Tengo dicho que colecciono anécdotas sobre coincidencias. Colecciono, en realidad, coincidencias, esto es, hechos aleatorios que se producen en mi vida con una simultaneidad sorprendente y desarmante, simultaneidad que parece obedecer a una justicia poética imprevista y que, además, me deparan una conexión inopinada entre ideas y emociones: la conciencia de que un arroyo, que va por debajo de todo, conecta secretamente, con un sentido narrativo y biográfico, lo que parecería disperso.
El sábado pasado enterré en Pamplona a mi tía Mercedes, una mujer a la que quería mucho. Fue guapísima, alegre, luminosa, positiva, elegante, liberal, cosmopolita, generosa. La mañana fue fría y lluviosa, un fastidio para su jubilosa concepción de la vida.
Paseando por la parte vieja, me acordé de Mikel Laboa, el gran poeta y cantante donostiarra, fallecido el pasado diciembre. En mi adolescencia pamplonesa me gustaban sus suaves, líricas y bellas canciones: Haika mutil, Baga-biga-higa y, sobre todas, Txoria txori, que siempre me pone al borde de las lágrimas. Mucho después de ser testigo del encuentro de Mikel con John Cage en Pamplona, en un espectáculo excepcional, en la Ciudadela, tuve ocasión de conocerle personalmente en Burguete, mi pueblo querido, en la barra del bar Gárate. Tenía la bondad de los mejores médicos -era neuropsiquiatra infantil-, y la conversación fue inolvidable.
Me vine a Madrid el domingo con un disco antológico de Mikel Laboa, que compré en una librería de amigos -nacionalistas vascos, lo que yo no soy-, y el martes estaba escuchando Txoria txori, cuando, en la edición digital de los periódicos, me enteré -¡es increíble!- de la muerte de Javier Ortiz. La letra en castellano de esta hermosa canción en euskera dice: «Si le hubiera cortado las alas,/ habría sido mío/ no habría escapado./ Pero así,/ habría dejado de ser pájaro./ Y yo / yo lo que amaba era un pájaro».
¡Javier Ortiz era un pájaro! ¡Y de cuenta, también! No fui amigo íntimo suyo, pero lo traté mucho y lo leí en estas páginas y en Público. Txoria txori, qué canción más perfecta para la muerte (y la vida) de Javier. Javier Ortiz era un espíritu independiente, un vasco con temperamento tan radical como acogedor. Escribía de maravilla, con un cuidado exquisito por el lenguaje y la gramática -su obsesión-, y con una cabeza muy bien amueblada, cartesiana y ordenada, que podría parecer que contradecía su talante más espontáneo, domeñado, a su vez, por reflexiones, reconvenciones y decepciones. Javier tenía algo formidable, que siempre es salvador frente a uno mismo y a los demás: el sentido del humor, una ironía inteligente -¡redundancia!- que aguijoneaba a los demás y que aplicaba, como ha quedado patente en su auto obituario, a sí mismo.
Han sido éstos, para mí, días de encaramiento con la muerte.En la muerte del otro -y ha habido más, qué racha-, uno se encara con su propia muerte, le toma la medida. Mercedes, Mikel, Javier: «y yo lo que amaba era un pájaro». El pájaro que vive la vida, disfruta de ella y lucha para mejorarla. El pájaro que vuela libre.
Manuel Hidalgo. El vuelo de los pájaros. El Mundo. 2 de mayo de 2009.
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