Camino de un recado con mi hija de cinco años. De noche. Julia va suelta por la acera, yo escucho una voz potente detrás, en un idioma que no reconozco. Instintivamente acerco un poco a Julia a mi cuerpo. Sin más.
-“Señor no, por favor, racismo no”.
-Estoy confuso, ni siquiera sabía que mi gesto había entablado comunicación alguna, mucho menos aún que podría haber molestado a alguien.
- El, árabe, me explica que “lo de París” nada tiene que ver con los suyos, yo trato de indicarle que en absoluto pienso eso, y que lamento mucho si le he hecho sentir mal de alguna forma. Conversamos unos minutos con intercambio, me temo, algo errática, y acabamos dándonos un abrazo en la acera de los pares de Bravo Murillo. Sonreímos amistosos. Me pide que “eduque a la niña lejos del racismo”. Asiento, claro.
Aún así, creo que ninguno de los dos nos vamos del todo satisfechos.
Es posible ¿por qué no? que cayera en un tic racista. Me parece que nadie está libre de ello. No lo sé. Pero lo importante aquí no es si yo encontré con una mancha en mi bonito constructo de persona intachable, lo importante es ÉL, porque él era la condensación de un clima de islamofobia que corre el peligro de tornar en tóxico.
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