Hace pocas fechas conversaba con una librera de Lavapiés acerca de lo divino y lo humano, que es lo que habita en los libros, cuando salió el tema de los pisos turísticos. El vecino de arriba, un viejecito encantador, solía atenderles amablemente cuando, con más frecuencia de lo deseable, aquel piso del viejo Madrid meaba una humedad en el local. El señor, sin embargo, murió hace pocas fechas y, vete tú a saber qué herederos o nuevos propietarios habían reconvertido el piso en uno de los tan de moda apartamentos para alquiler ocasional. El resultado es que el misterioso nuevo vecino, al que los libreros no habían podido acceder (y que probablemente sea una personalidad jurídica), se les aparece en forma de vaporosa sucesión de siluetas arrastrando sus maletas.
En los últimos meses el tema de la turistificación se ha convertido, merecidamente, en asunto central. Normalmente, se explica que la proliferación de apartamentos turísticos reduce drásticamente la oferta de vivienda disponible en los barrios que se han puesto de moda, lo que hace subir los precios de los alquileres y acaba expulsando a sus residentes (se produce un proceso de gentrificación, en el que nuevos vecinos más arriba en la escala social repueblan lo que de habitable quede en el barrio).
Esto es así, os lo aseguro, trabajo en un medio local en el que estamos haciendo especial seguimiento del proceso. Como muestra: desde 2014 hasta cinco edificios enteros de viviendas se han reconvertido en inmuebles de apartamentos turísticos en el barrio del que se ocupa el medio, la oferta total de apartamentos turísticos supera allí el millar y conozco personalmente vecinas que no han podido afrontar las subidas del alquiler.
Sin embargo, hay un factor que no se está poniendo de manifiesto en el debate, y que es el que conecta con mi conversación inicial con la librera de Lavapiés: la pérdida de la vecindad.
La turistificación de un área conlleva, irremediablemente, la pérdida de densidad social en los barrios. En un lugar con un porcentaje amplio de población flotante, las interacciones serán inevitablemente puntuales. Lo peor, probablemente, no será la banalidad de los encuentros en la escalera, o que estos sean más bien encontronazos, sino los encuentros que no se darán más.
Podríamos recurrir al tópico de pedir la sal, pero hablamos también subir la compra a la vecina que uno sabe tiene mala salud, de la capacidad de organizarse de una comunidad de vecinos o, incluso, de la potencia de un barrio para generar tejido asociativo.
La conversión de edificios en alojamientos turísticos satura el centro de Madrid. Escribo con @pblcarmona y más https://t.co/xtas7K9MBc pic.twitter.com/LKUflEyXxR
— Ana Encinas (@anaencinasd) 17 de enero de 2017
Algunos barrios podrían llegar a ser tramoyas vacías, paradójicamente, llenas de gente. Todos conocemos ya en los centros urbanos calles muy tupidas por el tránsito de vecinos ocasionales y vacías de vecindad.
La vecindad no es sólo la condición de arraigo que hace más humana nuestra existencia en una ciudad arisca; tampoco sólo su envés, encarnado en el control informal propio de las comunidades densas (el vecino cotilla). La vecindad son nexos profundos y sedimentados que permiten el apoyo mutuo sobre el territorio, esto es, aguantar las de Caín cuando vienen mal dadas, esto es, -dicho cursimente-: aporta resiliencia urbana. La vecindad es la cualidad primera para forjar alianzas que podrán ser políticas (la asociación de vecinos), personales (la relación antes que un rollo ocasional) o de subsistencia (cuando ésta depende de iguales, por ejemplo la PAH).
Y qué queréis que os diga: nos queremos vecinas.
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