En mi calle hay casas más bien feas, gente más bien fea, vistas interiores y diferentes tiempos alineados. Algunos no somos tan guapos. En mi calle hay un tabernero de River que me saluda sonriente cada noche al volver del trabajo, tras el cristal de su trocito de pampa. Un polaco bigotón, un enterao de todos los bares -hay cinco o seis-, un matrimonio de los de barra que trata al chico de la tienda de chinos -hay un par de ellas- como si fuera un hijo.
En mi calle hay senderos de huellas invisibles, recorridos que hice charlando con mis críos camino de la guarde. Huellas que iban creciendo a medida que su perspectiva se alejaba de los tubos de escape y de los hocicos de los perros. A medida que veían más allá de la maleza del descampado de la acera derecha y las palabras se repartían. A medida que crecíamos.
En mi calle hay unos chavales que echan horas a la salida del gimnasio con unas cervezas y unos porros. En ocasiones marcan golpes secos en el aire, las más de las veces sólo carcajean, relajados. A veces les acompaña un señor mayor de origen oriental (he querido imaginar que es su maestro), también yonkilata en mano. Juraría que entre un chico y una chica ha surgido algo especial. Miro de reojo al pasar.
En mi calle hay una mujer mayor, le tiemblan mucho el cuerpo y la voz. Ahí sigue: apoyadas en una muleta, sus piernas congestionadas recorren, poquito a poco, la calle tras un perrillo viejo. Siempre hay mujeres (y una chiquilla) que vienen a verla y la acompañan en sus paseos. Gente que no sé de dónde sale. Vive en una corrala muy vieja, de líneas panzonas, que habría sido pasto de la piqueta de no ser por una extraña situación administrativa.
En mi calle el del taller y el de la tienda de marcos siempre están fuera de sus tiendas. Juan y Ana -los chinos de la tienda de chinos- sacan su silla a la fresca. Hay un señor con gafas que, algunas noches, vacía los contenedores con orden de bibliotecario. Va clasificando en montoncitos los materiales, mete en distintas bolsas lo que le sirve y, después, vuelve a dejarlo todo en orden. Mucho mejor que lo encontró. Hay mucha gente, también, que revuelve y lo deja todo hecho una mierda. No osaría juzgarles.
En mi calle hay un viejo que se dedica a gritar a los vecinos extranjeros a la salida de la guardería. En sus formas desquiciadas, en el fondo, se hacen carne todos los viejos cabrones y racistas que -de todas las edades- habitan también en mi calle.
En mi calle hay otro viejo, chaparro, con cara de haber tenido sabañones y carrillos enrojecidos por los chatos de vino. Vigila, siempre, desde una azotea baja. Dan muchas ganas de saludarle al pasar, aunque creo que su gesto no variaría jamás. Con su barbilla acomodada, el cuello subsumido sobre los brazos, relajados en el poyete.
De las ventanas abiertas de mi calle, esto es, las de pisos de mierda calurosos, salen volando notas calientes de bachata, hip hop, risas, gritos, esquirlas...En las ventanas cerradas de mi calle, esto es, en las que, como en mi edificio, combinan aire acondicionado y temor a la vida, se condensan los prejuicios blancos de aquellos a quienes perturba que el suelo se mueva.
En mi calle hay una familia bastante ruidosa. Los hombres tienen silueta de suspiro y las mujeres pinta de hundir un poco el suelo con su paso firme. De andares arrogantes y presencia ineludible. Los sábados por la mañana ponen a punto su coche y cantan flamenco a voz en cuello. Conocen tanto a la policía como a los vecinos y hablan moviendo mucho las manos y poco los ojos.
En mi calle había hasta hace unos días un ebanista jubilado. Trabajando. Tenía un local desnudo que le dieron por su taller, creo, cuando la administración decidió "sanear" la zona (otros tuvieron peor suerte y perdieron sus casas: ese es el origen del descampado).
Los meses de buen tiempo colgaba de la pared de la calle, con clavitos, jaulitas de gorrión. La puerta siempre estaba abierta y a través de ella se le escuchaba silbar, con el cepillo de carpintero agitándose de aquí para allá. Otras veces le he visto sentado, con un botijo de Mahou, pensativo. Había esparcido migas a su alrededor y las palomas, que normalmente vigilan mi calle desde un cable eléctrico que la cruza, picoteaban el firme grumoso del local. El viejo carpintero, inmenso, de mirada traspasadora y gestos rotundos, solía charlar con los vecinos. Las más de las veces un señor bajito escuchaba y asentía con las manos en la espalda, como equilibrando un cuerpo leve, que flotara sin gravedad.
Hace unas semanas vi las viejas jaulitas, herrumbrosas, junto a los contenedores de reciclaje, donde dejamos en mi calle las cosas por si le sirven a alguien (el parque de mis niños está ahora en una peluquería a dos portales del mío). El cartel de Se vende ya no cuelga de la pared gris de los pajaritos. Me alegro mucho por el viejo ebanista, que ha encallecido de sobra sus manos, como para poder disfrutar una buena jubilación. Lo siento por el señor bajito.
En un bajo de mi calle vive Omar, un trotamundos que ha viajado con su peculiar bicicleta con dos avances por todo el mundo. Muchas veces le veo poniendo a punto la bici en mi acera, con las manos manchadas de grasa. Ahora anda por Santiago de Compostela pero siempre vuelve, y va por ahí pedaleando, vendiendo pulseras por las terrazas de Madrid.
En mi calle hay una tahona moderna, de esas en las que puedes ver al panadero amasar masa madre tras un cristal. Tenía todas las papeletas para ser el forastero que irrumpe en la plaza del pueblo y todos miran, pero se ha convertido en un lugar bullicioso, que resuena algo confuso y es perfecto para mi calle. Hacen buen pan y preguntan por la familia.
En mi calle se divisa, al fondo, la silueta de un rascacielos. Torre Picasso. Por las noches, iluminado en azul, se aparece como un sable de luz, un gigantesco objeto imantado que acabará por atraer mi calle hacia una realidad de líneas rectas y rostros escrutables a primera vista. Los desconchones de mi calle, el descampado, el chico alcohólico que se deja calvas de tiñoso al afeitarse la cabeza, irán desprendiéndose violentamente cuando, finalmente, la calle vuele a adherirse al gran imán con forma de falo luminoso.
Con suerte, quedaremos aquellos cuyas rarezas se esconden más al fondo. Detrás de una piel menos curtida.
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