Me parece increíble que hayan pasado cuatro años y medio desde que escribí el texto que recupero a continuación: La ciclogénesis tras el cristal. Salió publicado en un fanzine colectivo de la factoría Bombas para desayunar, de Andrea Galaxina. Estaba ilustrado por la misma fotografía que he incluido en este post.
Miro hacia atrás, con mi recién estrenada presbicia, y me cuesta hacerme cargo de que uno recurriera a la figura retórica de la ciclogénesis, un fenómeno meteorológico que hasta la fecha no había sonado, y sobre el que los noticiarios dieron mucho la matraca entonces. Y luego vino –por aquí, por donde escribo– Filomena. Y da vergüenza haber nombrado científicamente aquel frío. Y la pandemia nos heló la existencia, e hizo menos relevante la temperatura para quienes teníamos un cristal a través del cual mirarlo.
Hay en el texto algunos personajes que se fueron del descampado (los papás del huerto urbano) pero otros permanecen con parecidas caras (los tirados). Lo más relevante es que parte de los protagonistas, los filipinos que dormían en una chabola con dignidad hacendosa, han vuelto recientemente. Cuando les echaron de su primera ubicación, okuparon una casa no muy lejos; cuando les desalojaron de ese edificio, volvieron a dormir al descampado. Cuatro años y medio después no parecen tan jóvenes y les cuesta un poco más mantener el orden en la parcela de sus casitas efímeras.
La ciclogénesis tras el cristal
Miro por la ventana esperando la ciclogénesis explosiva, que debe ser una borrasca en los tiempos de todo más y todo sofisticado ¿Frío pelón y aire de desgajar tejas? Un diciembre mesetario que sabe a poco a los catetos que hemos nacido en Madrid.
Tras el cristal, como siempre, tejados tristes, cacharros apilados en una azotea y antenas que sirven de cota para imaginar la profundidad del cielo. Detrás de las ventanas de ciudad no hay horizonte. Hoy hay también algunas hojas surcando el suelo polvoriento del descampado, llevadas por el viento silvante, y ese tono pre atardecer que, no sé por qué, es el color del frío.
Tras el cristal, es raro, no hay hoy gente. Ni la comunidad de los tirados -hablando con voz ronca, calentando las manos en el vidrio helado de la cerveza-, ni los papás del huerto urbano, ni la secta de los paseadores de perros, ni el merodeador de los ojos inquietantes, ni tan siquiera los gatos, los primeros que llegaron al descampado. No, hoy, parece, todos miran desde alguna ventana, esperando la ciclogénesis explosiva.
Contemplo la nada única de cualquier descampado y me acuerdo de mis vecinos nuevos. Viven en otra parte del descampado donde mis ojos no llegan. Son jóvenes, filipinos -creo- y han levantado dos pequeñas barracas sobre la superficie abrupta del aparcamiento abandonado tras un pufo urbanístico, encallado en una charca fangosa del capitalismo de amiguetes.
Antes de los filipinos hubo un par de chatarreros rumanos que dormían casi al raso, bajo un leve tejado de plástico hecho con el tablero de juego del Enredos (Twister). Era verano y, como muchos veranos, la maleza que lucha contra el hormigón del aparcamiento ardió de noche. Un vecino comentaba que los chatarreros lo habían incendiado “para ampliar sus dominios”. Lo juro.
Los nuevos vecinos, un par de parejitas (no sé si alguien más), son asombrosamente cuidadosos con su mísero entorno. Barren todas las mañanas y limpian el voluptuoso exterior grisaceo del aparcamiento, bajo el que hay varias plantas abandonadas (toda una ciudad subterránea con la que fantasear). Vienen, van en bicicleta y visten mucho mejor que yo. Si no fuera obsceno juzgarlos, podría decirse que llevan su miseria con más dignidad de la que muchos llevamos nuestra opulencia mocha.
J. y D. tiran de mi pantalón mientras miro por la ventana. Me recuerdan que aún no hemos puesto el belén. Un nacimiento ateo que ponemos, religiosamente, cada año. Ateo porque lo digo yo: tiene su niño Jesús, la Virgen María, sus Reyes Magos y hasta un ángel (con un ala rota, eso sí). No como el de R., que pone un nacimiento con la cunita vacía. Un belén que es chufla de amistades y cincel de mis arrugas de expresión más satisfechas. Pienso en mis vecinos del descampado, ellos, me ha parecido ver, han puesto también un árbol de navidad y, bajo la conífera de plástico con lazos rojos, una figuritas que en la distancia parecen un misterio como el que ponía mi abuela en la casa grande.
- Terminad de colorear eso, ahora bajamos a por la caja del belén al trastero.
Sigo mirando (hacia fuera y hacia dentro). Esta mañana pasé frente a la verja metálica tras la que está la chabola. Hoy casi no se ve el hábil entrelazado de desechos con que han levantado su hogar. Una densa malla de plásticos y lonas la recubre. Un parapeto brillante dispuesto a la espera de la ciclogénis. Del frío pelón, del viento lacerante de diciembre en la meseta.
Miro tras el cristal, me fijo en las ramas de las malas yerbas triunfantes, convertidas en árboles. Se mecen algo más que antes, aún sin la violencia de “un pequeño ciclón extratropical”. Miro el color indescriptible del frío, el cielo plomado, la luz en fuga…
A mi espalda, expuestos a la noche, mis jóvenes vecinos esperan tras los plásticos la llegada de la ciclogénesis explosiva.
Aquí un belén, afuera: el frío.
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