Si hay algún legado valioso de la revolución liberal, éste estriba en la obligatoria publicidad del poder. El mejor liberalismo decimonónico se distinguió, en efecto, por su tenaz defensa de la libertad de prensa frente a un monarca acostumbrado a decidir en secreto. La obediencia sólo podía reclamarse legítimamente cuando el poder era ejercido de modo transparente. Las columnas de los diarios se rellenaban de discursos políticos, intervenciones parlamentarias y exposiciones legales. El espacio que separaba al individuo del gobernante se estrechó de repente. En los pequeños pueblos los periódicos incluso eran leídos en voz alta.
La prensa se había convertido en baluarte de la libertad, pero asimismo comenzó a ser también instrumento de poder. Como ha puesto de relieve el historiador británico Benedict Anderson, la prensa, desde sus orígenes, fue igualmente una eficaz correa de transmisión de las aspiraciones de un estrecho círculo social, un símbolo de identificación y pertenencia a un grupo ilustrado y elitista en continua ascensión. Criatura del liberalismo, se encontraba escindida por la misma ambivalencia que su progenitor: defendía la autonomía de los ciudadanos al tiempo que perseguía la satisfacción de intereses privados, fiscalizaba el poder tradicional a la vez que canalizaba los deseos de un poder emergente de base económica. Con la llegada de la sociedad de masas, en pleno siglo XX, tales contradicciones explotaron, degenerando en mero artilugio en manos de grandes corporaciones o en servicio oficial de propaganda y domesticación nacional.
Aún hoy, el ejercicio de la prensa libre es un bien escaso. Los ataques a la independencia tienen aún idéntica procedencia: las instrucciones dictadas por multinacionales y las órdenes formuladas por los gabinetes presidenciales logran, con excesiva frecuencia, determinar los contenidos de la información y la opinión. Pocos y heroicos son los que, estando en primera línea, se libran de tentaciones económicas y políticas conservando su integridad profesional. En España, uno de estos periodistas era Javier Ortiz, fallecido el pasado 28 de abril, con tan solo 61 años.
Columnista empedernido, insobornable y directo, Ortiz escribía denunciando los desafueros del poder, fuesen cometidos por un socialismo corrupto o por un conservadurismo avasallador. Incluso estando próximo a las instancias decisorias, en la subdirección del segundo periódico nacional, no hizo concesión alguna a nuestra dirigencia. Representaba a una multitud crítica y sin voz que el día de su pérdida, espontáneamente, irrumpió en la red con comentarios-homenajes a la triste noticia de su fallecimiento. Su marcha no ha hecho sino consolidar la vigencia de su ejemplo, y seguirlo quizá sea el mejor tributo.
Sebastián Martín. Prensa libre. 17 de mayo de 2009.
Comentarios
Escrito por: Sebastián Martín.2009/10/01 18:58:48.274000 GMT+2
Escrito por: PWJO.2009/10/01 22:31:0.612000 GMT+2