En medio del dolor que provoca siempre la muerte de un gran amigo, no se me ocurre dedicar estas líneas a Javier en un puchero de lágrimas. Desde que tuve la suerte de conocerlo, en el año 1998 -es decir, hace once, siendo él subdirector de El Mundo y su jefe de Opinión y yo profesor en la Universidad Autónoma de Madrid-, nuestras conversaciones, cada vez más asiduas, transitaban por caminos de humor y risa. No había espacio para nada con sabor a lamento, menos aún a tragedia, sin por ello huir de la seriedad, que se hacía presente cuando hablábamos de temas que llamamos "serios".
Me gustaban su pluma mordaz y sus artículos sin concesiones, que tanta irritación provocaban a los destinatarios. Pero sobre todo me gustaba su capacidad para ser un amigo leal, como lo fue conmigo y con los otros pocos que llegamos a compartir. Compartíamos también otros denominadores. Ambos nos habíamos iniciado pronto en la militancia de izquierda, para combatir a nuestras respectivas dictaduras -la franquista él, la somocista yo-; ambos habíamos hecho del periodismo una trinchera (Javier con muchísimo más tino y calidad, debo decirlo) y, desde 1998, compartimos medios de prensa, El Mundo durante casi diez años y Público, desde la fundación de este diario.
Había otro elemento común: Javier no había abdicado de sus ideas ni ideario, a pesar de que, si lo hubiera hecho, le habría ido mejor en diversos campos terrenales. Ofertas no le faltaron; pero optó por seguir siendo lo que había sido, es decir, él mismo. Tal hecho estaba en la médula espinal de sus escritos. Podía tirar cuantas piedras quisiera sin temor de que se las devolvieran en simple o por triplicado. No hay muchos javieresortices en este mundo y esa carestía hará más notoria su prematura ausencia.
Comimos en el restaurante de tantas otras veces, cerca de su casa, por el metro El Carmen, pocos días antes de que lo internaran en el hospital. Esa fue la única vez que vi a Javier apagado. Hablamos de la muerte y me comentó que, para quedar inválido e inútil, prefería palmarla de una vez. Fue esa, también, la única vez que salió de mí un regaño, pues, le dije, años le quedaban y saldría de su enfermedad. Después hablamos, estando ya en el hospital. Quedamos en vernos pasada Semana Santa. Y Javier, que siempre había sido cumplido conmigo, me dejó esperando. No se la perdono.
Está uno tentado a ponerse triste en estas circunstancias, sin embargo, tratándose de un humano que escribió, en tono festivo, su propio nota necrológica ¿cómo no despedirte, Javier, con una sonrisa cómplice, como seguramente te habría gustado?
Augusto R. Zamora. Javier Ortiz, con una sonrisa cómplice. Público. 28 de abril de 2009.
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