En el vagón del tren de cercanías, al mediodía, de frente, al fondo del vagón. Él tiene los ojos cerrados, está sentado y reclina su cabeza levemente sobre el aire. Los músculos del cuello conocen sus obligaciones. Ella está de pie, a su lado en el pasillo, y pasea los dedos sobre las sienes de la cabeza hibernante, surcando su pelo abundante cortado a cepillo. Leeeentamente, pero con la firmeza de un masaje.
Miro un rato la escena, inadvertida entre el habitual paisaje de cuerpos murmullantes. Parada. Alguien se acerca y ella se aparta para dejarle pasar. No había advertido que el asiento contiguo al de su pareja -son del tipo pareados y enfrentados-, estaba libre. Abro los ojos bien grades, valoro más el vayven cariñoso de sus dedos.
Pienso en hacer una foto disimuladamente, mas me parece que el acto mismo podría romper su trazo sutil. Incluso si nadie advirtiera el click del teléfono. En lugar de la fotografía, he colocado en el post un recuadro velado.
Si abro el campo de la mirada sé que ella, a la vez que masajea el cuero cabelludo de un cuerpo cansado con una mano, mira el teléfono móvil con la otra. La secuencia, así vista, podría parecer futo de la rutina. Desde un primer momento la percibí desexualizada, cuidadora, pero podría pensarse casi un tic moldeado en la inercia.
Me emociona aún más. Un discurrir automático como una sonrisa leve, abonada de otras pasiones, de comisuras elevadas por el éter del compañerismo. La savia de una vida plena que se filtra en un viaje de tren tras una jornada agotadora.
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