Hay lectores de periódicos que compran determinado diario para leer a determinado columnista. Cierto es que lo único interesante de un periódico no suele ser sólo el articulista en cuestión, sobre todo desde que los diarios se venden a peso , con una, a veces, sobreabundancia de informaciones, entrevistas y reportajes imposibles de leer con tantas prisas y tan poco tiempo libre. Los articulistas brillantes logran que abras el periódico por su página, con perdón de ese aluvión de lectores que comienzan a pasar páginas desde la contraportada. Para gustos están los colores, pero en una relación de columnistas que se precie no pueden faltar Quim Monzó, Maruja Torres, John Carlin, Carlos Toro,
Enric González o Juan Carlos Escudier, por citar varios habituales de la prensa.
Javier Ortiz era de aquellos que te obligan a abrir un periódico por su página. Un tipo contracorriente, capaz de llevarse la contraria a sí mismo. Daba en el clavo y ponía negro sobre blanco lo que tú pensabas y no sabías cómo expresar. Irónico, fino, puntilloso, sus columnas eran sencillas, muy bien estructuradas, con un lenguaje ágil y una capacidad como pocos para hilar frases con sentido. Era de los que opinaba con argumentos, no de oídas, como acostumbran algunos
tertulianos y políticos que pontifican sin ni siquiera leer una línea del asunto al que se refieren. Con el humor negro del que hacía gala
Ortiz en conversaciones y escritos, diremos aquello de "salud, camarada". Ha sido un placer.
Juanma Molinero. Salud. Noticias de Gipuzkoa. 29 de abril de 2009.
Durante años, rastreé los periódicos donde escribió, de la breve experiencia de Liberación a sus años en El Mundo porque no podía empezar el día sin leerlo. Yo solía decir entonces que leer a Javier Ortiz era como tomarse un café negro y sin
azúcar. Si eso no te espabila, ya no hay nada que te espabile. Ahora lo seguía en Público. Esta mañana su muerte me ha pillado saliendo del plató.
No nos conocíamos. Hablamos hace dos años para colaborar en Los Desayunos, pero al final no salió por las bobadas que a veces truncan las cosas que pueden merecer la pena. El domingo fue el último día que al leer su artículo de Público me dije : tengo que volver a llamar a Ortiz. Un artículo que terminaba diciendo: "un fantasma recorre Europa:
el encastillamiento de los poderosos".
Soy un maestrillo de provincias, un cualquiera de clase baja, sin contactos, que por gusto compone canciones. Los que estáis en el mundo de la cultura sabéis lo que significa lo que acabo de poner, de forma resumida, nadie te hace caso... bueno, nadie no, tu familia y tus amigos sí, pero seamos realistas, punto.
Miguel García Quesada me propuso empezar a leer a Javier y me enganché. Ay Miguel, cuánto te debo !!! Tanto me gustaba que, con lo que me queda de inocencia, decidí contactar con él para devolverle algo del placer que cotidianamente me daba gratis a través de su web.
Entonces empezaron las sorpresas. Me respondió y me mandó una dirección donde podría enviar un cd. No me aseguraba nada, pero lo escucharía... Por supuesto, se lo mandé. Pasó el tiempo, no mucho,
y entonces me mandó una carta firmada de puño y letra donde me comunicaba lo mucho que le había gustado mi música, hasta me hizo una elogiosa reseña que colgó en su web y más tarde hasta me dejó
participar en ella.
No sólo me había oído, sino que me había escuchado!!! y además le gustaba!!! Imaginad por un momento cómo me sentí. Pues eso. No sabía
quién era yo, no le importaba, le importaba lo que había escrito y me animaba a seguir y a que le mandara más ejemplares porque quería que otros me escucharan...
Simplemente flipé. Por supuesto le respondí, quedamos en Alicante y charlamos un buen rato (ya sabéis que con él charlar siempre era un buen rato de buen rato) y se llevó las copias. Me consta que las movió todo lo que pudo e igual hizo con el resto de las grabaciones posteriores que puntualmente le fui mandando. Era de lo más parecido a un fan que he tenido nunca, hasta nos lo pasábamos bien en su casa cantando mis canciones y comentándomelas. Pero no era cualquier fan, era un puntilloso analista. Y yo encantado, por supuesto. De hecho, él es una de las razones por las que sigo componiendo.
Si hay algo parecido a la felicidad también puede ser que le guste lo que haces a alguien a quien admiras.
Y es curioso que cada vez que nos veíamos parecía que ayer acabábamos de vernos. Ésa extraña sensación que sólo tienes con los amigos. Un lujazo de cariño y confianza. Oye que estamos hablando de un primera linea del periodismo, que no era un cualquiera... ¿o sí? Pues la verdad, sí. Era un cualquiera y por ahí había algo de lo que le
hacía tan grande. Seguía siendo un hijo de vecino a pesar de ser quien era. O si lo queréis, era quien era por ser capaz de seguir siendo un cualquiera a pesar de todo.
Un gran consuelo para los que le leíamos: sabía cuánto le queríamos. Yo se lo dije en al menos una ocasión, y hasta se lo canté en una canción que me inspiró, sabía cuánto le admirábamos y cómo nos servía de modelo a los que todavía creemos en algo parecido a la solidaridad
("pues sí que están mal las cosas si yo soy vuestro modelo" o algo así me dijo)... así que lo sabía, ya me ocupé yo de aclarárselo, literalmente, lo juro. Seguro que se ha ido sabiendo que era tan querido como lo era. No es poco. No se merecía menos. Ningún cualquiera se merece menos.
Llevaba unos días echando de menos su columna en Público, que es lo primero que miro cuando lo compro, de semana en semana. Desde hace años, cuando apareció su nombre entre otros de gente con una perspectiva interesante alrededor del tema del conflicto vasco, empecé a seguirle, a veces más de cerca, a veces más de lejos. El caso es que prácticamente nunca me defraudaron sus píldoras de mirada crítica y honesta a la realidad, desde una postura clara y comprometida con la misma.
Hoy busco una nueva píldora y me encuentro con que murió hace 15 días... Me invade la típica sensación confusa que acompaña la desaparición de
alguien que no has llegado a conocer pero que sin embargo se ha convertido en una referencia importante.
Y sin embargo, al visitar su blog, lo descubro más vivo que nunca, entre textos de gente afín y la recuperación de su palabra, que sigue tan viva como siempre. Habrá que seguir escuchándola...
Recuerdo que cuando empezaba a navegar por Internet un día aterricé en un foro (grupo de yahoo)
llamado "La Patera". Los debates estaban bien, y fue allí en donde me enteré de que existía un periodista llamado Javier Ortiz (JOR). De
hecho, aunque no fuera quien llevaba el foro, intervenía de vez en cuando, y su columna diaria daba para muchos debates. Incluso le había
habilitado un a puerta en su propia página web. Desde entonces solía leer con frecuencia su columna diaria en internet.
Una vez vino a Valencia a dar una conferencia, y acudí para escucharle. Poco antes había publicado el libro sobre Ibarretxe, y como coincidió que ese día y un poco antes Ibarretxe intervenía en un acto en Valencia en el mismo colegio mayor, Ortiz le había arrancado la promesa de pasarse por la sala cuando acabara el acto al cual asistía, para
saludar al público de Ortiz. Así que tuvimos 2 por 1. Ortiz era tal como escribía. Ibarretxe, tal como nos había anunciado JOR, se acercó cuando ya había acabado JOR su conferencia, y me resultó agradable,
incluso aunque su discurso fuera un poco victimista (quejándose de la mala imagen del país vasco en el resto de España, que sólo sale cuando hay algún atentado, y hasta cierto punto tenía razón, claro).
Hace unos días había leído en su blog que le habían ingresado. Y que había resultado una hepatitis grave. Pero no me esperaba que la siguiente noticia que tuviera de él fuera que había muerto. Me pilló totalmente desprevenida. Ha sido una noticia triste. Ayer lloré varias veces, y al
final acabé buscando mi música fúnebre favorita: el lamento de Dido, de la ópera de Purcell "Dido y Eneas".
Pero en realidad, la gente como JOR siempre sigue viva, en sus escritos, en el recuerdo de sus escritos, en el recuerdo de sus espíritus
incombustibles. Su blog en internet concluye con un obituario escrito por él mismo: Sueño con Jamaica.
Ayer me desperté con el mazazo de la muerte de Javier Ortiz. Recuerdo que el día que lo conocí ironizaba sobre nuestra preocupación por mejorar esta sociedad si, en el fondo, todos reconoceríamos que una vez fallecidos nos importaría una mierda lo que aquí sucediese. Era una de nuestras tantas contradicciones, combatir por un mundo mejor
sabiendo que no lo íbamos a conocer. Por un lado, su lógica racionalidad le impedía reconocer esta lucha, pero al mismo tiempo, su humanidad le obligaba a llevarla cada día. En aquella reunión, hace casi diez años, planteaba la necesidad de unir esfuerzos entre rebelión.org y otros proyectos editoriales. De ahí surgió la colaboración mutua para editar el libro ¡Palestina existe!,
donde Javier entrevistaba a José Saramago y se incluían otros textos procedentes o gestionados por rebelión.org, firmados por Noam Chomsky, Edward Said, Alberto Piris y Antoni Segura.
Poco después, tras los atentados del 11-S, publicamos ya formalmente como rebelión.org y la colección Foca que él dirigía, Washington contra el mundo. Se trataba de una recopilación de textos que denunciaban las tropelías
de Bush y que me está haciendo pensar que sobre él ha caído alguna maldición. El día de su presentación, Javier Ortiz nos anunciaba la muerte en Iraq del hijo de uno de los autores, Julio Anguita. Y a los pocos meses morían otros dos autores, Manuel Vázquez Montalbán y Edward
Said. Ahora Javier se une a ellos. Es evidente que si existe Dios, no nos está ayudando a los rojos.
Siempre admiré su disciplina de trabajo publicando una columna diaria desde hacía varios años, independiente de si el mercado periodístico le guardaba un lugar o no para ella. Creo que si toda la izquierda hubiera tenido su alegría, coherencia y laboriosidad el mundo sería diferente.
Su integridad intelectual no dejaba de impresionarnos a todos los que le conocíamos. No dudaba en golpear con su crítica honesta y sincera a ETA al tiempo que maldecía todas las tropelías que jueces, políticos y medios cometían contra la izquierda abertzale. Como editor de la colección Foca tuvo muy claro que había que publicar un libro de Nicolas Sarkozy, con quien no compartía ninguna idea, porque estaba convencido de que era necesario conocer su pensamiento cuando era candidato presidencial. Y sobre Cuba tenía muchas críticas sin que eso le impidiera reconocer el ejemplo que esa revolución suponía para todos los pueblos del mundo. Su honestidad le llevaba a criticar a los
periódicos para los que trabajaba sin dejarse dominar por ese servilismo tan habitual de los periodistas. Y, al contrario, la información interna que manejaba la podía utilizar para defenderlos frente a calumnias sin fundamento.
No dejé nunca de aprender de Javier Ortiz, cuando le consulté el vértigo que me daba publicar cada mes una columna llamada Perlas informativas en Mundo Obrero, me respondió que no tenía
derecho a temer hacerlo porque un periodista debe estar dispuesto a escribir cualquier tipo de género. Terminaría prologándome la primera edición del libro que recopilaba aquellas columnas. La última vez que estuve con él fue en la presentación en Madrid del libro de Hernando Calvo Ospina, Colombia, laboratorio de embrujos: Democracia y terrorismo de Estado. Como buen vasco, se las apañó para que aquella presentación terminara con una larga y amena cena que ninguno de los asistentes olvidaremos.
Creo que después de leer su bello texto Sueño con Jamaica, no iré nunca –al menos en vida- a ese lugar, no sea que resulte diferente a cómo él imaginaba.
Podría seguir contando mucho más, pero Javier también me enseñó a escribir columnas breves, y no quiero que piense que lo he olvidado.
Ayer hablábamos de ti, recordamos a pinceladas los muchos martes que se volvieron costumbre tras semanas y meses; cómo alrededor de una mesa surgían
tantos temas sobre los que coincidir o discrepar. También tu ausencia se hizo presente. Por eso, cuando me cuentan que has muerto, recupero las palabras dichas durante los muchos días compartidos; lo hago por necesidad, como si fueran letras presagio de una despedida cuando aún estabas vivo.
Nadie está preparado para recibir la muerte de un amigo con naturalidad. Leo una y otra vez el obituario que escribiste antes de morir. Vuelvo a leerlo del derecho y del revés. Busco entre líneas un significado a tu despedida desde Alicante o Jamaica y no encuentro nada distinto a lo que ya esperaba o sabía de ti. Estás y eres tú. Enredado entre las frases y los párrafos que desde hace tiempo imaginabas y escribiste no sé desde hace cuánto.
Y ahora se espera de quienes te conocimos que nos sumemos en duelo ante el dolor. Sin embargo, hoy me niego a alojarte entre los espacios y etiquetas que inevitablemente provoca la crónica de tu muerte anunciada.
De ahí que me refugie en todo lo mal que me he sentido durante los últimos días; cuando me ha faltado la capacidad y el ánimo para seguir con mis
quehaceres cotidianos. Puede que ya intuyera lo que hoy se ha confirmado. Por anticipado te he llorado sin que mi conciencia lo supiera. Sabía que antes o
después sucedería, por mucho que me negara a reconocerlo o mirarlo desde la barrera que construí para que me protegiera.
Ojalá que después de todo exista un cielo. Quisiera que así fuera para que junto a tu hermano elijas la edad preferida para vivir eternamente.
Hasta siempre, Javier.
Verónica Portell. Siempre. Texto leído en el acto celebrado en el Hika Ateneo de Bilbao el 8 de mayo de 2009.
Te has ido, Javier, y ya no estás con nosotros. Por eso no pudiste verme apesadumbrado ni evocar aquella balada de Brel, al que ambos admirábamos tanto: Voir un ami pleurer.
Te fuiste mientras yo enviaba, a esta ESTRELLA DIGITAL que me acoge desde hace ya unos años, la columna de todos los martes. Por eso he esperado
una semana para dedicarte un recuerdo en estas páginas electrónicas, a ti, Javier, cuyo nombre, tecleado en ese Google tan socorrido para los
escribidores impenitentes, ha surgido unos cientos de miles de veces en una fracción de segundo; "la tira de veces", hubieras dicho tú. Más
sencillo. Más explícito.
Durante los días que han transcurrido he tenido tiempo de enjugar alguna lágrima y de escribir estas líneas como a ti te gustaba hacerlo, con sobriedad, intención y corrección. Me faltarán tu humor y tu sarcasmo. Pero, sin duda alguna, me han facilitado la tarea las sonrisas que brotaban
espontáneas cuando leía tu espléndido "autoobituario" (sé que me aceptarías este neologismo), donde ha quedado la mejor fotografía de tu vida, que guardaré con esas otras fotos de los momentos que compartimos con nuestras incomparables y abnegadas compañeras en la vida: Charo y Elena.
No sé cómo me saldrán estas líneas. Son, sobre todo, sinceras líneas de evocación, y éste no es el
género en el que mejor me desenvuelvo. Tú me ayudaste a entrar de lleno en ese mundo periodístico en el que yo había comenzado a moverme de refilón, casi por chamba, y por afición más que por devoción. Compartimos actividades en algunos diarios y poco a poco fuimos conociéndonos mejor.
Previamente habíamos compartido también otras cosas, sin saberlo. Los dos vivimos en Donostia los primeros años de nuestra vida, en el mismo barrio de
Gros, y hasta fuimos al mismo colegio infantil, con algunos años de diferencia, claro: los que yo te llevaba. Procedíamos de orígenes profesionales distintos, más aún: opuestos. Pero la vida nos fue
llevando hacia un camino común, por el que nos movimos años después bastante al unísono.
Mientras yo daba mis pasos en la ortodoxia propia de un militar profesional en los tiempos del franquismo, tú ya luchabas contra todo aquello que no te gustaba. Cómo pudimos llegar a encontrarnos, entendernos y apreciarnos recíprocamente, daría materia para un pequeño estudio de sociología
aplicada, que evidentemente no voy a hacer aquí.
Gracias a ti entendí mejor el periodismo. Y también, gracias a ti, tuve oportunidades para exponer públicamente algunas ideas que fui desarrollando poco a poco, y que, con su pequeño granito de arena, contribuyeron en cierta medida a que los españoles entendiesen mejor a sus ejércitos, y éstos encajasen más cabalmente en la sociedad que los sostiene. Tarea nada fácil en aquellos críticos años en que todo parecía cambiar y tambalearse.
Pero ahora no voy a ponerme serio, Javier. Como todos los que, con cierto fundamento, sospechamos que una vez muertos sólo sobreviviremos en el
recuerdo de los demás, prefiero evocar algún reciente ágape conjunto, regado con un vino aceptable y adobado con una conversación insólita y
apasionante, para despedirte diciendo ¡Hasta siempre!, porque decir ¡Salud! resultaría ahora un poco paradójico.
Si empecé este recuerdo citando a Brel, lo concluiré con palabras de Alberto Cortez: "Cuando un amigo se va, queda un espacio vacío...". Y
la vida, mientras dura, se nos va llenando de espacios vacíos. ¡Qué le vamos a hacer!
Conocí a Javier Ortiz en la cárcel de Girona. Bueno, conocí primero a un tal Francisco Javier Pérez Borderías, que es así como fue conocido
Javier Ortiz a su entrada en presidio. Fue detenido en el Valle de Nuria –ese magnífico valle pirenaico que tiene como gran paradigma que solamente se puede llegar a él en tren o caminando–, intentando pasar la frontera acompañado de otros militantes del partido en el otoño de 1974.
Como director o redactor de Servir al Pueblo, órgano del Movimiento Comunista, Javier estaba pasando los Pirineos con mucho material que
había recogido durante las huelgas del Bajo Llobregat de aquel mismo año. Uno de los guardias civiles que le arrestó le dijo, ya en el momento de la detención y posterior registro de las mochilas, que aquel DNI a nombre de Francisco Javier Pérez Borderías era falso. Según contaba Javier, el viaje desde la montaña hasta el puesto de la Guardia Civil de Ribes de Freser lo hicieron atados con cuerdas –pues los agentes carecían de esposas– bajo la mirada espantada de los montañeros que compartían el vagón de cremallera con los jóvenes detenidos.
Su llegada fue la luz en mi detención aislada: yo era, en aquellos momentos, el único preso político entre los más de 130 reclusos de la pequeña prisión de Girona. La llegada de los tres compañeros significó para mí poder ejercer plenamente como preso político ante los carceleros y ante los comunes.
Los dos compañeros de Javier salieron pronto en libertad provisional, por lo que nos quedamos solos en celdas individuales y siguiendo nuestra rutina diaria. A nosotros se unieron dos presos comunes muy especiales allá en la cárcel Pont Major, con los que constituimos un grupo de paseo por el patio. Pierre era un viejo ladronzuelo bruxellois conocido de la Gestapo. Como recuerdo de esta
brutal Policía tenía un cráneo desencajado, cuya calvicie dejaba ver como recuerdo permanente de los métodos policíacos usados durante la ocupación nazi de Bélgica. Ramón era el segundo miembro del grupo. Gran ajedrecista y vegetariano, nos hizo descubrir el valor energético y calorífico de las pipas, que comía siempre y engullía después de masticar –como mínimo– 24 veces. Estaba en la cárcel porque su patrón no le había pagado la liquidación y él se la tomó por su cuenta.
Los cuatro teníamos la vida bien organizada: 7.30, diana; 8.00, paseo por el patio; desayuno; y luego, o bien estudiábamos francés con Pierre, o enseñábamos catalán a Javier. Al mediodía, antes de la comida, solíamos jugar alguna partida de ajedrez, o de parchís, que era otro de los pasatiempos, sobre todo entre los comunes que se jugaban ilegalmente dinero.
La comida, hecha en la cárcel por los prisioneros, se llamaba rancho. Judías, lentejas, arroz, patatas con salsa… Nosotros la complementábamos con ensaladas muy completas que hacía en mi celda con los productos que me traían mis familiares y amigos cada semana, en las dos visitas semanales autorizadas. Después de la siesta, volvíamos a pasear por el patio o leíamos nuestros libros. Javier se interesó siempre por los poetas catalanes y ello era motivo de conversación. Por la tarde podíamos ver un poco la televisión del momento, que, como la prensa, estaba censurada, pues a la censura franquista se añadía la del director de Servicios que, con unas tijeras, iba cortando las noticias que él consideraba no aptas para los reclusos.
Al cabo de unos meses de hablar mucho, leer más y discutir sobre el futuro y el pasado, Javier consiguió ser trasladado a Carabanchel y se fue con rabia por mi parte, porque yo quería irme con él a esa otra prisión donde se estaba cociendo, en muchos aspectos, el futuro del país.
Con la libertad, la transición y la ley de amnistía, de la alegría inicial fuimos descubriendo que aquella ley (como la transición) no coincidía del todo con aquello por lo que habíamos luchado y acabado de bruces en aquellas húmedas habitaciones con rejas.
Javier fue a lo suyo, a la prensa; yo a luchar por mi pueblo desde la alcaldía. Un día, en Madrid, cenamos todos y yo le pregunté qué hacía en un periódico que a mí me daba mal sabor y que no compraba. Al cabo de bastante más tiempo descubrí un nuevo periódico y en él reencontré a mi verdadero Javier. En nuestra misma trinchera. ¡Aquí
estamos y vamos a continuar, Javier!
Echaré de menos tu ironía, tu sarcasmo, tu sentido común, tu sencillez y los finales de tus escritos. Esa última frase, concisa y directa que a veces sólo tenía dos palabras, con la que entrabas a matar. Sólo los que te leíamos siempre sabemos de qué hablo. Gracias por todo, compañero. Agur Javier. MARINA PÉREZ LEZAOLA SANTANDER
El martes me llamó Marco Schwartz con la tristísima noticia. Conocí a Javier en la destartalada redacción de Público antes de la salida del periódico: Javier era un hombre muy generoso y perdió el tiempo dándome consejos. Siempre me llamó “chaval”, por puro cariño y a despecho de mis canas. Tenía la virtud de convertir las ideas en cosas, encontrando el ejemplo exacto que las hacía evidentes, como si pensara con las manos: lo que escribía se podía tocar y apretar en un puño. Con Marco, que es barranquillero, nos acordamos de Macondo, cuando el pueblo era tan reciente que aún no había ni un solo muerto ni cementerio. Como en este periódico.
Ese martes tenía una charla en el Instituto Renacimiento. Sobre Larra, precisamente: el santo patrón del columnismo político. Javier también “murió de tener razón”, de razonar en lugar de embestir (como diría Machado). Por la tarde, estuve tomando whiskies con Ane, la hija de Javier. Hasta el último momento, me dijo, se negó a dejar pasar una coma mal puesta. Todo lo perdonaba, salvo esa coma entre sujeto y predicado: no te abandones, chaval, respétate un poco, me regañaba. Creo que Javier se hubiera descojonado de sus necrológicas: todos los muertos son buenos, chaval, eso ya se sabe. Él lo fue en vida, sin necesidad de este trámite que le parecía vulgar y demasiado obvio.
El primer muerto de Macondo fue Melquiades: el hombre sabio que nos hizo conocer el hielo. A pesar del incomprensible trámite, de la obviedad de morirse, Melquiades nunca abandonó Macondo: volvía siempre a echar una mano. Espero que Javier haga lo mismo. Espero poder seguir escribiendo a su sombra y confío en recibir su bronca jovial y merecida por cada coma innecesaria. Seguiremos leyendo los pergaminos de Melquiades hasta entender por fin que tratan de nosotros.