, algunas bonitas baladas que gustaban mucho a las chicas. El quinceañero McCartney convenció a Lennon de que él también podía hacer canciones. Incluso le demostró que podían hacerlas juntos. Empezaron a probar un sistema de escritura simultánea que, según algunos biógrafos, ellos llamaban «de prueba y error» y, según otros, «de prueba y terror» (lo cual, conociendo la fascinación de Lennon por los juegos de palabras, parece lo más probable). La cosa consistía en que iban metiéndose en la canción con letra y música a la vez y, según veían cómo funcionaba en la práctica, tiraban por un camino o por otro.
No voy a contar el detalle de sus primeras experiencias musicales cara al público, ni su encuentro un par de años más tarde con George Harrison –otro chico un tanto tímido, hijo de padre sindicalista, que se dejaba crecer el pelo para ocultar sus grandes orejas de soplillo–, ni sus progresos de popularidad entre los chavales de la zona. Esta charla sigue la pauta biográfica de John Lennon para situar su producción literaria en el contexto que la explica y para que se comprenda su trascendencia cultural, en el sentido amplio del término, pero no puede tener pretensiones de biografía.
Sí me parece importante, en todo caso, resaltar algunos datos clave de esta época.
Uno: Lennon se convierte en un chaval agresivo, a veces incluso violento, que se lleva fatal con la vida en general y consigo mismo en particular y que se vuelca en el rock porque, en buena medida, la permite desfogar su infinita rabia interior.
Dos: empieza a tender puentes entre sus precoces ansias de creación literaria y su recién estrenada vena de compositor.
Tres: encuentra en McCartney a su complementario. Son muy diferentes, sin duda, pero Paul no sólo soporta a Lennon, sino que incluso lo admite como líder, y además le enseña cosas que le interesan, y se las arreglan para trabajar juntos con buenos resultados.
Superada la adolescencia propiamente dicha, aunque aún muy jovencitos, viene su célebre primer viaje a Hamburgo. Cuento brevemente cómo fue ese viaje para quienes no lo conozcan. Recibieron una invitación para ir a tocar a un tugurio portuario de Hamburgo y la aceptaron: no tenían nada mejor que hacer, les ofrecían allí un trabajo más o menos estable y, de paso, se emancipaban de sus familias. John le dijo a Mimi que iban a cobrar un pastón. Naturalmente, era mentira. (Fue por entonces cuando su tía-madrastra demostró su vocación de profeta. Le dijo: «Lo de la guitarra está muy bien, pero así no te ganarás la vida»).
Hamburgo les aportó una experiencia fundamental. Tenían que tocar y cantar durante horas seguidas en un ambiente caótico, con un público de trabajadores portuarios, más interesados en emborracharse y montar jarana que en escuchar música. Básicamente, ellos les ofrecían largas sesiones de ruido estimulante. Para aguantar aquella labor maratoniana, empezaron a tomar pastillas. A drogarse, vamos. Dormían en cualquier lado y ligaban mucho, a veces con la intención fundamental de poder tumbarse en una cama de verdad. Estoy hablando de 1960. Lennon tenía 20 años y McCartney, 19. Se hicieron profesionales.
Otro dato clave del periodo de Hamburgo: allí contactan –poco a poco, y tampoco mucho– con gente de ambiente universitario e intelectual, que se siente fascinada por la fuerza de su sonido rockero y por su lado lumpen. Entre sus nuevas amistades está Klaus Voorman, un dibujante publicitario que con el tiempo haría la portada de su LP Revolver. Voorman tiene una amiga diseñadora que les convence de cambiar de peinado: fue la inventora del pelo a lo Beatle y, de paso, la iniciadora de la iconografía del grupo.
En relación al Lennon literario, que es el que aquí nos congrega, el encuentro de nuestro beatle con este tipo de gente, nuevo para él, supone un feliz descubrimiento: comprueba que sus estrafalarios juegos de palabras y su ácido gusto por buscar el revés de los tópicos son acogidos con admiración por personas supuestamente mucho más letradas que él. Empieza a pensar que lo mismo puede ser realmente alguien desde el punto de vista de la escritura.
Cuando hoy en día escuchamos las primeras canciones de los Beatles, lo que encontramos no parece nada rupturista, ni en lo musical ni –menos todavía– en lo literario. Pero hace falta recuperar el contexto de la época y leer entre líneas para calibrar lo que supuso en su momento, no necesariamente para la Literatura Inglesa, pero sí para la cultura de la época, y no sólo para la británica.
La música juvenil de la Inglaterra de 1960 estaba dominada por el amable estilo de Cliff Richard y los Shadows: unos chicos muy pulcros, muy respetuosos de Dios y de las buenas costumbres, que se movían muy poquito y todos a la vez, como las alegres chicas de Colsada pero sin enseñar las pantorrillas y tocando bastante bien. Las letras de sus canciones hablaban de amores platónicos, perfectamente respetuosos del sexto mandamiento.
Frente a eso, los Beatles aportaban una música que incitaba al grito y al desmadre. Baste decir que Twist and Shout, una de las canciones de su repertorio inicial que más solicitaban sus primeros fans, tenía que ser relegada necesariamente al último lugar de las actuaciones, porque Lennon pegaba en ella tales berridos que se quedaba irremediablemente afónico, incapaz de seguir cantando en condiciones. Las letras de sus primeras composiciones, aunque aparentemente inocentes y muy sencillas, contenían referencias inequívocas al sexo juvenil y despectivas hacia el mundo conformista de los adultos. En ese sentido, su tosca simplicidad resulta secundaria: había que atreverse a hacerlas. Por ejemplo: la crítica conviene en que el texto de There's A Place, pieza grabada en su primer LP y obra exclusiva de Lennon, fue en su momento «una desafiante proclama de independencia juvenil». No parece exagerada la catalogación. Al margen del grado de conciencia que de ello tuvieran sus autores, la música y los textos de los Beatles estuvieron destinados desde sus comienzos a conformar las pautas de conducta y el lenguaje de una nueva generación que, de modo sin duda excesivamente optimista, se creía ajena a la hipocresía y los convencionalismos de sus mayores, irremediablemente arruinados por los traumas de la Gran Guerra.
Voy a detenerme ahora un momento en la relación Lennon-McCartney, clave del éxito arrollador que pronto tendría el grupo.
Si se me permite la humorada seudofilosófica, diría
que estamos ante un claro caso hegeliano de unidad de contrarios. La luz
depende de la oscuridad. «En la claridad absoluta no se vería nada», decía
Hegel. Hay pecado porque hay religión. De no ser porque existen los ejércitos,
los pacifistas carecerían de sentido. Traslademos la cosa a la gastronomía:
todo buen cocinero sabe que el dulce mejora si se le añade un contrapunto
amargo, o que a un pescado graso le conviene un vino seco. Bueno, pues ése fue
el secreto de la combinación Lennon-McCartney: cada uno de ellos tendía a limar
los eventuales excesos del otro. Le aportaba una dosis de lo contrario. A la
vez, la competencia entre sus respectivas creatividades fue un constante factor
de superación para ambos. Si Lennon componía Strawberry Fields Forever, McCartney se sentía obligado a hacer
algo que, como mínimo, tuviera la altura de Penny
Lane.
Digo esto para explicar por qué no creo que McCartney representara un freno para el desarrollo del genio de Lennon. Mi criterio es más bien el opuesto, por más que algunas de las canciones de McCartney –caso de Let It Be o de When I'm Sixty-four– me repateen en lo más íntimo.
McCartney aparte, hay otras dos personas que serían decisivas para la maduración artística de John Lennon.
La primera fue Brian Epstein. Epstein, un joven de buena familia que regentaba una importante tienda de discos en Liverpool, se fascinó con los Beatles y se les ofreció como representante, cosa que ellos aceptaron. En tanto que representante, Epstein se dio cuenta enseguida de que tenía que pulir su imagen barriobajera, si querían llegar a un público más amplio. Les quitó las chaquetas de cuero y los pantalones vaqueros y les dio un look más fino, acentuando de paso la uniformidad del corte de pelo y las melenas con flequillo. No obstante, les animó a conservar su corrosivo sentido del humor –en el que John también hacía de líder– a la hora de relacionarse con la prensa y con el público. Tampoco se metía con lo que cantaban o dejaban de cantar, que por lo demás le parecía muy bien.
Epstein los puso en el disparadero del show bussines. Ninguno de ellos le hacía ascos al dinero, así que, más o menos a gusto –o a disgusto–, aceptaron todas sus recomendaciones. Querían triunfar y se amoldaron.
Epstein les organizó una audición para la Decca, en Londres. La severa casa discográfica de la city les escuchó y se quedó fría. Rechazó sus servicios. Pero él no se desanimó y siguió dando la vara. Al final, logró contactar con un productor de Parlophone, sello menor perteneciente a EMI. Se llamaba George Martin. Fue su golpe de suerte definitivo.
Martin escuchó a los Beatles y a él sí le interesaron. Notó que aportaban algo nuevo: un aire fresco, ideas diferentes. Y ellos se dieron cuenta de que esta vez la cosa podía ir en serio. Lo primero que hicieron fue algo que hacía tiempo que les venía apeteciendo: sumar al grupo a Ringo Starr y librarse de mala manera de Pete Best, el batería que habían tenido hasta entonces (perdonen ustedes que no les haya hablado de él: esto es tan sólo una conferencia y no cabe abarcarlo todo).
George Martin era un productor con una muy sólida formación, avezado en la música clásica y experto en arreglos y composición, capaz de tocar la intemerata de instrumentos y él mismo partícipe ocasional en varias orquestas y bandas populares. Pero no le hacía ningún asco ni al rock ni al pop y, menos aún, a la música experimental. Desde el principio captó que aquellos críos ofrecían enormes posibilidades, pero no tanto por lo que cantaban como por su carácter, su chispa. A la vista de lo cual, se dispuso, de un lado, a hacerles partícipes de sus propios conocimientos y, del otro, a dar rienda suelta a sus propias ideas. Del clima que se formó entre ellos da cuenta una anécdota que sucedió el primer día que trabajaron en serio mano a mano. Al acabar de grabar varios temas para su primer LP, Martin, que todavía alimentaba serias dudas sobre la capacidad del grupo, los reunió y les preguntó: «¿Todo bien? ¿Hay algo que no os guste?». Y Harrison, muy en la línea del humor de Lennon, se le acercó y le respondió: «Para empezar, no me gusta su corbata». El propio Martin estalló en una carcajada. 20 minutos después, todo el equipo de Parlophone estaba partido de la risa. A Martin le bastó ver el ingenio que destilaron en aquella conversación informal para comprender que eran especiales y que encerraban un filón por explotar.
Se ha dicho –yo mismo lo he dicho– que George Martin fue «el quinto Beatle». Incluso podría decirse que fue el tercero, tras Lennon y McCartney, desde el punto de vista de la creación de la imagen de marca musical del grupo.
Para que capten ustedes la importancia del trabajo de Martin, voy a permitirme hacer un salto en el tiempo y remitirme a la grabación de una de las canciones más celebradas de Lennon, Strawberry Fields Forever, que se realizó a finales de 1966. La producción de esta pieza llevó siete jornadas de trabajo, pero vamos a tener la oportunidad de aproximarnos brevemente a ella gracias a una rareza discográfica; a un disco que no se grabó para ser comercializado. Lo editó como LP un club de fans de los Beatles a partir de una charla del propio George Martín, en la que éste explicó el proceso de producción de la canción. Consta de seis tomas que, por supuesto, no voy a pinchar en su integridad, porque, si no, entre unas cosas y otras, nos tirábamos aquí hasta mañana. Pondré sólo un pequeño corte de cada una.
La letra de Strawberry Fields es una alucinada evocación de la infancia de Lennon a través de la historia –deliberadamente balbuciente y confusa– de una huérfana internada en Strawberry Fields, un reformatorio para chicas situado cerca de la casa en la que el propio John pasó sus años escolares. El poema, psicodélico, verosímilmente compuesto bajo los efectos del LSD, es ya una obra madura de Lennon, en la que, libre de escribir lo que le da la gana, regresa una vez más a los fantasmas de su niñez recurriendo a imágenes barrocas y surrealistas.
Las seis tomas que vamos a evocar no reflejan la realidad del proceso de producción, que llevó 55 horas de estudio. Baste con decir que ya se habían grabado siete tomas cuando Lennon, con el acuerdo de Martin, decidió volver a empezar desde cero. Y que luego, para asentar la pista base, volvió a recurrir a una de las tomas iniciales, mezclándola con otra posterior, pese a que tenían diferentes velocidades y un semitono de diferencia. De hecho, las deliberadas variaciones de velocidad en la grabación de Strowberry Fields fueron tales que los musicólogos aseguran que la canción, tal como quedó al final, «se debate en un microtono fronterizo», ya que «empieza en un La sostenido sin templar y se desliza poco a poco hasta un Si bemol ortodoxo». No sé. Será. Yo no tengo ni idea.
Nosotros nos conformaremos con escuchar, ya digo, unos cuantos segundos de seis de las tomas. Lo suficiente para hacerse una idea.
En la primera escuchamos a John Lennon cantando la canción más o menos como la compuso él mismo durante su estancia en España para el rodaje de la película Cómo gané la guerra. Lo escuchamos.
(ESCUCHAMOS 20” DE LA PISTA 2)
En la segunda se aprecia un considerable enriquecimiento del trabajo del cuarteto, auxiliado ya por bastantes efectos de grabación y un potente reforzamiento de la percusión.
(ESCUCHAMOS 20” DE LA PISTA 3)
En esta nueva toma se acentúa todavía más la percusión y se introduce el acompañamiento de viento.
(ESCUCHAMOS 20” DE LA PISTA 4)
En la siguiente toma se acelera la velocidad de la grabación y se introduce el acompañamiento de cuerda.
(ESCUCHAMOS 20” DE LA PISTA 5)
En esta vuelve a descender la velocidad y se añaden nuevos efectos instrumentales y de estudio.
(ESCUCHAMOS 20” DE LA PISTA 6)
Finalmente, el producto tal como salió al mercado.
(ESCUCHAMOS 30” DE LA PISTA 7)
Esto, aquí donde lo ven –o donde lo oyen–, representó toda una revolución para la música pop. Ese despliegue de ideas, esa audacia, esa lírica extraña, alucinada y alucinante..., ese fenómeno, en su conjunto, no hubiera podido madurar y conquistar los mercados si alguien como Lennon no hubiera tenido la fortuna de conocer a alguien como George Martin. Si alguna vez quieren ustedes saber lo que el tal Martin era capaz de hacer en solitario, escuchen la cara B, totalmente instrumental, de la banda musical de la película Yellow Submarine. Fue obra totalmente suya. Lennon y McCarney no metieron ahí ni una mala nota.
Pero estábamos en la grabación del primer LP del grupo, más de tres años antes. En aquella primera aventura para el gran público, Lennon sólo se atrevió a hacer una tímida alusión literaria: el título de Do You Want to Know A Secret? está tomado del Alicia de Lewis Carroll.
La primera producción de Martin para los Beatles fue un éxito total. Una tras otra, buena parte de sus canciones fueron conquistando las listas de las radios (sobre todo de las radios piratas, que eran por entonces, junto con la RTL, las más escuchadas por el público juvenil británico, como reacción a la hierática BBC). La prensa también se enamoró inmediatamente de ellos: de un lado, entrevistarlos era divertidísimo; del otro, resultaba evidente hasta para el más lerdo que respondían a una necesidad social, a algo que la juventud venía reclamando porque lo necesitaba como del aire –de hecho, se trataba de respirar libremente–. Dar cuenta de sus andanzas y de sus opiniones aseguraba cientos de miles de nuevos lectores. Había nacido la beatlemanía. Había llegado la hora de la juventud en tanto que segmento específico de consumidores.
Pasaron varios meses de giras y más giras –la más celebrada, la que realizaron en febrero de 1964 a los Estados Unidos– antes de plantearse un nuevo reto: la grabación de A Hard Day’s Night, su primer disco de autores, que fue acompañado por su primera película, del mismo título, dirigida por Richard Lester, que bien puede decirse que marcó el nacimiento del video-clip, tal como lo conocemos en la actualidad. Desde el punto de vista musical, ¡Qué noche la de aquel día!, como se la llamó por aquí, supuso un enorme enriquecimiento del grupo: Martin se involucró mucho más –incluso tocó él mismo en algunos cortes–, los arreglos se hicieron más complejos... Desde el punto de vista literario, en cambio, todos –incluido Lennon– seguían presos dentro de los mismos obligados límites de referencia: Yo te quiero, por qué me dejas, qué feliz soy contigo, qué triste me pones, etc. Era el mini-universo quinceañero del Highschool rock: del rock de instituto, que se decía al otro lado del charco.
Pero ellos ya no estaban en ese mundillo mental de adolescentes. En poco tiempo, se habían forrado de dinero. Tenían decenas de ligues de usar y tirar. Se veían impelidos a recurrir a los estimulantes para aguantar aquella vida loca, que les imponía casi un concierto por día. Estaban conociendo gente muy interesante, que les abría los ojos a montones de nuevas posibilidades –es legendario, por ejemplo, el primer encuentro entre Lennon y Bob Dylan–, pero apenas podían detenerse a hablar con toda esa gente.
Es de esa locura y de ese desconcierto del que surge Help!, que fue un grito desesperado de Lennon envuelto en una música sin embargo totalmente vitalista. Recordemos aquella petición de socorro.
(THE
DIEGO CANTAN HELP!)
Lennon se quedó con una copla tras su encuentro con Dylan: las canciones no tenían por qué hablar de amores juveniles. Hasta cierto punto, aunque sinceramente angustiada, Help! es todavía una canción ambigua, que puede ser interpretada como una rabieta semiadolescente, por más que no lo fuera en absoluto. En el conjunto de los temas del LP que integraron o que acompañaron en el disco a la banda musical de la película Help! ya se atisban otras preocupaciones. Por ejemplo, You’ve Got to Hide Your Love Away, un tema abiertamente folk, podría muy bien interpretarse como un canto de solidaridad con los homosexuales (Brian Epstein lo era, y Lennon hábía trabado una profunda amistad con él). Pero no era obligatorio hacer ninguna segunda lectura, como se dice ahora: cabía escuchar todo el disco como si siguiera dentro del límite temático de los amores y los desamores. Tanto más cuanto que fue en este disco en el que McCartney incluyó su celebérrimo Yesterday, cuyo más que extraño parecido con un pasaje de trompeta de Thaleman –que un amigo me hizo ver hace años– no entiendo por qué no ha sido nunca comentado.
Habría que esperar hasta su siguiente LP, Rubber Soul, grabado en otoño de 1965, para encontrar ya por fin un canción de Lennon que diera la espalda abiertamente a la temática juvenil, despidiéndose de ella para siempre. Me refiero a Nowhere Man. En el caso de esta canción, el equívoco puede ser otro. La mayoría tiende a interpretarla como una crítica social. Hay autores –y yo coincido con ellos– que la entienden como una reflexión autocrítica del propio Lennon: ese «hombre de ninguna parte», perdido y de vida vacía, era el que veía crecer en él mismo, en medio de toda aquella interminable desmesura de grabaciones, viajes, conciertos, entrevistas, apariciones en televisión y todo el inacabable resto. Lennon se sentía como «el Elvis gordo» y se autodenunciaba como tal.
Fue por entonces cuando dijo aquello de «Somos más populares que Jesucristo», que tanto cabreó a tantos, incluyendo al régimen franquista, que decidió prohibir la radiodifusión de sus canciones. La mayoría no entendió la ironía de su afirmación.
De hecho, Lennon era un ciclotímico. Como él mismo admitió muchas veces, alternaba los momentos en los que se creía Dios con otros en los que pensaba que era poco menos que una caca de la vaca. Según en qué momento se le cogiera, podía uno encontrarse con el prepotente brillante como nadie, pero insufrible y colérico, o con el deprimido más tirado de todos los hundidos. Con el ganador encantado de haberse conocido o con el autor de I’m A Looser («Soy un perdedor»).
Tuviera Nowhere Man la intención que tuviera, el hecho es que fue en todo caso una canción lúgubre y espléndida, que vamos a recuperar con The Diego.
(THE
DIEGO CANTAN NOWHERE MAN)
Help! y Rubber Soul son dos magníficos discos de transición. De una música juvenil y fresca, pero en último término convencional, que todavía podía acoger letras tan rematadamente bobaliconas como la de It’s Only Love –de la que Lennon no tardó en declararse avergonzado–, a algo radical y excepcionalmente nuevo, original y vibrante, que estallaría en su siguiente álbum, Revolver, producido en la primavera de 1966.
El LP Revolver entrañó muchos cambios. O la materialización de muchos cambios que ya venían gestándose. Supuso, de un lado –dicho sea para dejar resuelto cuanto antes ese asunto–, la consagración de Harrison como embajador musical de la India en el mundo del pop. Supuso también la confirmación de que McCartney era un excelentísimo compositor, pero de gustos extraordinariamente eclécticos, que podían llevarle lo mismo a hacer baladas tan pegadizas como Here, There and Everywhere, a temas de inspiración netamente clásicos, como For No One, a impresionantes epitafios sociales, como Eleanor Rigby –aunque en ésta la autoría fuera colectiva–... a pavadas festivas como Yellow Submarine, que, de no ser por la gamberrada que montaron durante la gabación, utilizando todo lo que encontraron que fuera capaz de generar ruido –Lennon llegó a utilizar el sonido producido por el agua de un cubo a la que soplaba con un tubo de goma–, habría resultado útil, como mucho, para animar la fiesta de una guardería infantil.
La gran pieza de Revolver es, sin duda, Tomorrow Never Knows. Compuesta –según reconoció el propio Lennon– bajo los efectos del LSD, trató de plasmarlos musical y literariamente.
Por más que posteriormente Lennon se declaró muy satisfecho de haber escapado de las garras del LSD, no dejó de reconocer que su consumo, al que recurrió masivamente en 1966, le ayudó a mejorar su carácter: se hizo menos agresivo y más sensible. Artísticamente, eso se aprecia en varias de sus mejores composiciones de esa época: Tomorrow Never Knows, A Day in the Life y I Am The Walrus, por ejemplo. No obstante, es Tomorrow Never Knows la que se refiere de modo más explícito a la droga. Sobre un hipnotizante fondo de batería, cuyo sonido dejó perplejos y muertos de envidia a todos los productores musicales de la época, se utilizaron cinco fragmentos sonoros repetidos incesantemente: una técnica muy usual entre los compositores de música concreta, pero nunca hasta entonces vistos en el mundo del pop. Los fragmentos en cuestión iban desde una risa de McCartney trabajada de tal modo que parecían gritos de gaviotas hasta un trozo del solo de guitarra de Taxman, ralentizado y pasado hacia atrás. La parte vocal de Lennon tuvo un tratamiento no menos extraordinario: se llegó a dar la impresión de que era todo un coro de voces tibetanas. La letra era acorde: desde el «Apagad vuestras mentes» inicial, toda ella es un puro rechazo de la realidad y una invitación a la búsqueda de la paz interior. Algo que ahora incita más bien al cachondeo, pero que entonces resultaba insólito y, a su modo, revolucionario.
Me hubiera gustado que The Diego interpretaran esta canción, pero no sería posible: es un puro producto de estudio. No la hubieran podido interpretar ni los Beatles con Lennon redivivo.
De hecho, fue entonces cuando los Beatles comprendieron que ya no tenía sentido seguir con sus largas giras de actuaciones en directo, lo que llevó a su manager, Brian Epstein, primero a la depresión y poco después a la muerte por sobredosis, lo que afectó mucho a Lennon y preparó el terreno para la disolución posterior del propio grupo.
El siguiente hito musical que se propusieron Lennon y McCartney fue la realización de un LP unificado, cuyos distintos cortes fueran como sucesivos actos de una sola representación. El hilo conductor que idearon en un principio era la evocación del pasado, sobre todo de su propio pasado infantil –vieja obsesión de Lennon–, pero su casa discográfica, ávida de ingresos, les jugó una mala pasada, sacando como single dos de las piezas que ellos habían reservado para esta obra: Strawberry Fields Forever, por parte de Lennon, y Penny Lane, por la de McCartney.
Tanto McCartney como George Martin sentían un vivo interés por la fanfarria de las bandas musicales populares. No es raro que se les ocurriera la idea de que fuera una banda la encargada de presentar el disco. Por otro lado, durante su última gira por los EEUU, McCartney se había sentido fascinado por los largos y complicadísimos nombres que estaban adoptado por entonces los grupos musicales norteamericanos, así como por la mezcla de psicodelia y horterez que exhibían los carteles pop de la Costa Oeste. El conjunto fue Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band: una imagen que resultó ocurrente y muy a la moda de entonces.
La contribución de Lennon a este disco, que marcó la cumbre creativa de los Beatles, tiene tres puntos clave. Uno, muy acorde con el estilo del trabajo, fue Being For The Benefit of Mr. Kite!, un collage colorista, gamberro y surrealista cuya letra trabajó Lennon a partir del texto de un cartel de 1843 que anunciaba la actuación de un circo cutre, cartel que Lennon había encontrado en una tienda de antigüedades de Kent. Su segunda contribución importante como compositor fue Lucy in the Sky with Diamonds. La canción está basada en un dibujo de su hijo Julián, que por entonces tenía 4 años. John le preguntó qué representaba el dibujo y Julián le respondió: «Es Lucy en el cielo con diamantes». Los entendidos en seguida vieron un giño de complicidad en el título: la L de Lucy, la S de Sky y la D de Diamonds componían las iniciales del LSD. Lennon se cachondeó de esa interpretación, como solía hacerlo de tantas otras: él escribía un verso surrealista, sin más intención que la de crear una determinada atmósfera poética, y los expertos le buscaban inmediatamente las connotaciones más peregrinas. Cuando Lennon escribió Not A Second Time en 1963, el crítico de música clásica de The Times se mostró sorprendido porque había utilizado «cadencias eólicas». Todavía en 1980 Lennon seguía riéndose de ello: «A mí eso de las cadencias eólicas me suena a pájaros exóticos», declaró a Playboy.
Los expertos en Lennon patinaron con lo de las iniciales de Lucy in the Sky with Diamonds, pero acertaron en lo fundamental: tanto la música como el texto, muy en sintonía con Lewis Carroll, creaban un clima de alucinación muy evidente.
Recuperemos aquella canción con The Diego, aunque no tegan a George Martin para que les fabrique efectos sonoros.
(THE
DIEGO INTERPRETAN LUCY IN THE SKY WITH DIAMONDS)
De todos modos, la canción clave del Sargento Pepper’s es, sin lugar a dudas, A Day in the Life. Lennon escribió la letra partiendo de la nota de prensa que contaba la muerte de Tara Browne, una joven millonaria amiga de los Beatles. El siguiente punto de inspiración se lo proporcionó otra noticia que aparecía al lado de la anterior en el mismo diario. Decía: «Hay 4.000 agujeros en la carretera de Balckburn, Lancashire, lo que toca a un veintiseisavo de agujero por persona, según un informe municipal». Lennon fue amontonando flashes surrealistas, casi oníricos, para construir un buen poema sobre la irrealidad de la realidad. La música se compuso en consonancia. En esta ocasión no sólo recurrieron a todos los efectos posibles de estudio, sino que, además, utilizaron una orquesta sinfónica, cuya aportación se añadió el último día de grabación. George Martin escribió la partitura de cada instrumento. El resultado fue tan brillante que, cuando lo oyeron, todo el personal del estudio y los músicos presentes prorrumpieron en una ovación.
Estamos en marzo de 1967. Lennon ha alcanzado la cumbre de su creatividad. Incluso los dos libritos que ha sacado, A Spaniard in the Works y De mi puño y letra, han recibido críticas muy favorables. Pero está hecho unos zorros. Las drogas lo tenien alelado. Es como si estuvieran exprimiendo a toda velocidad su capacidad de ser genial. Además, Epstein ha muerto y McCartney, aunque trata de mantener el grupo unido, apenas lo consigue. Harrison no oculta su deseo de dejar el grupo.
Sgt. Pepper’s es acogido con alborozo por el público y la crítica, pero la sociedad bienpensante empieza a mirar con abierto recelo a esos muchachos. Los asocian con las drogas y la vida disoluta, y con razón. El primer signo de que los tiempos estaban cambiando, y a peor, fue la prohibición de A Day in the Life por la BBC.
Desde lo alto de la torre de marfil a la que el éxito les había lanzado, intentaron un nuevo tour de force: esta vez iban a hacer una película ellos mismos, y la banda musical de esa película sería su siguiente disco.
La película fue Magical Mistery Tour. La BBC la emitió el 26 de diciembre de 1967. La crítica fue muy severa con ellos. Volví a verla la semana pasada, como parte de la preparación de esta charla, y no puedo por menos que coincidir con la crítica de entonces: es malucha, por no decir mala. La música tampoco era gran cosa, comparativamente hablando. Lo más interesante, desde el punto de vista de la innovación, es I’m the Walrus, de John Lennon. Construida a partir de la evocación de las dos notas producidas por la sirena de una patrulla policial, la música se convierte en una especie de pesadilla obsesiva, realmente original. La letra la escribió cuando se enteró de que, en la escuela de Quarry Bank, a la que él mismo había acudido de niño con los resultados que conocemos, los alumnos de lengua estudiaban... ¡las letras de sus canciones! Construida a partir de frases incoherentes de cancioncillas escolares, poco a poco se transforma en una enloquecida diatriba contra el establishment británico.
I’m the Walrus fue la última canción excepcional que Lennon hizo para los Beatles. Volvería a componer para el grupo, por supuesto, pero ya nunca a un nivel de creatividad tan alto. A partir de ahí, y tras la pavada hindú con el Maharishi, trabajó algunos temas interesantes para The Beatles, el doble disco que muchos preferimos llamar el Álbum Blanco –entre ellos, el rock que The Diego nos han permitido oír al comienzo–, pero la verdad es que se sentía realmente agotado, física y espiritualmente. En la grabación de Revolution #1, llegó a tocar tumbado en el suelo, porque decía que cualquier otra postura le parecía insoportable. Era una broma, obviamente, pero no es en absoluto casual que este álbum recogiera un tema tan poco entusiasmante como I’m So Tired, una canción menor, pero muy interesante, que además siempre estuvo entre las preferidas del propio Lennon.
Vamos a hacer que nos la recuerden The Diego.
(THE
DIEGO CANTAN I’M SO TIRED)
John estaba en pleno idilio con Yoko Ono y tratando de encontrar una salida a su isostenible situación anímica personal. De esas meditaciones, siempre con la infancia como referente, nació otra canción también incluida en el Álbum Blanco: se trata de Julia, una evocadora balada folk dedicada a su madre y un bello poema de expiación de culpas. Desde la muerte de Julia Stalnley, de la que Lennon había hecho un mito, su relación con las mujeres había sido más que tortuosa: a sus ojos, ninguna llegaba ni a la suela de los zapatos del modelo que él se había forjado. Yoko Ono, sí. En Julia, un poema casí impúdico, de puro íntimo, Lennon le cuenta a su madre que en «La Hija del Mar» (que es lo que significa Yoko en japonés) ha encontrado el amor que sustituya el hueco que ella le dejó. No fue realmente así, como descubre el hecho de que todavía escribiera dos canciones más dedicadas a su madre en su primer disco en solitario, pero sí fue cierto que su relación con Ono fue apagando el terrible fuego interior que le había consumido desde su infancia y que estaba destruyéndolo a ojos vista.
Después vino la insoportable grabación de Let It Be, que marcó el desencuentro final de los Beatles como grupo, y de Lennon con McCartney y Harrison (no así con Ringo). Para empezar, McCartney se enfadó con el resto por cuestiones de dinero. Por otro lado, McCartney y Harrison estaban hasta las narices de Yoko Ono, que no se separaba de John ni con agua caliente y que, además, aparentaba saber de todo y opinaba sobre cualquier cosa.
Ono fascinaba a Lennon. Le fascinaba su mayor cultura y le fascinaba ella misma, porque estaba enamorado de ella. El resultado fue que Lennon se sintió mejor consigo mismo, pero artísticamente empezó a hacer un montón de tonterías. De esta época, la más notable fue La balada de John y Yoko, de música insípida y de letra verdaderamente bochornosa. George y Ringo no intervinieron en la grabación. Paul lo hizo, lo que demuestra el aprecio que conservaba por su viejo amigo.
La grabación del que sería ya definitivamente último LP de los Beatles, Abbey Road, fue poco más que un trámite. El disco tiene cosas buenas, porque ellos eran muy buenos y para esas alturas tenían muchísimo oficio, pero cada cual iba a su aire. En la canción que a la larga se haría más popular de todas ellas, el Something de Harrison, ni siquiera participó Lennon. Lo mismo ocurrió en varias otras. Despertó para meter su Come Together, que en los tiempos en que salió nos pareció muy bien a los progres de la época, pero que, oída ahora, aguanta bastante mal el tirón: demasiado pretenciosa, demasiado superficial y dudosamente sincera. Metió también su complejo Because, inspirado en un pasaje del Claro de Luna de Beethoven, cuyas rebuscadas armonías vocales les costaron dios y ayuda (y ayuda, en especial, de George Martin).
Desde un punto de vista meramente técnico, Abbey Road es el mejor disco de los Beatles: el mejor grabado y el de sonido más limpio. Considerando el contenido, en cambio, la verdad es que no aporta prácticamente nada. Durante la grabación llegó a haber incluso peleas: John dio un empellón a Linda, la mujer de McCartney, y Harrison le montó un pollo de mucho cuidado a Yoko Ono porque le había cogido una chocolatina sin pedirle permiso. Aunque a veces recuperaban el buen humor y se hacían chistes, aquel negocio no funcionaba por ningún lado. A parte de eso, Lennon había vuelto a meterse en líos con las drogas (ahora andaba probando combinaciones de heroína y cocaína), lo que no contribuía a nada bueno.
Lennon decidió romper definitivamente el grupo el 13 de septiembre de 1969, durante un viaje a Toronto. Al regresar, se lo comunicó a McCartney. Él hizo como si no se enterara y se puso a trazar planes para los Beatles. Lennon volvió a la carga: «El grupo se ha terminado. Yo me voy». Paul le pidió que no hiciera ninguna declaración pública, a lo que John accedió. De todos modos, poco a poco, la realidad fue trascendiendo.
Lennon se estaba politizando a marchas forzadas. En noviembre de 1969, devolvió a la reina de Inglaterra su medalla de Miembro de la Orden del Imperio con una nota en la que aclaraba que lo hacía como protesta por la colaboración inglesa en la guerra entre Nigeria y Biafra y por el apoyo de Londres a la Guerra de Vietnam.
Pero Lennon, que había demostrado tener una intuición artística extraordinaria para poner lo cotidiano del revés observando la realidad con una mirada infantil, era un desastre para echar mítines políticos alimentados por una conciencia recién adquirida en el lote de gananciales. El adoctrinamiento político al que le sometió Yoko Ono era una confusa amalgama de filosofía oriental, pacifismo a ultranza, contracultura pedante y viaje a la liberación en departamento de primera. Hasta entonces, Lennon había sido un chico con unas cuantas buenas ideas básicas sobre la política, vinculadas a sus orígenes sociales. Él mismo las definió: «Odiar y temer a la Policía como enemigo natural, y considerar al Ejército como algo que manda por ahí a la gente y la deja tirada y muerta en cualquier lado». Pero Ono quiso convertirlo en algo así como un gurú del pacifismo, y a él le pareció bien. Pero no estaba preparado para eso.
En sus discos en solitario –quiero decir: sin los Beatles–, hubo cosas buenas. Incluso muy buenas. Mother es una canción con mucha garra. Pero demasiado explícita: es como un diván de psicoanalista en forma de pentagrama. Working Class Hero está muy bien, pero su letra no dice nada que no hubieran dicho hacía ya diez años toneladas de protest singers. Admito voluntariamente que no soy un buen conocedor de la obra de Lennon posterior a los 70. Pero añado a continuación por qué razón no lo soy: porque nunca me interesó gran cosa. Ha habido parejas artísticas cuya separación ha resultado un bien del cielo: la de Paul Simon de Art Garfunkel, por ejemplo. No fue el caso del tándem Lennon-McCartney. Separado de McCartney, sin su contrapunto, Lennon no funcionó. (Y McCartney tampoco, dicho sea de paso.)
Sólo en un caso dio Lennon de lleno en la diana: con Imagine. Y es que en Imagine se las arregló para desdoblarse y ser también él su propio contrapunto: su propio McCartney, como quien dice. La letra, aunque muy politizada, va desgranando las ideas con un candor perfectamente infantil y transparente, como si el llamamiento a desterrar la religión, los patriotismos y las politiquerías de los gobernantes estuviera compuesto de obviedades al alcance de cualquiera. La música, muy sencilla, encierra una solemnidad contenida, lo que le da un cierto tono de himno, pero sin pretensiones. Fue un acierto completo.
(THE DIEGO CANTAN IMAGINE)
Lennon y Ono se trasladaron a Nueva York en agosto de 1971. No tardaron en aparecer la desaveniencias entre ellos. Lleva mal el fracaso de ventas y las críticas adversas a todos sus trabajos, exceptuado Imagine. Se siente envejecer y no lo soporta. Por otro lado, la militancia pacifista y contracultural empieza a tocarle las narices. Así que en 1973 se separa de Yoko, se traslada a Los Ángeles y vuelve a hundirse en otra frase depresiva, ahogada ahora en mares de alcohol. Renace su estilo pendenciero. Incluso tiene un proceso en el que se le acusa de haber pegado a una chica. Vive un año entero tirado.
Regresa a Nueva York en 1974 y graba Walls & Bridges. Un año después, Alive in ’75. Él mismo enjuicia severamente su trabajo. «Es el producto de un artesano semienfermo. Musicalmente hablando, mi mente es pura confusión», dice del primero. Y había bastante de verdad en ello, aun descontando la parte autocompasiva.
A mediados de 1975 regresa con Yoko. John se retira de la vida pública y se convierte em marido hogareño y en amo de casa. Tienen un hijo, que cuida fundamentalmente el propio John, mientras Yoko Ono hace negocios. Se solidariza con el ideario feminista y se siente feliz, pero su producción más artística es el pan que cuece a diario en su propio horno.
Durante esos años, da la sensación de haber conseguido calmar su fiera interior. Analiza con frialdad su pasado y se juzga con severidad, pero sin olvidar sus aportaciones. «Estoy superando mis propios sermones», comenta bromeando.
1980. Decide volver a grabar. «Estoy trabajando como en otros tiempos, como un juego», dice, en lo que es una autocrítica implícita a casi todo lo que había hecho desde 1968. Y el resultado es Starting Over, una canción muy bien acogida por la crítica y el público. Tiene no poco de revival, pero es música fresca, alegre, propia de alguien que, como él mismo explica, «ha tardado 40 años en crecer».
A finales de noviembre, y como un gesto más de su nueva actitud ante la vida, decide prescindir de los servicios de guardaespaldas. No quería vivir vigilado, aunque era consciente del problema. «Me preocupa –dijo por aquellos días– que un día venga un estúpido y me haga cualquier cosa. Porque en América nunca se sabe. Siempre con sus pistolas, como una banda de cowboys».
No un cowboy, pero sí un cretino con pistola, acabó con su vida el 8 de diciembre de 1980.
Lo recuerdo muy bien. Oí la noticia en la radio nada más despertarme. La prueba de lo escasamente diferenciada que fue la obra de John Lennon para el gran público español la dio el locutor que proporcionó la noticia: como homenaje al artista asesinado... puso el Let It Be de McCartney, una de las canciones que más repateaban al difunto.
La rabia que me entró me quitó las ganas de llorar.
Y aquí lo dejamos, que yo también empiezo a estar cansado. Muchas gracias por su atención.
(THE DIEGO TOCA DE NUEVO I’M SO TIRED)<
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