Como a mucha otra gente supongo, me asalta de vez en cuando la idea de la muerte. Y de momento me cuesta horrores imaginar la mía. Sí puedo, en cambio, imaginar sin problema la de otras personas. Disculpad por ello.
Javier Ortiz ha muerto. Él ya sabía que moriría y lo anticipó. Jugó sobre seguro, ningún riesgo en el gesto de escribir su obituario. ¿Y cómo es la muerte de este hombre? Un acontecimiento que concita burla al destino y dolor sometido. Pocas personas podrán presumir de lápiz tan afilado como el suyo. Que se prepare la eternidad, sea lo que sea.
El cementerio no sabe cómo albergar a un incinerado. ¿Tanto espacio para tan poca cosa? Hay una contradicción en las medidas. El camposanto sirve para concentrar a los muertos y hacer que sea fácil recrear el dolor. Lágrima conduce a lágrima, el círculo tortuoso de sufrir para continuar sufriendo. Un motivo para vivir: el sufrimiento. Lo siento, no comlugo con la idea.
Javier Ortiz ha muerto dejando un “puesto de trabajo vacante”. Ahí sí que nos ha mentido, tenemos que reconocerlo. Su teclado ocupaba muchos huecos, nada comparable a un simple puesto de trabajo. De acuerdo en que ayuda a simplificar la muerte. Y eso se agradece. Allá en el hueco no queda nada. Pero me temo que es imposible tapar tantos huecos.
Sólo coincidí una vez con él en Más Que Palabras. Claro que para mí resultó ser un monstruo. Un monstruo agradable que me ganaría todas las veces que quisiéramos jugar a la conversación ácida.
Un día que hice limpieza me cargué su feed del Reader. Pero eso no hizo que desapareciera su presencia. Este hombre era otra cosa. Ahora que está muerto, podríamos alabarlo. Pero lo mismo se mosquea y escribe alguna puyita. Así que mejor no me paso.
De todas formas, Javier, te agradecería si envías algún artículo y explicas qué cojones pasa cuando te mueres. Sería un hermoso detalle.
Vizcaíno & Cía, un sentido abrazo.
Julen Iturbe, La muerte de Javier Ortiz, 3 de mayo de 2009.
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