Vivo en un edificio supuestamente inteligente cuyos cálculos de medias centígradas y comparticiones dejan mis dedos tecleando como torpes témpanos a punto de estallar. Corrijo: trabajo en este edificio pero paso más horas de vigilia en él que en ningún otro lugar. Luego vivo.
Mi mesa está tras una cristalera desde donde puedo ver a gente en camiseta. Curiosamente, y a pesar de que a mí también se me puede ver desde el otro lado, las parejas eligen un rinconcito frente a mi mesa de trabajo para darse el lote. Justo ahora hay un chico y una chica, distintos de los de ayer y otros que los primeros que ya dejaron de azorarme.
Dentro de un buen rato, las horas hoy caen con lastre, estaré andando camino del tren. Echaré vaho en mis manos en el andén. Ya dentro del vagón, abriré el libro y lo volveré a cerrar. Varias veces. Miraré el móvil llamando con la mirada a los mensajes de los amigos, una porcioncita de vida adulterada que sabe a gloria. Entrará y saldrá gente. Gente es como llamo a las siluetas cansadas que vuelven a casa al filo de las diez. Es extraño como alguna de esa gente, si te fijas bien, tiene ojitos de ser el de delante de la manada. Pero no hoy, no ahora.
Sería demasiado fácil hablar de gente-realmente-puteada. Sería realmente sencillo hablar contra el trabajo desde una posición bohemia ¡Bukowski ya lo hizo! Pero la clave es que todos sabemos de qué hablamos. Hace tiempo que la ciencia moderna averiguó que el trabajo mata, dejémonos de tonterías.
Distintos trabajos, en dosis regladas por la legislación, pueden causar sabañones, artrosis, ansiedad, gonorrea, sumisión, silicosis, presbicia, sobredosis -de tantas cosas-, misantropía, enojo, apatía, caídas, mal genio, dolor de espalda y hasta la muerte. El hasta quiere indicar aquí la dirección, no la excepcionalidad.
No tengo nada en contra de la pereza. Al contrario, a veces la celebro con auténtico regodeo. Sin embargo, nunca pude entender que se agite la pereza como algo opuesto al trabajo. Yo imagino al otro lado del trabajo, sobre todo, cosas para las que reservo más energías de las que poseo... la vida, podríamos resumir.
"¿Qué haría yo si no trabajara? ¡no sabría qué hacer!" A ti lo que te pasa, precisamente, es que has trabajado demasiado.
Ahora es cuando aviso: "a pesar de que tengo suerte, de que me gusta mi trabajo". Y no. Si el trabajo es cancerígeno -se come las células vivas- sería una irresponsabilidad andarse con tibiezas. Una banalidad y una falta de empatía terrible con las víctimas mortales. Hasta cuando lo que te mata es la falta de trabajo es el trabajo el que te habrá jodido.
Dentro de un rato largo estaré arribando en casa. Los niños ya dormirán, mi pareja estará empezando a poder escuchar su propia respiración por primera vez en lo que va de día. Ya de noche. Es viernes, quizá algún amigo suba a charlar y tomar una copa con nosotros, que arrancaremos el velo pringoso de capitalismo adherido a nuestros cuerpos -no es otro el nombre de este compendio de desidia, malestar y agotamiento-, que empezaremos a latir el rato justo para encontrarnos otro lunes en el metro con la gente.
En esos ratos, intersticios del trabajo, ganados al trabajo, robados sin piedad al trabajo, me prescribo conspirar contra el reloj. Ser un jubilado mirando al infinito no entra en mis planes y para conseguirlo os necesito a todos. ¿Quedamos en la barricada a las tres?
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