Supe que existía un tipo llamado Javier Ortiz cuando todavía era el camarada Fermín Ibáñez. Era su nombre de ‘guerra’. El que utilizaba en el Movimiento Comunista de España (no del estado español), una organización que nació de una escisión de ETA (con el objetivo de desmarcarse del uso de la violencia terrorista), y de la que llegó a ser -si no recuerdo mal- secretario general. El MCE llegó a obtener en las elecciones generales de 1979, 84.856 votos, el 0,47% del total del voto escrutado. Como se ve, bastante poco para un partido que quería movilizar a las masas contra el Estado burgués, pero que hoy sería la décima fuerza política del país.
A la mayoría de los ciudadanos esta presentación les sonará a chino, y no puede ser de otra manera teniendo en cuenta que se trataba de una organización maoísta. El chiste fácil es del autor del obituario, pero la inspiración es del propio Ortiz, probablemente el dirigente comunista que mejor contaba chistes malos. Esos que suscitan una carcajada tonta pero sirven para hacer más llevadero un viaje en ascensor. Apenas pocas horas antes de morir seguía haciendo chistes malos, lo cual dice mucho en su favor. Y, por supuesto, de quienes teníamos que escuchar sus ocurrencias. Incluida su compañera.
Reírse de uno mismo, y, por supuesto, de los demás es muy sano. Y aunque a Ortiz eso de estar como un pimpollo le importaba un bledo, lo cierto es que su salud mental rebosaba lozanía e inteligencia. Pero no sólo eso. Se puede ser el número uno en unas oposiciones a notario y ser memo de solemnidad; pero Javier era despierto y, además, un maestro de la ironía y del saber vivir. Hasta el punto de que con una paciencia de orfebre actualizaba periódicamente su propio obituario para ponerlo al día. Probablemente con el único interés de dar la exclusiva. Ya se sabe que los periodistas son capaces de vender su alma al diablo por un ‘scoop’. Y nadie mejor que uno mismo para saber cómo están las cosas por dentro.
Escribía como si pesara las palabras en una balanza de precisión
El hecho de confeccionar su propio obituario en vida -no puede ser de otra manera- no fue fruto de un desmedido ataque de protagonismo. Ni siquiera ha sido el primer periodista que lo ha hecho. Ortiz -ese era su verdadero nombre de guerra- nunca tuvo el menor interés en hacer una ‘boutade’, expresión que él mismo deploraría por cursi. Lo hizo únicamente para tener un motivo más del que reírse. Y no es que le faltara inspiración. Él, desde luego, no tenía ningún interés en dejar este mundo.
La causa última de la confección de su propio obituario probablemente tenga que ver con el hecho de que en los últimos 20 años de su vida -que es en los que yo le he tratado- tuviera que escribir artículos ‘a la carta’ en forma de editoriales. Eso le hizo ver el mundo de otra manera, y le distanció de las pequeñas miserias de la profesión periodística, donde las tormentas en un vaso de agua son la salsa que mueve este negocio. No lo hacía de mala gana ni siquiera para salir del paso. Era puntilloso, perfeccionista y mimaba cada palabra como si tuviera que pesarlas en una balanza de precisión. Sus editoriales eran de libro, y hasta era capaz de construir una teoría con tres ideas un tanto deslavazadas que le proporcionaba Pedro J. Ramírez.
Salió vivo del entuerto y desde entonces -cuando dejó El Mundo- se dedicó a escribir de lo que le daba la gana. Por eso, precisamente, escribió su obituario, para ahorrar el trabajo a otros. Un verdadero amigo.
Carlos Sánchez. Javier Ortiz, el comunista que contaba chistes malos. 29 de abril de 2009.
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