El primero de ellos, el que me correspondía traer a esta casa durante el mes de abril. Llegó mayo con atropello, me empujó hacia adelante y me encontré mirando de reojo el editor del blog vacío. Pero como el calendario son solo las marcas rectas del arado sobre el extenso campo del tiempo, lo traigo aquí un par de día después. Si será tramposo el calendario que hasta podría modificar la fecha de la entrada para que quedase para los anales de javierortiz.net que llegué a tiempo al mes de abril.
El segundo artículo que no escribí es del tipo que, quizá, un día escriba. Los tienes en mente, a veces guardas anotaciones –que a menudo pierdes–, vuelves a ello cuando te tropiezas con él en casa, lo manoseas, lo vuelves a dejar a un lado para mejor ocasión. Y pasan años.
Esta semana se lo decía a Mansilla en twitter: “Yo hace muchos años que tengo pendiente escribir un artículo que se llamaría Por qué me gustan las ciudades feas”. Es ese tipo de artículo que ocupa espacio en tu cabeza como una masa abstracta que cuesta convertir en hilos de tinta. Cuando llega, nunca se parece demasiado al artículo que intuías llegaría a ser y, aun, así, escribirlo produce goce y alivio.
El tercer artículo que tampoco escribí esta semana no creo que lo escriba ya…pero mantengo la esperanza de que así sea. Es un tema que te encuentras flotando por la calle y no agarras. Lo ves marcharse sobre los cables del tendido eléctrico como el globo de Bob Esponja de un niño en día de feria.
El pasado fin de semana volvía con D. de un recado. Aunque íbamos con algo de prisa, pude fijarme en un señor mayor parado en la acera de la calle de Bravo Murillo. En el banco junto al cual estaba, tenía colocados tres o cuatro ejemplares de un libro y una hoja manuescrita en la que se leía, con las palabras que fuesen, “Vendo mi libro”.
Como escribo en un periódico de barrio –de mi barrio, de ese barrio– de vuelta a casa pensaba en la historia detrás del hombre. El libro se llamaba Caño Roto, en la cubierta salían unos galgos y él tenía un nombre común por el que no encontré información en Google y que ahora he olvidado ya. Solo una hora y media después, volví a pasar por allí con la intención de adquirir el libro y charlar con el señor. Ya no estaba. Había vendido todos los libros, espero.
Paso a menudo por el lugar, por lo que sé que no es el típico paisano habitual de la calle, como los vendedores de estampitas a las puertas de la Iglesia de San Antonio o el señor callado que, a veces con una maleta, pasa el día en un banco no muy lejos del del vendedor del libros ambulante. Sé que si le vuelvo a ver será otra casualidad.
Y la tercera ocasión perdida que os quiero contar es de las que ya, definitivamente, son un punto final. Hace un tiempo, mi compañero en Somos Malasaña Antonio me consiguió el teléfono del actor Juan Diego. Sabía que estaba pensando escribir un artículo sobre la huelga de actores de 1975, de la que él fue protagonista, y, por casualidades del destino, tenían un conocido en común.
Recuerdo haberlo comentado con mi amigo A., con quien había conversado desde muchos años atrás sobre nuestra admiración común por Diego como actor. Me dijo, “tío, no lo dejes pasar”. También le profesábamos simpatía. Mi recuerdo particular sobre él es en la barra de una fiesta contra la guerra de Irak, a la que el actor había acudido para apoyar la causa. Codo con codo, sin cruzar palabra, pero con un mini de cerveza idéntico cada uno. Es una mierda de recuerdo, equivalente a habérmelo cruzado por la calle, pero es la imagen que yo guardo.
El tema de la huelga se quedó en el camino y no llegué a llamarle nunca, aunque de vez en cuando lo recordaba. Lo tenía presente. Ahora que me he parado a pensarlo sé que, ya ves tú, me producía respeto hablar con él.
Los artículos que no escribimos se parecen, creo, a todas las cosas que nos pasan en la vida. Agarramos unos y dejamos pasar el resto. Añoramos, luego, no haberlos sentado a nuestro lado junto al teclado para fijarlos a un fondo blanco, sin saber en realidad si lo mejor fue dejarlos ir o no.
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