Sé que corro el riesgo de parecer pesado, pero no puedo hablar de la gripe porcina, del presunto chorizo del Partido Popular que organizó la boda de Anita Aznar con dinero público, también presuntamente, del amor mutuo entre Sarkozy y Zapatero, del ataque de cuernos que obnubila la vista de Mariano Rajoy y Esperanza Aguirre por la incorporación de España al G-20. Y no puedo hacerlo sin reparar antes en que en la página siguiente del diario Publico ya no está Javier Ortiz.
Su auto obituario, que podéis leer en la web de Público, fue la última pirueta de ingenio de uno de los columnistas más incisivos de la prensa española. Era tan curioso y glotón (los médicos le habían augurado que moriría por la boca, como el pez) que no quiso perderse en vida la ceremonia de su muerte, para desesperación de sus amigos que consideraban semejante comilona literaria cosa de muy mal fario.
Mal fario. Suena a chiste. Como el condenado a muerte que rechaza el último cigarrillo porque resulta fatal para la salud. Hacer la crónica de su propia muerte necesita de mucha dosis de buen humor, del mejor humor negro. Ya no puedo preguntárselo, pero seguro que hizo el simulacro de morirse en vida por pasar lista, por comprobar la fidelidad de sus amigos, y tal vez la de sus enemigos.
En este oficio, uno nunca sabe cuántos hay en cada bando. A mí, por ejemplo, lo que más me duele de morir no es que todo mi cuerpo se disuelva en la nada, sin que me espere ni dios al otro lado, y que el plomo busque al plomo, el calcio, al calcio, el hierro, al hierro, y así cada elemento químico que me conforma vuelva al estado inerte. Lo que más me jode de morir es la alegría que le voy a dar a mis enemigos. Y creo que Javier y yo compartimos unos cuantos.
Que la tierra le sea leve.
Manolo Saco. Una alegría para el enemigo. 29 de abril de 2009.
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