No tengo una opinión formada sobre Rosalía, pero me produce pereza la imposición social de opinar sobre su música. Tanto me da que los unos se vean en la obligación de explicar lo sobrevalorada que está como que otros señalen a cualquiera que no le gusten sus interpretaciones “que no la entiende”. El debate alrededor Rosalía como fenómeno social no está entre mis preocupaciones, sencillamente.
Gente cuyo criterio musical tengo en alta estima me dice que la tía es una máquina, que controla las claves de la canción y del negocio como nadie lo había hecho en años. Lo primero me parece reseñable, aunque por ahora no me haya llamado la atención (hay miles de artistas, para todos los gustos, incluido el mío); lo segundo, su instinto para la mercadotecnia, no cuenta entre las cualidades que valoro en un artista. ¿De qué manera esta habilidad podría hacer que yo disfrute más una canción suya cuando la escucho?
Tengo que reconocer que me parece desconcertante que en los últimos tiempos se utilice como argumento recurrente para defender la valía de un artista –o de un YouTuber, que también se da el caso–, su número de seguidores. Rosalía ha grabado con multinacionales, goza de un inmenso reconocimiento entre el público, millones de seguidores en redes sociales…pero ella no tiene la culpa. Rosalía gusta a la chavala de barrio, al cuarentón que hace esfuerzos para su turra se siga escuchando y, según he leído, a un par de generaciones de la familia real. Y, como corresponde a quien está permanentemente iluminada por los focos, otros la odian.
Rosalía es también un exponente más de una tendencia que me parece significativa. No hablo del declive del rock sino del de los grupos de música de cualquier género. Hay pocas bandas, al margen de las que sobreviven –algunas muy bien– por las radiofórmulas y festivales para treintañeros. La industria siempre ha demandado nombres propios (incluso dentro de los grupos) pero hoy, más que nunca, cada número de las listas de éxito está ocupado por un nombre seguido de un apellido.
Confieso que aún fantaseo algunas veces con tocar en un grupo de rock con mis amigos. Lo hago cuando friego los platos, que es mi momento de fliparme con la música, y la ensoñación tiene últimamente la particularidad de que volvemos a tocar años después de habernos separado. Si se han amontonado suficientes cacharros en el fregadero, pasan ante mí los momentos de hablar la reunión, empezar a tocar de nuevo –con titubeos, risas y alguna discusión por las versiones para completar el repertorio– e, invariablemente, del concierto de reunión con los niños entre el público.
A lo mejor es porque a mis casi 45 estoy ya exento de los tópicos del rock, del triunfo y de ligar, pero el centro de mis fantasías son la camaradería y la capacidad de hacer música. Siempre tuve oreja en vez de oído. Secretamente, anhelo una banda para ensayar y mirarme con otro músico para entrar a la vez a un cambio de ritmo. Para, años después y veinte intentos fallidos, poder decir “hemos reunido a la banda”.
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