[Del 12 al 18 de agosto de 2005]
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Fundamentalismo
sionista
(Jueves
18 de agosto de 2005)
El pasado martes, el
columnista de El País Hermann Tertsch
escribía, a cuento de la retirada israelí de Gaza: «Independientemente de causas y efectos, la retirada de Gaza, su
debate en el seno de la sociedad y del Parlamento de Israel demuestran, de
forma nada paradójica, la grandeza de los ideales de este Estado en el momento
de renunciar a lo que para muchos de sus ciudadanos era uno de sus principales
valores. Todos los intentos de socavar el Estado y la democracia invocando
"derechos históricos o bíblicos" han fracasado ante la firmeza de los
defensores del sistema parlamentario. Y todo ello en el marco de una creciente
efervescencia en todo el mundo islámico en el que el fanatismo antijudío y
antioccidental intenta movilizar a las sociedades fracasadas contra las
democráticas, libres y prósperas. Las sociedades europeas comienzan a ser
conscientes de que tienen, como Israel, un enemigo mortal en su entorno y en su
seno que no tiene otra reivindicación que negarles el derecho a la existencia
en libertad y seguridad. Quizás ahora les sea más fácil valorar temores y
esperanzas de un Estado que vive así desde su fundación. Y aplauda la gesta
democrática que es, no ya la retirada en sí, sino el alarde de firmeza del
Estado de derecho que la ha precedido.»
Perdón por lo extenso de la cita, pero no he visto modo de abreviarla sin
mutilar la posición de conjunto de este ex corresponsal reconvertido en
opinante.
Tertsch es libre de admirar el sionismo ultra de Ariel Sharon.
Allá cada cual con sus gustos. Su libertad no le ampara, sin embargo, cuando
engaña a quienes le leen. Él sabe, y oculta, que lo que llama «la grandeza de
los ideales del Estado de Israel» ha incluido desde sus inicios el supuesto
derecho –inaceptable e inaceptado por las leyes internacionales– a ocupar por
la fuerza territorios ajenos y colonizarlos. Sabe que la presencia de Israel no
ya sólo en Gaza, sino también en Cisjordania y parte de Jerusalén, es ilegal.
Es disparatado pretender que un Estado de Derecho pueda tener la ilegalidad
como fundamento.
Supongo que Tertsch no se da cuenta de que, cuando habla de las
sociedades que cuentan con «un enemigo mortal (...) que no tiene otra
reivindicación que negarles el derecho a la existencia en libertad y
seguridad», está definiendo con exacta propiedad lo que representa el sionismo
israelí para la sociedad palestina. Porque es un hecho bien sabido que Israel niega
el derecho de Palestina a existir en libertad y seguridad. Sólo está dispuesto
a tolerarle una existencia parcial y bajo tutela.
Muchos conciudadanos nuestros ignoran hasta qué extremos llega el
fanatismo sionista. El País publica
hoy una crónica del desalojo de Gaza que, sin necesidad
de cargar las tintas, limitándose a constatar hechos, ofrece un retrato del
extremismo de la población israelí que los Sharon y compañía procuraron
instalar en los territorios ocupados.
El desalojo de Gaza no es fruto de ninguna entrada en razón de los
gobernantes israelíes, sino el resultado de una reflexión hecha calculadora en
mano. Conceder tutela militar a menos de 10.000 colonos israelíes instalados en
una zona habitada por más de un millón de palestinos constituía una sangría
económica –no sólo económica, pero también y muy destacadamente económica–
imposible de sostener a medio plazo. Sharon ha tomado la decisión de desalojar
Gaza sabiendo que era lo que más convenía a sus intereses y confiando en que
esa calculada medida fuera aprovechada por sus propagandistas para pintarlo
como un hombre razonable y buscador de la paz. Que es lo que han hecho Tertsch
y los muchos Tertsch que nos rodean, capaces de considerar a la vez, por
ejemplo, que es inaceptable que Irán desarrolle un programa nuclear pero que, a
cambio, resulta tranquilizador que Israel cuente con armamento nuclear.
Así se escribe la Historia.
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¿Qué hace el ejército
español en Afganistán?
(Miércoles
17 de agosto de 2005)
¿17 héroes?
Veamos. Las posibilidades, a la hora de ahora, son las siguientes:
1ª) El helicóptero sufrió una avería y se fue abajo.
2ª) El piloto cometió un error fatal. Y
3ª) El aparato fue derribado por la guerrilla talibán.
No veo que ninguna de esas eventualidades pueda ser tomada como un
acto de heroísmo. En cualquiera de las tres, los soldados españoles resultaron
víctimas de una situación que no habían elegido. El heroísmo, por definición,
requiere una opción, un «esfuerzo eminente de la voluntad hecho con abnegación»,
según el DRAE. La muerte de los 17 militares españoles no fue resultado de
ninguna elección. En consecuencia, no hace al caso hablar de heroísmo.
Bien cabe considerar, es cierto, que su heroísmo fue previo. Que
su decisión heroica fue ir a Afganistán. Pero esa resolución no la tomaron
ellos, sino sus mandos, instruidos a tal efecto por el Gobierno. En último
término, habría que considerar que su «esfuerzo eminente de la voluntad hecho
con abnegación» consistió en optar por la milicia como modo de ganarse la vida
o de satisfacer una vocación específica, y no renunciar a ello al afrontar la
posibilidad de correr un riesgo real.
La diferencia esencial que hay entre las tres posibilidades que he
enunciado al comienzo de estas líneas estriba en que las dos primeras podrían
haberse producido en cualquier otro lugar del mundo, incluida la propia España,
en tanto que la tercera sólo es posible, en principio, en una situación de
guerra.
Lo que nos remite de manera inexorable a evaluar qué hace el
ejército español en Afganistán.
«Las tropas españolas están bajo el mando de las Naciones Unidas»,
se dice. Y es cierto. Pero hay decenas de estados que forman parte de la ONU y
no han enviado soldados a Afganistán.
«Cumplen una misión humanitaria», añaden. Eso no es exacto. No los
han mandado allí porque ese país requiera ayuda humanitaria con particular
urgencia. En el mundo hay muchos países que reclaman ayuda, incluso más
perentoria, y el Gobierno español no manda a sus Fuerzas Armadas para
auxiliarlos.
«Están tratando de ayudar a crear un Estado democrático y libre»,
subrayan. ¿Quién se cree realmente que lo que saldrá de las próximas elecciones
será un Estado democrático y libre? Los apoyos locales que consiguió Washington
para desencadenar la guerra y derrocar a los talibán (*) no tienen ningún apego
ni a la libertad ni a la democracia. RAWA, la organización revolucionaria de
mujeres afganas, dice que los actuales gobernantes son «talibán sin barba». Los
diferencia, amén de su reaccionarismo menos rígido –por más corrupto, en buena
medida–, su servilismo ante los intereses norteamericanos. Mientras manden los
sátrapas salidos de la Alianza Norte y de la Loya Jirga (Gran Consejo) reunida
en junio de 2002, el pueblo de Afganistán –y sobre todo sus mujeres– tiene ante
sí un panorama desolador, como todos los que han sufrido desde tiempo ya
inmemorial.
«Se trata de evitar que Afganistán vuelva a servir de base a los
jefes del terrorismo islamista y de demostrar que España respalda la
determinación de la comunidad internacional de perseguirlos donde sea y cueste
lo que cueste», concluyen. Este argumento quedaría más sincero si dijera: «...y
de demostrar que España respalda la determinación de los EEUU, que han sido
capaces de poner a su servicio en este caso a la llamada "comunidad
internacional"...». Porque ésa es la verdad. No fueron la ONU, sino
Washington, quien decidió crear la actual situación de hecho. Los demás se han
avenido a ello.
Éste es un planteamiento algo menos ilusorio que los anteriores,
sin duda, pero también engañoso: desde que los EEUU capitanearon el
derrocamiento de los talibán y la instauración del nuevo régimen, el terrorismo
asimilado a Al Qaeda ha aumentado su presencia y sus acciones en el Primer
Mundo.
Lo único que sí ha conseguido «la comunidad internacional» es que
se haya concretado algo más la ambición norteamericana de controlar toda el
área que va desde la frontera afgana con China hasta Líbano e Israel, a orillas
del Mediterráneo.
Lo he dicho otras veces y lo repito: ahora el obstáculo que le
queda por superar a Washington es Irán.
Entretanto, 17 soldados españoles han muerto para que las piezas
blancas de ese ajedrez estén donde conviene para la preparación del jaque mate.
(*) Talibán o talebán
es el plural de la palabra persa telebeh,
que puede traducirse como «buscador de la verdad».
Nota.– La columna que me publica hoy El
Mundo («Advertencias hipócritas») no ha
aparecido nunca como tal en estos Apuntes.
Pese a lo cual, he optado por no
incluirla en ellos porque retoma varios argumentos que ya he manejado aquí en
otras ocasiones, incluso recientes. Habían aparecido en los Apuntes, pero no en el periódico, y he
considerado que podía valer la pena exponerlos al «gran público».
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Intercambio de
monólogos
(Martes
16 de agosto de 2005)
No todo el mundo, pero casi, considera que las fuerzas políticas y
sociales con peso en Euskadi –excepción hecha del PP– están en una disposición
de ánimo favorable al establecimiento de fórmulas que permitan afrontar dos
veteranas necesidades de la sociedad vasca: el fin de la violencia de ETA y la
normalización de la actividad política.
Casi todo el mundo está de acuerdo en ello, sí, pero me da que más
por el tan traído y llevado asunto del talante
que porque se hayan dado pasos reales en la dirección apuntada. Es cierto que
la incomunicación –que, de todos modos, siempre ha sido menos absoluta de lo
que se pretendía– se ha visto sustituida por diversos cauces de contacto, pero
conviene no olvidar que una cosa es hablar y otra llegar a algo.
De momento no hay verdadero diálogo. Digamos más bien que se están
produciendo reuniones en las que las dos partes asistentes intercambian monólogos.
La existencia de un deseo general y abstracto de entendimiento no
tiene por qué traducirse de manera automática –y de hecho no se está
traduciendo– en una voluntad efectiva y práctica de limar en lo necesario las
aristas de las propias posiciones para facilitar que las otras partes
implicadas en el conflicto puedan dar, ellas también, pasos concretos hacia
adelante.
Todo el asunto de la manifestación del pasado domingo en Donostia
es una demostración de lo poco que se ha avanzado en la práctica por la vía de
las salidas negociadas.
No pongo ni por un momento en duda el derecho de la izquierda
abertzale a manifestarse en la calle para que se oigan sus posiciones y se vea
el respaldo con el que cuentan. Es el suyo un derecho fundamental que nadie
puede negarle. Podrán ponerle determinadas condiciones que regulen su
ejercicio, siempre que sean razonables, pero no negárselo.
Tampoco discuto que la Consejería vasca de Interior pueda alegar
que está obligada a acatar y llevar a la práctica las resoluciones judiciales,
incluso aunque le parezcan injustas, porque la policía no está para discutir
con los jueces, sino para obedecer sus órdenes.
Puesto a reconocer, reconozco incluso el derecho del PSE a jalear
al TSJPV y a Balza, reclamando que la manifestación fuera prohibida y, en su
caso, disuelta por la fuerza.
Todos pueden apelar a razones de mayor o menor peso para obrar
como lo han hecho. No quiero entrar aquí a discutirlas. Me limito a decir que
no es buena idea dedicarse a colocar trenes que circulen a toda velocidad en
dirección opuesta por la misma vía. Y que es eso lo que han hecho todos.
De modo que se habla de diálogo, de entendimiento, de búsqueda de
soluciones, etcétera, etcétera (lo cual está muy bien), pero de momento lo
único concreto que se hace es ahondar en las diferencias y añadir nuevos
motivos de crispación y de desencuentro.
No veo que ninguno esté dando pruebas de haber comprendido que el
acuerdo no puede consistir en que los demás se avengan a las posiciones de uno.
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El modelo danés
(Lunes
15 de agosto de 2005)
Los jefes de las patronales españolas –empezando por el inefable
Cuevas– se quejan sin parar de «la rigidez» del mercado de trabajo local y
reclaman, día sí día también, que se tome ejemplo de «la flexibilidad»
existente en «los países de nuestro entorno».
Para mí que cuando hablan de «nuestro entorno» están pensando
sobre todo en Marruecos. Pero ellos lo niegan y dicen que, por el contrario,
envidian las legislaciones como la danesa, que otorga una considerable
flexibilidad a la hora de la contratación y el despido.
El llamado «ejemplo danés» tiene trampa, por supuesto. Quienes lo
propugnan por aquí se fijan sólo en la parte de la realidad danesa que les
conviene, dejando de lado el resto. Pero es que el resto es fundamental.
Ocurre con esto como con todo. Si uno se pone a elaborar una
Constitución tomando de cada carta magna
europea sus aspectos más reaccionarios, le puede salir un texto que resulte
poco menos que fascista. Pero si, por el contrario, hace recolección de los
aspectos más progresistas de las unas y las otras, a buen seguro que le quedará
una Constitución de lo más avanzada. Sin salirse en ninguno de los dos casos
«de nuestro entorno».
La flexibilidad danesa en materia de contratación y despido debe
ser encuadrada dentro de un contexto de muy amplia protección social y de
intervención dinamizadora del Estado en la creación de empleo.
Leo en un trabajo realizado en Francia por el Centro de Estudios
sobre el Empleo (CEE) que en Dinamarca «la noción de precariedad carece de
sentido». Todo parado danés que haya trabajado 52 semanas en los tres años
anteriores a la pérdida de su empleo tiene derecho a percibir el subsidio de
paro durante cuatro años. Ese subsidio se eleva al 90% del sueldo que percibía,
si éste era menor a 27.000 euros (4 millones y medio de pesetas). El porcentaje
desciende según aumenta el sueldo que se ha dejado de cobrar, bajando a un 50%
si se trata de sueldos superiores a los 8 millones de pesetas. Transcurrido el
plazo de cobro del subsidio, en caso de que el parado no haya encontrado
empleo, el Estado le asegura lo que la publicación del CEE define como «un
generoso apoyo de larga duración».
Se trata, lógicamente, de un sistema costoso. Dinamarca gasta un
10% de su PIB en subsidios de paro y en medidas de fomento del empleo.
Teniendo en cuenta lo cual, ¿de veras están dispuestos Cuevas y
los suyos a respaldar la implantación en España del modelo danés?
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¿Tolerancia cero?
(Domingo
14 de agosto de 2005)
Dando rango general a su respuesta frente a lo sucedido en el
cuartel de la Guardia Civil de Roquetas de Mar, Rodríguez Zapatero afirmó ayer,
con las mismas palabras empleadas días antes por su vicepresidenta primera y su
ministro del Interior, que el Gobierno mantiene ante la tortura una posición
tajante: «tolerancia cero».
Sería muy digno de encomio si fuera verdad. Pero es falso.
Imagino que Rodríguez Zapatero sabe que el Relator Especial de las
Naciones Unidas sobre la Tortura, el jurista holandés Theo van Boven, ha
emitido diversos informes sobre España, que han sido presentados ante la
Comisión de Derechos Humanos de la ONU. En esos informes, realizados en años
sucesivos tras estudiar la situación sobre el terreno, Van Boven afirma que en
España la tortura no es sistemática, pero sí «más que esporádica e incidental».
De cara a corregir tal situación, el Relator Especial propuso al Gobierno de
España ya en 2003 la adopción de un cierto número de medidas, entre las que
incluía la obligación de grabar en vídeo todos los interrogatorios de los
detenidos y el derecho de éstos a solicitar la presencia de un abogado, a
contar con un médico de su elección y a informar de su detención a una tercera
persona. Desde entonces, Van Boven ha constatado que las autoridades españolas
no dan la menor muestra de disponerse a aplicar sus recomendaciones.
Rodríguez Zapatero tiene que saber también que Amnistía
Internacional (AI), que denuncia una y otra vez en sus informes casos de
tortura investigados por sus propios comisionados, se queja año tras año de la tendencia
de los gobernantes españoles «a rechazar las denuncias sin investigarlas». AI
también ha formulado recomendaciones, muy similares a las de Van Boven. Con
idéntico resultado.
Supongo que el presidente del Gobierno tampoco ignora que el
Tribunal Europeo de Derechos Humanos –en sentencia referida a un caso concreto,
como es lógico– condenó al Estado español por «no llevar una investigación
exhaustiva y efectiva sobre las denuncias» de torturas y malos tratos.
Sabrá Rodríguez Zapatero
también, digo yo, que el Comité Europeo para la Prevención de la Tortura (CET)
se ha expresado en términos muy similares a los anteriores, quejándose de la
«sostenida ausencia de salvaguardas fundamentales que protejan de los malos
tratos a las personas detenidas» en España. El CET ha denunciado, además, la
«inadmisible falta de cooperación» de los gobernantes españoles con su labor,
pese a que los acuerdos europeos vigentes les obligan a facilitarla.
El presidente del Gobierno tiene que estar al tanto de todo esto,
y no creo que piense que son meras fábulas urdidas por «la anti-España».
Entonces, ¿de qué tolerancia cero habla? Si realmente tuviera la voluntad de no
pasar ni una, de poner coto definitivo a la tortura, ordenaría que se
investiguen de modo sistemático las denuncias y reformaría las leyes que
regulan el régimen de detención, de acuerdo con las propuestas formuladas por
los organismos internacionales de Derechos Humanos.
Mientras no lo haga, mejor será que hable de tolerancia cinco,
diez o veinte. Pero no cero.
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Las disculpas de Lula
(Sábado
13 de agosto de 2005)
Hace pocos días, la vicepresidenta primera del Gobierno de
Zapatero, Teresa Fernández de la Vega, afirmó que el Ejecutivo español se
identifica plenamente con la política del presidente brasileño, Luiz Inácio
Lula da Silva. Ya se sabe que no hay afecto más peligroso que el del oso amigo,
que te da un abrazo y te parte el espinazo. Para todo aquel que aspira a una
transformación real de la sociedad, el respaldo entusiasta del Gobierno de
Zapatero representa casi una denuncia. En casos así, siempre me acuerdo de lo
que escribió Bauer en cierta ocasión en que la prensa gubernamental respaldó
una actuación suya: «¡Ah, viejo Bauer! ¿Qué tontería habrás hecho para que esta
gentuza te alabe?»
Pero en este caso no hacía falta la prueba del oso. Las denuncias han surgido en tropel de la propia
sociedad brasileña, que ha destapado la trama de corrupción y compra-venta de
votos que puso en marcha el PT desde que llegó a los aledaños del poder. Ha
quedado claro que compró el apoyo del Partido Liberal y que ha mercadeado una y
otra vez para ganarse los respaldos parlamentarios que necesitaba para sacar
adelante varias importantes leyes. La implicación en tales prácticas del número 2 del PT, José Alencar, del hombre fuerte del Gobierno de Lula, José
Dirceu, y del tesorero del PT, Délubio Soares, ha quedado perfectamente
establecida, y los tres se han visto obligados a dimitir.
Lula afirma que él no sabía nada de todo esto y que, por tanto, no
tiene nada de lo que avergonzarse, aunque ha pedido perdón a la sociedad
brasileña en nombre de su partido y su Gobierno. La ignorancia de Lula choca
con el testimonio de Valdemar Costa, presidente del PL, que ha declarado que
negoció el precio del respaldo de su partido en el despacho contiguo al de
Lula, y que éste estaba al tanto de todo. Otros testimonios también ponen en
entredicho la pretendida ignorancia de Lula.
Pero, en todo caso, y aún en el improbable supuesto de que no se
enterara de lo que estaban haciendo sus más estrechos colaboradores, en ningún
caso puede sustraerse a la culpa in
vigilando, que dicen los juristas. Hay puestos de responsabilidad que
exigen tener una actitud vigilante hacia el comportamiento de las personas que
se hallan bajo el propio mando. Lula tendría que demostrar que hizo lo posible
por asegurar la honradez de sus subordinados. Pero ¿cómo podría hacerlo, si
cuando empezaron a publicarse las primeras denuncias optó por desoírlas?
Es una cantinela que hemos oído demasiadas veces por aquí: «No
sabía nada», «Me he enterado por la Prensa», «Estoy tan indignado como el que más». Sabemos de sobra lo que
significa.
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¿Es Blair laborista?
(Viernes
12 de agosto de 2005)
La afirmación tan común según la cual «todos los políticos son
iguales» sólo puede explicarse por la ignorancia o el desinterés por la
política de quienes se apuntan a esa simpleza. Lo único que tienen en común todos los políticos –profesionales, se
entiende– es que se desenvuelven en el mismo campo de actividad.
Mas enjundia tiene la cosa, en cambio, si la pretensión de
igualdad se ciñe a los dirigentes de los partidos que se turnan en el control
del poder del Estado. En ese caso, todo depende del nivel de abstracción en el
que se plantee la pretendida igualdad. Porque es cierto que esos partidos
suelen coincidir en su posición ante casi todos los asuntos de mayor
relevancia, que ellos mismos suelen denominar «cuestiones de Estado»,
reservando sus divergencias para cuestiones de entidad menor. Menor a ésas pero
de enorme trascendencia para los ciudadanos que consideran que no es en el
terreno de las «cuestiones de Estado», sino en el de la «política práctica», en
el que se juega lo que para ellos resulta esencial.
Hago esta precisión para aclarar que cuando sostengo que el
laborista Tony Blair es igual de derechista que muchos políticos derechistas
europeos, e incluso más que algunos, no estoy haciendo abstracción de nada. No
lo digo porque crea que «todos son iguales», ni siquiera porque piense que
todos los paladines del Estado son del estilo, sino porque él, Blair
–específica, personalmente–, se comporta tal cual sus teóricos oponentes
políticos. En muchísimos terrenos. En casi todos, si es que no en todos.
Se supone que lo que debería caracterizar a un laborista –a un
socialista, en versión británica– es su mayor preocupación por las libertades
públicas, por los avances sociales, por el papel dinamizador del Estado en la actividad
económica, por la paz y la concordia internacionales, por la igualdad y el
entendimiento entre los diversos pueblos y las diferentes culturas... Nada más
alejado del comportamiento del premier británico.
En el plano económico y social, basta con recordar que llegó a hacer tándem con
José María Aznar: es un forofo del neoliberalismo. Se ha convertido también en
el principal defensor europeo del recorte de las libertades públicas e
individuales, incluyendo iniciativas tan inauditas como la formación de
tribunales secretos, el derecho de la autoridad gubernativa a ordenar la
deportación de ciudadanos al margen de todo control judicial y el derecho de la
policía a mantener durante meses en comisaría a los detenidos sin necesidad de
formular cargos contra ellos. Y para qué hablar de su posición en lo referente
a los problemas de la guerra y la paz, lo mismo que de su indisimulable
hostilidad hacia la cultura islámica. En resumen: a su lado, el primer ministro
francés parece un izquierdista.
¿Qué tiene que ver su comportamiento con las señas de identidad
históricas del laborismo?
Pero la cuestión más de fondo, para estas alturas, no se refiere a
la persona de Blair, sino al conjunto del Partido Laborista. La pregunta no
tiene que ser: «¿Es Blair laborista?», sino más bien: «¿Son laboristas los
laboristas?».
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