Estoy sentado en el último asiento del vagón del Cercanías. Escucho sollozos nerviosos a mi lado. Un chico, algo más joven que yo, con la cara entre las manos y los brazos recogidos entre las piernas, meciéndose nervioso, resoplante. Apenas me da tiempo a hacerme preguntas. Se levanta, recio, ya está en el centro del vagón intentando alzar la voz sobre el murmullo de las catenarias o lo que sea que hace sonar esos trenes.
"...me he visto abocado a esta situación...más difícil es para mí..." Su discurso aún no ha rodado hasta alcanzar la cadencia común de todas las explicaciones de quienes piden en el metro o en el Cercanías. Su aspecto -su ropa, sus movimientos, las heridas en la mirada- aún es absolutamente intercambiable con el del resto de trabajadores del vagón.
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